Vista parcial de la
reconstrucción del frontón del templo de Zeus, en el Museo de Olimpia, obra de
Fidias. Abajo, dibujo de lo que habría sido el original.
Un momento estelar de mi “family life”.
Ocurrió en la misma excursión por el Peloponeso que rememoraba en el post de
ayer, verano de 2010. El texto que sigue es de las mismas fechas. Mi nieta
Carmelina tenía entonces cinco años. Hoy en día, despejada ya a su satisfacción
la incógnita que me planteó, se propone estudiar arquitectura.
Fue en el Museo de Olimpia, delante del frontón del templo de Zeus que reproduce la pelea entre centauros y lapitas. De un lado a otro de ese espacio triangular fluye y refluye el movimiento de la pelea, el alboroto, la pasión desatada entre los centauros borrachos, las mujeres lapitas que se resisten y sus parientes que las defienden, presidido todo por el dios Apolo, cuya figura, con los brazos extendidos para imponer paz, compone una línea perpendicular que divide desde el ápice el frontón en dos mitades equiláteras.
Mi nieta Carmelina
estaba a mi lado, y después de un rato de contemplación silenciosa me hizo la
pregunta que debía de estarle rondando desde casi tres horas antes, cuando
empezamos a recorrer las piedras del santuario de Olimpia:
«Avi, ¿por qué
guardan lo roto?»
Sí bueno, pero hay
que ver la de gente que había venido a ver lo roto. Nosotros llegamos a Olimpia
hacia las diez y media y todo el aparcamiento del sitio arqueológico estaba ya repleto
de autocares de turistas de cruceros. Suponemos que venían de Patrás, porque
desde el Pireo hay un palo de carretera. El caso es que rebaños de guiris recorrían
en todas direcciones y a buen paso el recinto, precedidos por guías
vociferantes que enarbolaban en alto carteles escritos en distintas lenguas.
¡Qué prisas! Si en
Olimpia lo más bonito es estar ahí, pasear despacio a la sombra de los árboles
milenarios, respirar. En los alrededores hay cicatrices horrendas del incendio
que a punto estuvo de arrasarlo todo hace un par de años, pero el valle ha
quedado intacto.
Vale, lo que quiero
decir es que están intactos los árboles y la hierba, por más que las piedras y
las columnas anden rotas y desperdigadas por el suelo, para severa
desaprobación de Carmelina.
Su mirada certera me
hizo dar cuenta de que los mayores viciados de cultura “no” vemos lo roto. Ella
carece aún del feedback necesario
para imaginar las cosas, no como son, sino como debieron de ser; ignora el
síndrome de Stendhal, el vértigo de la belleza ausente. Olimpia debió de ser el
sitio más bonito del mundo antiguo, el lugar de la paz y la reunión de los
helenos perpetuamente en guerra entre ellos. Aquella idea acogedora, amistosa, permanece aún
en la atmósfera del lugar, como una vibración (rota).
El museo es un sueño.
Blanco, de línea clara, con mucha luz bien tamizada, y con las piezas, todas
perfectas (rotas) hasta el asombro, colocadas de forma que se vean desde todos
los ángulos posibles. En eso Fidias y los demás artistas olímpicos no hicieron
trampa: esculpieron las partes de las estatuas que no se veían con el mismo
amor que las visibles.
Importa guardar lo
roto; recomponerlo si es posible; dedicarle todo el tiempo y el amor necesario.
Carmelina entendió el mensaje, aunque quizá no de inmediato.