lunes, 26 de abril de 2021

ARDOR GUERRERO

 


John Everett Millais, ‘Ofelia’. Tate Gallery, Londres.

 

No es improbable que la niña Isabel tenga que entregar después del 4M las llaves del “palacio soberbio que vigilan los guardas, que custodian cien negros con sus cien alabardas, un lebrel que no duerme y un dragón colosal.” No es, lo diré matizadamente, muy del todo improbable.

Supongo que lo que vendrá después, si llega a darse tal caso, será un asalto al Congreso. Viene en todos los manuales. En lugar de búfalos, los asaltantes se disfrazarán tal vez de toros de lidia, y por supuesto llevarán la cara pintada de rojo y gualda. Harán cierto ruido, gritarán que Madrid no es Caracas, declamarán ardientes llamamientos a los plebeyos para que se subleven a favor de los pudientes.

Es una línea de actuación que se entrevé en hipótesis a partir del rumbo incierto que va tomando la campaña electoral. El debate sobre las cosas no ha acabado de satisfacer las expectativas de una derecha acorralada precisamente debido a la fuerza implícita en las cosas. Fuera el debate, fuera las prédicas sobre las cosas de comer, por consiguiente. Desde la noche de los tiempos, la táctica preferida de los coachs de los grandes clubes de fútbol cuando se acerca el final de un partido decisivo y el marcador no les favorece, se decanta en favor del consabido recurso a la heroica: bombeo de balones al área, y ver de pillar un rebote. Si la táctica no sale bien, se le echan las culpas al árbitro por no haber pitado dos o tres penaltis, argumento que los tertulianos declaran siempre como propio de perdedores cuando quienes lo utilizan son los equipos rivales.

Niña Isabel, ¡ten cuidado! El poder no es un camino de rosas, y el ordeno y mando tiene poco recorrido si no se dispone de la fuerza oportuna de cien alabardas empuñadas por cien guardas pagados en negro. No te vaya a ocurrir como a Ofelia, la agraciada doncella de la corte de Dinamarca, hija del cortesano Polonio, que, cuando sintió que había perdido el amor del eternamente dubitativo Hamlet (le dijo que se fuera a un convento, ¿por qué no a un monasterio?), pasó de forma casi instantánea de un brote de locura al fondo del río.