jueves, 9 de marzo de 2017

EL SUBIDÓN


Lo digo sin ningún rubor: yo nunca creí en la posibilidad de una remontada del Barça. Soy agnóstico, los milagros no existen y la ley de las probabilidades dejaba solo un resquicio, una fracción ínfima para un resultado favorable. Cierto que los chicos son magníficos, y todo eso. Y que los jeremías que llevan cinco o seis años diciendo que se ha acabado el ciclo no causan ninguna grieta en la coraza de mis convicciones últimas. Estas son que el Barça puede ser en ocasiones el mejor equipo de fútbol del mundo, pero no todas las semanas, no en todas las competiciones, no partido a partido y año tras año. Porque eso no puede ser, y lo que no puede ser es imposible. Alguna vez tiene que perder. Alguna vez ha de quedar eliminado por otro plantel de jugadores también excelentes.
Eso no quita que quisiera ver el partido de vuelta contra el PSG. Ya había visto entero el de ida en París, sin pestañear, sin zapear a otro canal, sin lanzar maldiciones ni postular que esos figuritas de belén son todos unos sinvergüenzas y unos vagos, sin gruñir que ninguno de ellos se merece el sueldo que cobra. (En relación con lo que cobran los futbolistas de elite, no emito juicios de valor. Hay artistas que cobran una millonada por cuatro pinceladas en un cuadro que ni se entiende lo que quiere representar. ¿Es justo eso, o es un abuso? ¿Cuál es el precio equitativo que debe cobrar alguien tan bueno en su oficio que es capaz de sobresalir por encima de toda la numerosísima competencia?)  
Vi en consecuencia el partido de vuelta, y disfruté mucho a lo largo de la velada pero sin creer en ningún momento que la remontada, a pesar de que tenía visos de posible, se haría efectiva a fin de cuentas. Entonces, lo que ocurrió en el minuto 95, apenas a diez segundos de consumarse el tiempo añadido, fue un tremendo subidón.
Tampoco me lo creí entonces, de primeras.
“¿No ha habido fuera de juego? ¿Va a pitar fuera de juego?”, pregunté (a nadie, al destino) cuando observé que el guardameta rival agitaba el brazo, en ese gesto casi instintivo de todos los metas fusilados por un puntapié a bocajarro que reclaman posición ilegal.
No había fuera de juego, no se señaló fuera de juego. El marcador mudó para exhibir impertérrito el improbable 6-1 con el que tantos habíamos soñado, y los jugadores se fundieron en montón sobre el césped como los naipes de una baraja desparramada sobre el tapete verde de juego.
No fue el mérito, no la constancia en la fe. Ambos elementos podían haber sido exactamente iguales, y sin embargo no haber alcanzado Sergi Roberto con el empeine aquel balón enviado en parábola por Neymar. O haber tocado el balón con un exceso imperceptible de fuerza, suficiente para enviarlo por encima del larguero.
No hubo ninguna conjunción esotérica con ningún destino prefijado por un oráculo. Las cosas ocurren, simplemente. Hay un componente grande de azar en todo lo que, por el hecho de suceder, viene con su ocurrencia a desmentir minuto a minuto tantas otras cosas diferentes que también podían haber sucedido pero quedaron en el limbo de lo inédito. Alea, decían los romanos. Alea jacta est, balón adentro.
El éxito final fue menos aún consecuencia de un “som i serem” que algunos, el inefable Puigdemont el primero, se han apresurado a entonar con un orgullo corporativo tanto más ridículo en el día en que Montull está declarando ante el juez, por el asunto Palau. No es más que vanidad el buscar una relación entre las glorias deportivas de un grupo de mercenarios, en el sentido más respetable de la palabra, y los avatares de la nación que les alberga.
Dicho y sentado todo lo cual, y rubricado ante notario si preciso fuere, dejo también constancia de que aquel minuto 95 me supuso un subidón como pocas veces he sentido.
Veremos qué ocurre en cuartos de final.