“La libertad es una librería”,
escribió Joan Margarit. El poeta no dijo nada, que se sepa, de los premios
literarios. (Imagen, librería de la rue Sainte-Catherine, en Burdeos. Compartida del muro de FB de Jordi Pedret Grenzner.)
Suscribiré con gusto todos
los manifiestos en favor de la lectura, si se añade en ellos ─como en las
cajetillas de cigarrillos─ la advertencia de que el 90% de lo que leemos no nos
sirve para nada ni nos enriquece lo más mínimo.
Cuando se trata de premios
literarios, ese porcentaje de inutilidad asciende, incluso. Hablo de los
premios vistos en conjunto, una novela distinguida con el premio Booker seguramente
vale la pena de alguna manera, porque se trata de obras que ya han pasado la prueba
de fuego: han sido publicadas y ofrecidas en las librerías, en un periodo y un
ámbito de difusión dados. Con ellas no hay sorpresas; entrar en la lista larga
de aspirantes, y no digamos en la lista corta, les supone ya un reconocimiento
importante. El premio mismo es un plus, obviamente, y quizás no se concede
siempre a la obra que más lo merecía; pero es garantía de un nivel de calidad.
Del Nobel, que se da
teóricamente a un autor y a una trayectoria representativa en la historia de la
literatura mundial, más vale no hablar. Si uno limita sus lecturas a autores ganadores
del Nobel, como propone ahora El País en una colección que ofrece a sus
abonados, lo más probable es que se convierta en un tipo raro con ideas
extrañas sobre el mundo en el que vive. Pero también la etiqueta Nobel
presupone una cierta garantía de calidad.
En el caso del Premio
Planeta, la inutilidad de la lectura está asegurada al 99,7%. No redondeo la
cifra por escrúpulo, siempre habrá alguien a quien le sirva de algo. Pero se
trata de un premio dedicado, no a exaltar la literatura, sino el negocio. Vean
como ejemplo el caso de Carmen Mola, seudónimo superventas lanzado inicialmente
por Alfaguara y que Planeta, siguiendo una costumbre inveterada, se lleva para
su casa a golpe de talonario solo cuando el mercado ha dado ya señales
abundantes, no de la calidad de la escritura del autor/ra, sino de la capacidad
de generar dividendos del producto.
Carmen Mola son en el
mundo real tres guionistas de televisión bregados, a saber Agustín Fernández,
Jorge Díaz y Antonio Mercero. Entre los tres construyen artefactos “de una
violencia ultra salvaje y macabra”, leo en una crónica del premio; no puedo
ratificarlo, porque no he probado el mejunje ni tengo intención de hacerlo en
el futuro.
El quid de la operación
Premio Planeta consiste en que el producto despierte curiosidad, y en que esa
curiosidad prenda en una audiencia amplia que cifra su prestigio social en tener
colocada en el recibidor de su casa una librería bonita, de madera barnizada, adornada
con siete u ocho ejemplares de libros de tamaño grande, bien visibles: imprescindibles
la Biblia, un ensayo ilustrado sobre Picasso o sobre los impresionistas, y un par de premios
Planeta.
Respecto del Planeta de
este año, se ha hablado más de los autores que de la novela en sí, pero es porque
la medida del consumo de este tipo de productos se localiza en la cifra de
ventas, no en la labor solitaria y callada de la lectura. Son libros que se
venden mucho, no es importante en cambio que se lean.
Una operación tan antigua
como el mundo. El superventas de la Historia es la Biblia, también un ensamblaje de textos de autores distintos que
ofrece al lector, en sus mejores momentos, “una ultra violencia salvaje y
macabra”. A ratos y en según qué pasajes, obliga a leerlo sosteniéndolo con una
sola mano, ajustándose de ese modo a los criterios más refinados de la
publicidad contemporánea. Otros pasajes, en cambio, duermen el sueño de los
justos (literal) desde que la página en la que constan fue impresa. ¿Quién
puede presumir de haberse leído la Biblia
entera, de cabo a rabo? Las jerarquías reconocidas de la Iglesia católica,
por lo demás, desaconsejan su lectura para “personas no formadas”.
Posiblemente a La Bestia, el libro premiado en la noche
de Santa Teresa, le ocurra lo mismo. Da igual si se lee como si no, el negocio ya
está hecho de antes.