martes, 21 de marzo de 2017

EL CORTO PLAZO EN LA POLÍTICA


Estamos todos aproximadamente de acuerdo en que las coordenadas del mundo, tal como nos habíamos acostumbrado a conocerlo y a evaluarlo, han cambiado sustancialmente. Los puntos cardinales que nos servían de referencia ya no señalan ningún territorio, o lo indican de forma condicionada y ambigua. Todo obedece a un cambio copernicano en la perspectiva económica. La idea de que el egoísmo individual de los actores que concurren al mercado global de bienes y servicios es, por paradoja, la mejor garantía de la máxima satisfacción de todas las partes intervinientes, ha tenido en las modernas sociedades postindustriales el efecto balsámico de la tópica luz al final del túnel. Basta, desde la introducción de tan salvífica idea, con que cada cual se aferre a sus propios intereses privados, y todo lo demás le será dado por añadidura. Esa, al menos, es la doctrina oficial.
La política se está mostrando incapaz de corregir el rumbo emprendido por la economía. Muy al contrario, se observa un mimetismo acusado en la forma de abordar los problemas políticos, respecto de los económicos. El Estado ha renunciado de buen grado a una gran parte de su antigua soberanía, y los partidos políticos, para no ser menos, renuncian a la defensa y representación en las instituciones de sectores específicos de la sociedad, y buscan en cambio una transversalidad uniformizadora. Se entiende de algún modo que ya no hay clases sociales, ni en consecuencia intereses contrapuestos en el seno de la sociedad. Es el mercado con sus leyes inmutables quien premia a los más diligentes y penaliza a quienes han hecho un movimiento erróneo. La igualdad es una mera suposición teórica en relación con las posiciones de partida de una inmensa clase media que nos abarca a todos; la desigualdad sobrevenida en el proceso, la mera consecuencia de los méritos y los deméritos relativos de los participantes. Esta forma de ver las cosas genera un gran inmovilismo y una feroz resistencia al cambio.
Se reconocen, desde luego, algunas desigualdades de partida, aunque no en la clase. El género significa una brecha social consistente y un fuerte agravio comparativo. Algunos lo niegan; un eurodiputado polaco sostiene que toda la explicación está en el hecho de que las mujeres tienen una capacidad intelectual menor que los varones. No obstante, su postura es desmentida por los hechos de cada día; no hace falta recurrir a Madame Curie. Y si hay mujeres capaces de desempeñar el mismo trabajo que compañeros varones con el mismo grado de competencia, es injustificable desde una perspectiva racional que el salario sea en cambio consistentemente desigual entre unos y otras.
Pero esa desigualdad es asimismo transversal, ajena a la clase. Todos los partidos se posicionan en contra de la desigualdad de género (no todos luchan con el mismo ardor por corregirla, sin embargo). Algo parecido ocurre con los marginados de nuestras sociedades de amplias clases medias: los inmigrados, los nuevos parias. La ciudadanía, una categoría en principio inclusiva, se convierte en su caso en argumento excluyente. Los no ciudadanos no pueden tener los mismos derechos que quienes sí lo son. La operación masiva emprendida por Trump en su país es paradigmática, pero nuestras autoridades también han sido Trump, en una escala menor, en muchas ocasiones.
Más inquietante es la deriva creciente del cortoplacismo desde la perspectiva económica hacia la política. Si en aquella la tendencia general es la de la inmediatez del proceso estímulo/respuesta (para el caso, inversión/retribución), en política cobran cada vez más importancia las ventanas de oportunidad, los aprovechamientos electorales (electoralistas) de movimientos de humor generalizados. Los programas de medidas de gobierno tienden a adelgazarse, en tanto que se multiplican los motivos puntuales de confrontación en la campaña, las prioridades de usar y tirar. Del mismo modo que tenemos una economía “de casino”, también la política frecuenta la mesa de juego y allí se reparten cartas, se hacen apuestas, el ganador se lleva el bote y se vuelve a barajar.
Sería necesario detener esta carrera hacia la relevancia política de lo efímero: programas, políticas, prioridades, líderes incluso, efímeros. El electorado se convierte en espectador de un torneo de tenis disputado sin dar respiro: ahora la pelota está en un campo, ahora en el otro. Los intereses sustanciales de las personas concretas, su trabajo, su ocio, su bienestar, lo que antes eran los objetivos centrales y permanentes de la política, se emborronan y se difuminan percibidos a la actual vertiginosa velocidad de crucero.
Pero no hay ningún punto de llegada, ninguna dirección. Tanto traqueteo se agota en sí mismo.