Afrodita agachada, desenredándose los
cabellos después del baño. Reencontré esta bellísima pieza en un lugar
destacado de la exposición de Atenas, pero en la fotografía aparece en su lugar
más habitual, el Museo Arqueológico de Rodas.
Vuelvo de ver la
exposición Kal·lós, en el Museo de
Arte Cicládico de Atenas. La belleza como seña de una civilización, la belleza
como emanación de la divinidad. El embellecimiento como una ética, un deber
hacia los demás, una estima más alta de sí mismo.
Los griegos antiguos
compadecían más que a nadie a las personas que morían sin haber alcanzado su
plenitud, el potencial de belleza que les había correspondido en suerte. Ahoraios, les llamaban, los no-bellos.
La plenitud física se alcanzaba con la edad, el ejercicio, el aprendizaje, la
socialización. No había nada más hermoso que un hoplita dirigiéndose a la
batalla con paso ligero y elástico, armado hasta los dientes y ávido de gloria.
La gloria estaba a su alcance, tanto mediante la victoria como con una muerte
heroica. “O con el escudo, o sobre el escudo”, así recomendaban las madres a
sus hijos que debían volver, cuando los enviaban a la guerra. El escudo era muy
pesado, y lo primero que se abandonaba en una desbandada; de modo que conservarlo
era prueba de haberse comportado bien, vivo o muerto. Esta última diferencia no
era en ningún caso decisiva. La canción más antigua conservada con su notación
musical, en la estela dedicada por Sícilo a su esposa Euterpe (Trales, Asia
Menor, siglo I d.C.), tiene precisamente ese tema: «Mientras vivas, brilla… La vida dura poco, y el tiempo exige su
tributo.»
Para las muchachas, probablemente
la culminación de su proceso de embellecimiento era el momento del matrimonio.
En la ceremonia nupcial los padres presentaban a la novia oculta bajo un velo. Al
desvelarse delante del pretendiente, su belleza aparecía realzada por un
vestido que no encorsetaba ni disimulaba su figura; por un peinado sofisticado;
por pulseras y collares y pendientes y diademas, afeites y perfumes… Todo ello
dirigido a hermosear el cuerpo, pero no a engañar la vista. La idea era hacer
de la joven casadera una divinidad hogareña, sin duda menor, porque solo la
belleza de las divinidades celestiales era suprema e inmortal.
La exposición consta de
unas trescientas piezas, muy bien seleccionadas en un contexto en el que el
único problema de los comisarios era el embarras
du choix. No está permitido hacer fotografías, lástima, hay imágenes que querríamos
tener a menudo a la vista, tan necesitados estamos de belleza en un mundo consistentemente
feo.