Mercedes (dcha.) y Carmen en la Ronda del
Carril de La Garriga, años cincuenta del siglo pasado. A ellas dos va dedicada
esta historia, contada por un varón, de modo que los papeles se invierten. Para
que Carmen ría un poco, y Mercedes no llore más.
“Peter Pan y Wendy” es el
cuento de los cuentos, el artefacto más sofisticado que se ha ideado para
motivar a los niños a crecer sin desvíos peligrosos. Su tema crucial es el
desfondamiento íntimo de los varones de cualquier edad cuando llega la hora de
acostarse y no tienen una madrecita que
les cuente cuentos.
El varón tipo, que a lo
largo de la jornada ha competido sucesivamente por ser el más rápido, el más
alto y el más fuerte (citius, altius,
fortius, según el viejo lema olímpico), en definitiva el más heroico y
admirable de entre sus pares, se ve a sí mismo a la hora crepuscular, de
improviso, desnudo, y siente vergüenza, como consta en la Biblia que sucedió a nuestros
primeros padres cuando perdieron, a lo tonto, un paraíso terrenal que les había sido ofrecido en bandeja.
En el libro de James M. Barrie se describe la monótona ronda de la isla de Nunca-Jamás. Si un
espectador imparcial se situara en un punto estratégico de la isla, oculto
detrás de un matorral, vería pasar primero, por ejemplo, a los guerreros adornados
con pinturas de guerra de la tribu india, que andaban buscando brega a los
piratas para dirimir la supremacía en una gran batalla. Un éxito bélico sonado
les permitiría celebrar una fiesta con tambores y bailes junto al fuego, lo que
amenizaría considerablemente las expectativas de una noche de luna nueva.
El hipotético espectador
vería pasar a continuación al grupo de los niños perdidos, siguiendo las
huellas imperceptibles de los mocasines de los bravos que habían pasado poco antes
por allí. Irían guiados por Peter Pan y Campanilla de Cobre, y su intención sería
asimismo armar una buena zapatiesta para tener algo que celebrar.
Detrás de los niños, y con
su mismo andar sigiloso, vendrían los piratas mandados por Jimmy Garfio. Los
piratas estaban hartos de que los niños se interpusieran en su intrépido batallar
con los indios. Les estorbaban, en una palabra, y por eso planeaban deshacerse
de ellos con un golpe arrasador. Andaban buscando su hogar subterráneo, tan
bien escondido que aún no les había sido posible localizarlo.
Y detrás de los piratas,
el observador oculto en el matorral vería pasar al cocodrilo cuyo ideal en la
vida era comerse entero al capitán Garfio, después de haber probado una mano
sabrosísima, y tragado junto a ella el reloj de pulsera que seguía funcionando
en su tripa y declamando su tic-tac.
Después pasarían de nuevo
los indios. El orden de la procesión es invariable, interrumpido solo por
repentinas refriegas entre los distintos grupos.
En este esquema, que admitía
sin embargo algunas variantes (la laguna de las sirenas, por ejemplo), irrumpió
la necesidad de los niños de una madrecita que les zurciera la ropa y les contara
cuentos por la noche, de modo que pudieran dormir con sosiego antes de la
siguiente heroicidad. Peter, como buen líder del grupo, se desvivió por
remediar la baja moral de su equipo y llevó a la isla, con algunas
dificultades, a Wendy, una madrecita maravillosa con un repertorio inagotable
de cuentos.
La llegada de Wendy
desestabilizó la situación. Campanilla de Cobre, celosa, intentó que el Simplón
le diera muerte, diciéndole que la orden venía de Peter Pan. Garfio sintió la
presión de sus propias bases, y raptó a Tigre-Lirio, la princesa india, para
que contara cuentos a los feroces piratas solitarios, perdidos en nostalgias de
la infancia en sus camastros del “Alegre Rogelio”. El plan falló por una
alianza niños-indios que liberó a la princesa y permitió ¡por fin! una gran
fiesta nocturna con la que espantar el fantasma de la añoranza del hogar.
Pero Garfio había descubierto
entre tanto la casa subterránea de los niños, se apoderó de todos ellos y colocó
una bomba de relojería para acabar con Peter Pan.
Campanilla salvó a Peter,
Peter salvó a Wendy de los dientes del cocodrilo cuando ella ya paseaba por la
tabla dispuesta en la amura, y todo concluyó en una apoteosis heroica.
Pero cuando la edad del
heroísmo acabó, los niños decidieron por votación unánime regresar a sus casas y
crecer. Peter quedó como el único inasequible, condenado a la soledad con la
única compañía de Campanilla. Wendy dejaría entreabierta la ventana de su
dormitorio para que los dos habitantes de Nunca-Jamás pudieran escucharla, en
las noches en que la melancolía se hacía insoportable, contar cuentos a sus hermanos, y años más tarde también
a sus hijos y a sus nietos.
Así es el mundo. Los narradores
de historias cohesionan el grupo humano, le dan marco, escenario y trasfondo,
le permiten crecer, interactuar, situarse en relación con los demás. Cuando las
historias orales dejan de ser suficientes para alimentar el proceso, aparece el
libro, ese junco capaz de contener dentro de sí el infinito, y ya no estamos nunca
solos porque nos acompañan miles, millones de voces de todas las épocas y todos
los países posibles.