Mosaico de Aquiles en Skyros, encontrado en el yacimiento
de la Villa de La Olmeda, Palencia.
Recojo del libro “Troy”, de Stephen Fry
(Michael Joseph, PRH-UK 2020; no hay aún traducción española, que yo sepa) una
leyenda antigua sobre dos héroes antes de ser héroes. Como todos los mitos griegos,
me parece que este contiene enseñanzas aún válidas en nuestro tiempo.
La flota de los griegos, que proyectaban una rápida
expedición a Troya para rescatar de allí a Helena, la esposa raptada del rey espartano
Menelao, se estaba reuniendo en Aulis, pero se les acumulaban los problemas.
Faltaba el rey de Ítaca, el astuto Odiseo, considerado esencial para un
rápido éxito de la aventura. No respondía a los repetidos llamamientos, y
corrían rumores de que había perdido la razón. El rey Agamenón envió a su
pariente Palamedes en su busca. Al desembarcar en Ítaca, el emisario vio un
espectáculo deplorable. Odiseo había uncido a un buey con un burro e intentaba
arar con ellos una playa arenosa a la que arrojaba puñados de sal en vez de
simiente. Sus súbditos se agolpaban en el lugar para ver el triste espectáculo,
con lágrimas en los ojos. En primera fila estaba la bella Penélope, sosteniendo
en brazos a su hijo recién nacido, Telémaco. “Ve a decirle a Agamenón que mi
marido no es un cobarde, sino que ha perdido la razón”, explicó la reina entre
sollozos.
A Palamedes la escena le pareció un tantico
rebuscada. Sin decir palabra, arrebató de un tirón el bebé de los brazos de su
madre, y fue a colocarlo justo delante del par de bestias que Odiseo conducía
al albur por la extensa playa. De inmediato Odiseo hizo uso de una fuerza
hercúlea para detener al buey y al burro casi en seco. Lo consiguió cuando
habían llegado a un palmo apenas del pequeño expuesto en el suelo. Odiseo
corrió hacia él, lo tomó en brazos, lo besó muchas veces, balbuceaba: “¿Estás
bien, mi pequeño Telémaco?”
Luego levantó la vista y vio la sonrisa burlona
de Palamedes. “Pensé que valía la pena intentarlo”, dijo como explicación.
Meses después, el problema era Aquiles, un
rapaz de solo catorce años. Los oráculos coincidían en que su presencia era
imprescindible para ganar Troya. Agamenón, casi perdida la paciencia por la
larga espera en Aulis, recurrió a Odiseo para encontrarlo.
Tetis, la madre diosa de Aquiles, sabía que su
hijo tendría una vida larga, plena y feliz si se apartaba de los heroísmos, y
en cambio una vida llena de brillo pero muy breve, si entraba en la guerra; de
modo que lo había escondido en la mansión de su pariente el rey Licomedes, en
la isla de Skyra. El rey tenía once hijas, y la joven Pyrrha (la de los
cabellos rojos) pasó a ser la doceava, tal vez la más bella de todas a juicio
de algunos visitantes de palacio. Llevaba ropas femeniles y se comportaba en
todo como sus “hermanas”. Bueno, en todo no, porque dejó embarazada a una de
ellas, Deidamia (su hijo fue Neoptólemo, también conocido como Pirro).
Cuando Odiseo llegó a la isla y preguntó,
Licomedes disimuló mal: “¿Aquiles? No me suena.” Cuando quiso buscar en el
palacio, el rey volvió a meter la pata: “No vale la pena que busques en el
gineceo, solo están mis hijas.” Odiseo dijo aparte a Diomedes que eligiera de
su expedición a los hombres más corpulentos y peludos, los armara hasta los
dientes y asaltara con ellos el recinto de las doncellas. Así lo hicieron. Las
chicas gritaron, pidieron socorro y huyeron; menos la del pelo rojo, que agarró
una espada olvidada en un rincón y esperó a los energúmenos a pie firme.
“No ha sido cosa mía, sino de mi madre”,
explicó Aquiles a Odiseo. Luego fueron los dos juntos a buscar a Patroclo y a
los mirmidones, y se sumaron a la expedición.
Resignados al destino heroico inevitable que les
había sido asignado.