martes, 7 de marzo de 2017

ELOGIO DE LOS BURDELES DE ANTAÑO


No parece una elección muy acertada el tema de los burdeles, en mi 47º cumpleaños de casado, y en vísperas del día de la mujer trabajadora. Pero no hay intención de ofender, y por otra parte mi conocimiento de los burdeles es exclusivamente literario.
El caso es que han caído en mis manos las cuatro conferencias de Jorge Luis Borges sobre el tango (Lumen, 2016). Una delicia. Y esto es lo que Borges dice en cuanto al nacimiento del tango: «Dónde surge el tango? Según todos, el tango surge en los mismos lugares en que surgiría, pocos años después, el jazz, en los Estados Unidos. Es decir, el tango sale de las “casas malas”.» Y las describe así: «Eran grandes, tenían patios, y se usaban, además, como lugares de reunión; es decir, había gente que frecuentaba esas casas para jugar a la baraja, para tomar un vaso de cerveza, para encontrarse con amigos.»
Desde el punto de vista de la música que nació allí, conviene dar la vuelta a ese “además” de Borges. Los hombres acudían a las casas malas en busca de expansión en un ambiente relajado e informal; se aflojaban el nudo de la corbata, bebían cerveza, jugaban barajas y escuchaban música improvisada, o añejos aires populares. También podían tirarse un par de pedos sin escandalizar a nadie, y subir al piso alto con alguna de las habitantas, caso de sentir una súbita urgencia en la entrepierna.
No insistiré en esta última función, primigenia, del burdel. La imaginación vertiginosa del Padre García, en “La casa verde” de Mario Vargas Llosa (sí, ese mismo que les suena a ustedes, por más que no se le parezca en nada), le llevaba a suponer una sucesión de orgías desenfrenadas y deliquios múltiples, aunque lo más probable es que se tratara de sexo “aburrido”, como lo definen los seguidores de culto de las tropecientas sombras de Grey. El Padre García, párroco de Piura, acabó por prender fuego a la casa mala, encabezando a una turba de vecinos resentidos de los barrios de la Mangachería, Castilla y la Gallinacera; y se arrepintió luego para siempre de su gesto. Ya no se derramaban por las ventanas abiertas de las casas de la avenida Sánchez Cerro los sones, traídos por las ráfagas del viento del desierto, del arpa de Anselmo, la guitarra de Alejandro el Joven y los platillos del Bolas.
En los burdeles de antaño se leía la prensa liberal o subversiva, se escuchaba música en directo y se bebía cerveza, relajadamente, en mangas de camisa. Formaban parte de un orden social complejo que separaba a las mujeres en dos bandos rabiosamente incompatibles: de un lado las dedicadas al cuidado de la prole y a marcar el diapasón del “buen tono”; de otro lado, las proveedoras de placeres más primarios. Creo que era en una novela de García Márquez, no recuerdo cuál ni en qué circunstancias, donde se decía de una de estas casas que cambiaba las chicas cada cierto tiempo, porque un roce excesivo reproducía los mismos escenarios familiares de los que querían escapar los clientes. Cuando la Chunga o la Selvática (un decir) empezaba a reñir al sargento Lituma por ser tan desastrado, por haberse echado otro lamparón en la guerrera, por fumar demasiado, por ser un manirroto, por no tener nunca un detalle con ella, había llegado el momento de hacer borrón y cuenta nueva, con el fin de restablecer las normas no escritas de una convivencia de pago.
Se parecen mucho las casas malas descritas por Borges a las de Vargas Llosa, o García Márquez, o Cela, o Donoso, y paro de contar porque la lista se extendería demasiado. La pauta que surge de esta reconstrucción literaria es la de una sociedad compartimentada: el lugar de trabajo subordinado y heterodirigido, sujeto a rígidas normas disciplinarias; el hogar burgués, sometido a convenciones y artificios innumerables, dentro de una atmósfera cerradamente represiva; el templo, lugar de sublimación refinada de las frustraciones tanto laborales como hogareñas, pasadas ambas por el tamiz de la espiritualidad y la resignación; y el burdel o lugar de la infamia (es el vocablo utilizado por Borges) donde por fin el varón (la mujer lo tenía bastante más complicado) podía dar rienda suelta a sus bajos instintos.
Entre esos bajos instintos estaba el de la música. No la de Brahms ni la de Suspiros de España; no la de las veladas de los sábados en el Círculo ni la de los conciertos de la banda de viento local los domingos en el quiosco de la plaza. Una música informal, libérrima, sentimental. Sabia en las técnicas, y directa al corazón en los propósitos. Tango y jazz.
Solo por ese resultado ya valió la pena el servicio de los burdeles de antaño.