domingo, 19 de marzo de 2017

MISAS TELEVISADAS


No soy un fan de las misas televisadas. Si he de decir toda la verdad, tampoco de las otras. Ocurre en las misas que ya está todo dicho desde el principio, y al oyente apenas se le deja otro recurso que murmurar “Amén” de cuando en cuando. Oír misa no resulta emocionante ni glamuroso ni siquiera en la parroquia, imagínense delante del televisor.
La misa de la 2 ha sido un recurso socorrido de las residencias de ancianos para tenerlos a todos reunidos y en estado de revista durante las horas matinales dominicales, a la espera de que lleguen los parientes con las flores, que no se pueden poner en el dormitorio, o con los bombones o los pastelitos de crema, prohibidos para las/los residentes por el colesterol alto, de modo que se los comen las cuidadoras. Las actividades del domingo se vienen a repartir de forma más o menos equitativa entre la misa para los pacientes, y las gollerías para el personal médico.
Así ha sido hasta que Podemos ha pedido la supresión de misas televisadas por una cadena pública costeada por el contribuyente. La petición tiene su fundamento: los obispos ya reciben su porción del IRPF y disponen de abundantes frecuencias propias para evangelizar a los incrédulos e impartir bienes espirituales a manos llenas. Que luego lo hagan, o no, es otra cuestión. En la 2, a esa hora de los domingos, se podría amenizar la programación con conciertos de bandas de música autonómicas (por riguroso turno alfabético) o con documentales científicos, que tienen prácticamente la misma audiencia que la misa, y que los residentes, que aman Pasapalabra y Sálvame de Luxe, acogerían con la misma olímpica displicencia, mientras tratan de adivinar si hoy les traerán bartolillos o bombones de licor, aunque no pueden probar ninguna de las dos cosas.
Sin embargo, son muchos los que han juzgado inadmisible e intolerable la propuesta podemita, y las misas televisadas han subido de pronto a un rating del 21%, nivel hasta ahora solo asequible para Belén Esteban y para el fútbol en diferido. El trastorno sufrido por la parrilla ha generado daños colaterales: se ha mantenido la misa, pero en cambio ha desaparecido el programa de María Teresa y Terelu Campos, que alimentaba con eficacia las apetencias de comprensión y empatía de la audiencia de más edad.
Quizás la permanencia de la misa de la 2 aporte alguna utilidad social como vehículo de contestación religiosa. Me refiero a lo que practica Bittori en Patria, de Fernando Aramburu (Tusquets 2016), una novela que todos deberíamos leer para no hacernos demasiadas ilusiones sobre nosotros mismos.
Bittori dejó de creer en Dios cuando un pistolero de ETA hizo pum a su marido, el Txato, en la calle, a dos pasos de su casa, en un pueblo de Guipúzcoa. El Txato no había pagado el impuesto revolucionario, pero no por mala voluntad, es que no le daba el negocio de sí, buscaba contactos discretos con la Dirección para poder explicarse, pedir una moratoria, un respiro. Primero aparecieron las pintadas, y muy deprisa, antes de que pudiera reaccionar, argumentar de alguna manera, llegó el pum. Bittori hubo de dejar el pueblo porque todos los vecinos le hacían el vacío, ninguno se atrevía a hablarle no fuera que alguien les estuviera observando y tomara nota. En San Sebastián, Bittori no tenía nada en qué ocuparse. Por eso a veces iba a misa, aunque ya no creía, y se sentaba en una de las últimas filas, sola. Y cuando el oficiante decía “El Señor está con vosotros”, ella replicaba en voz baja “No”. “Oremos.” “No.” “La paz sea con vosotros.” “No.”
Es algo que podría hacerse con más comodidad en las misas televisadas.