El castillo de Peyrepertuse visto desde lo alto de la
escalera de San Luis, un día ventoso del año 2008. No existen más imágenes mías
con esa boina: me la prestó un amigo para la foto.
En los Andes, el mal de altura es físico. Oxígeno
demasiado puro, respiración dificultosa, cansancio, visión borrosa, mareos. Los
pueblos autóctonos lo combaten desde siempre masticando hojas de coca.
En otros lugares, unos síntomas parecidos
responden a causas distintas y tienen otro tratamiento. Thomas Mann cuenta en La montaña mágica la historia de Hans Castorp,
que planeó una visita de quince días a su primo, internado en un sanatorio de
los Alpes por una mancha en el pulmón, y se quedó allí de forma permanente,
presa de una enfermedad del alma más que del cuerpo, borracho de altura, aleccionado
por dos pedagogos sutiles, Settembrini y Naphta, y con el corazón arrasado por
una femme fatale que daba portazos
sonoros al entrar en el comedor comunitario: Clawdia. Hasta que estalló una
guerra, y la patria de Castorp le convocó a cumplir con sus deberes militares
abajo, en la llanura.
Su caso tiene antecedentes ilustres en la literatura.
Jesús de Nazaret, al finalizar su retiro de treinta días de mortificación y
ayuno en el desierto, fue llevado por el diablo a un monte muy alto desde el
que se divisaban todos los reinos del mundo, y se los ofreció: «Todo esto te
daré si te postras y me adoras.» El evangelista nos informa de que el Nazareno no
sufrió en ese trance mal de altura, le respondió «Apártate, Satanás», y
descendió por sus medios a la llanura donde vivían los hombres y las mujeres a
los que había elegido como compañía preferente.
En las alturas vivían los dioses clásicos: en
el monte Olimpo y en el monte Parnaso. A las alturas subía la gente a postrarse
ante ellos, en las acrópolis y en los monasterios: los de Meteora, por ejemplo.
Monasterio de la Santísima Trinidad, en Meteora (Grecia).
En las alturas inaccesibles buscaban asimismo refugio
los paisanos cuando, sus huertos, sus masías y sus sembrados eran asaltados por
tropas de depredadores foráneos. Durante la guerra contra los cátaros, el señor
de Peyrepertuse acogió entre sus muros a las gentes de Duilhac, que estaba
justo debajo de su fortaleza, y no se preocupó más del asunto. El castillo
consta en el censo de sitios históricos cátaros, pero en rigor nunca fue cátaro,
y tampoco su contrario. El castellano de Peyrepertuse se mantuvo literalmente au-dessus de la mêlée durante todo el
conflicto, y cuando todo hubo terminado, después de las hogueras de Montségur,
bajó con su séquito de las alturas y se apresuró a postrarse delante del rey de
Francia, rendirle homenaje y demandarle alguna merced por su virtuosa
abstención.
Nadie defendería hoy su falta de compromiso. No
hizo bien. Dante habría comentado de pasada que fece per viltade il gran rifiuto, que rechazó por cobardía hacer el
bien que estaba a su alcance. Fue otro tipo de borrachera, de nombre abstencionismo: un tipo distinto de mal de altura.