domingo, 4 de abril de 2021

OLIMPIA, O POR QUÉ GUARDAR LO ROTO

 


Vista parcial de la reconstrucción del frontón del templo de Zeus, en el Museo de Olimpia, obra de Fidias. Abajo, dibujo de lo que habría sido el original.

 

Un momento estelar de mi “family life”. Ocurrió en la misma excursión por el Peloponeso que rememoraba en el post de ayer, verano de 2010. El texto que sigue es de las mismas fechas. Mi nieta Carmelina tenía entonces cinco años. Hoy en día, despejada ya a su satisfacción la incógnita que me planteó, se propone estudiar arquitectura.

Fue en el Museo de Olimpia, delante del frontón del templo de Zeus que reproduce la pelea entre centauros y lapitas. De un lado a otro de ese espacio triangular fluye y refluye el movimiento de la pelea, el alboroto, la pasión desatada entre los centauros borrachos, las mujeres lapitas que se resisten y sus parientes que las defienden, presidido todo por el dios Apolo, cuya figura, con los brazos extendidos para imponer paz, compone una línea perpendicular que divide desde el ápice el frontón en dos mitades equiláteras.

Mi nieta Carmelina estaba a mi lado, y después de un rato de contemplación silenciosa me hizo la pregunta que debía de estarle rondando desde casi tres horas antes, cuando empezamos a recorrer las piedras del santuario de Olimpia:

«Avi, ¿por qué guardan lo roto?»

Sí bueno, pero hay que ver la de gente que había venido a ver lo roto. Nosotros llegamos a Olimpia hacia las diez y media y todo el aparcamiento del sitio arqueológico estaba ya repleto de autocares de turistas de cruceros. Suponemos que venían de Patrás, porque desde el Pireo hay un palo de carretera. El caso es que rebaños de guiris recorrían en todas direcciones y a buen paso el recinto, precedidos por guías vociferantes que enarbolaban en alto carteles escritos en distintas lenguas.

¡Qué prisas! Si en Olimpia lo más bonito es estar ahí, pasear despacio a la sombra de los árboles milenarios, respirar. En los alrededores hay cicatrices horrendas del incendio que a punto estuvo de arrasarlo todo hace un par de años, pero el valle ha quedado intacto.

Vale, lo que quiero decir es que están intactos los árboles y la hierba, por más que las piedras y las columnas anden rotas y desperdigadas por el suelo, para severa desaprobación de Carmelina.

Su mirada certera me hizo dar cuenta de que los mayores viciados de cultura “no” vemos lo roto. Ella carece aún del feedback necesario para imaginar las cosas, no como son, sino como debieron de ser; ignora el síndrome de Stendhal, el vértigo de la belleza ausente. Olimpia debió de ser el sitio más bonito del mundo antiguo, el lugar de la paz y la reunión de los helenos perpetuamente en guerra entre ellos. Aquella idea acogedora, amistosa, permanece aún en la atmósfera del lugar, como una vibración (rota).

El museo es un sueño. Blanco, de línea clara, con mucha luz bien tamizada, y con las piezas, todas perfectas (rotas) hasta el asombro, colocadas de forma que se vean desde todos los ángulos posibles. En eso Fidias y los demás artistas olímpicos no hicieron trampa: esculpieron las partes de las estatuas que no se veían con el mismo amor que las visibles.

Importa guardar lo roto; recomponerlo si es posible; dedicarle todo el tiempo y el amor necesario. Carmelina entendió el mensaje, aunque quizá no de inmediato.