El archiconocido escenario de la
Asamblea General de las Naciones Unidas.
Ayer falleció Colin
Powell, de complicaciones por el covid. Es un hecho triste, más o menos como el
de que Franco muriera en la cama. De existir la justicia poética, Powell habría
sido ahorcado junto a Saddam Hussein. Había jurado ante el mundo que existían
pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. No hizo
públicas tales pruebas por tratarse de un secreto militar de Estado: “Créanme
bajo palabra”, dijo en la Asamblea de la ONU.
Se invadió, y no se
encontró ningún arma de destrucción masiva, casi ni siquiera había de las
otras, a pesar de las fanfarronadas de Saddam, que se escondió en un zulo bajo
tierra cuando vio venir a por él las tropas aliadas (ya saben, las de Bush, Blair y
Aznar, también estuvo presente la Marca España en aquel entremés).
Los guionistas de
Hollywood habían descrito con todo detalle la base atómica subterránea de
Saddam, situándola en la isla del Dr. No. En la realidad era solo un zulo, en
el pueblo natal del Supermalvado. Colin Powell se tuvo que tragar sus
juramentos bajo palabra.
¿Por qué hizo aquello?
Todo había empezado el 11-9, con la tremenda conmoción del atentado con
reactores de línea al Pentágono y las Torres Gemelas. Fue una cosa urdida por
Bin Laden pero, para los conspiranoicos de la Central de Inteligencia, Osama y
Saddam eran uno y lo mismo. El presidente George W. Bush no se puso al frente
de la emergencia, sino que desapareció durante unas horas. Se fue a su propio
zulo subterráneo, más cómodo sin duda que el de Saddam.
Un bochorno semejante
necesita una rehabilitación a su altura, y el pequeño de los Bush (dos eran,
dos, y ninguno era bueno) juró hacérselas pagar a aquel Saddam Bin Laden que le
había dejado en ridículo. Se exhibieron fotografías borrosas que podían
significar que había almacenes de armas atómicas en Irak, o bien posiblemente
cualquier otra cosa. La comunidad internacional las consideró insuficientes
como elemento de prueba; igual podían ser jaulas para conejos.
Bush se fotografió entonces
cantando rancheras con el trío de las Azores. La imagen gustó, pero tampoco
aquello fue considerado decisivo en el foro de las naciones. Solo quedaba el
recurso a Colin, el general de la guerra del Golfo, el secretario de Estado
para todo.
─Hazlo por mí, Colin. Tú
puedes.
Colin acudió a la ONU y
comprometió allí su prestigio. Luego se desencadenó la batalla de todas las
batallas. Luego el asunto acabó como acabó, y Colin fue destituido de su cargo.
“¡Paren las rotativas y cambien la portada!”, vociferaron los directores de los
medios informativos internacionales.
Colin se retiró a la vida
privada, y ayer falleció de las complicaciones de un covid mal curado. Esto no
habría ocurrido jamás, de haber existido la justicia poética.