Mariana Mazzucato y la
vicepresidenta española Teresa Ribera, en una foto de 2019 (fuente Twitter).
Los argumentos de
mayor peso para una hegemonía de las derechas, no los están dando en la campaña
electoral madrileña Ayuso y Monasterio, que naufragan en cuanto se salen del
latiguillo memorizado; sino Florentino Pérez que, paradójicamente, no interviene
en la campaña.
Las derechas van de
eso: lo público ha de estar al servicio, no de la ciudadanía, sino de las
élites. En la mentalidad florentiniana, todo el entramado de organismos,
controles, dedicaciones y esfuerzos que han dado como resultado el actual florecimiento
del fútbol-espectáculo, deben ser nada más la peana sobre la que se construya
el novamás rutilante de una Superliga que encandile a las audiencias, acapare
la publicidad y permita a los seres superiores proseguir su tradicional
política de firmar cheques en blanco para los grandes fichajes de las estrellas
deportivas.
El resto, como dijo
Shakespeare, es silencio. Gentes sin pedigrí que se agolpan en la puerta de
organizaciones de beneficencia no gubernamentales. “Mantenidos”, dice Ayuso,
pero no es ella quien los mantiene, sino una red precaria de solidaridades dependientes
de la militancia y la buena voluntad de muchos “rogelios”. Se trata ahora, para
Ayuso y Monasterio, de eliminar esa red de forma drástica; porque ayuda a los
menas, que son okupas y violadores en embrión, pero sobre todo porque entorpece
el libre juego del mercado global, tan necesitado, por culpa de la pandemia, de
nuevos estímulos para hacer crecer de forma satisfactoria la cifra de negocios.
Lo de Florentino es
un canto a la desigualdad como base última del deporte, y una reclamación del
voto popular para acabar con las rigideces que imponen, al mercado de cracks,
organismos como la FIFA, la UEFA, las Ligas y las Federaciones nacionales de
Fútbol. Es la desregulación del deporte, que viene en tromba detrás de las del
trabajo y del Estado social.
Lean el artículo de
Mariana Mazzucato, hoy, en El País. “Reconstruir el Estado” no es, desde luego,
lo mismo que “estatalizar” la vida de las personas. Ocurre que hay un impulso
muy fuerte para suprimir todas las organizaciones intermedias existentes entre
el “individuo egoísta” teorizado por Hayek y Friedman, y el “Poder global”
representado por entidades financieras o financiarizadas que no legislan nada propiamente
hablando, sino que imponen su voluntad por otros medios (softlaw).
El poderoso Estado-nación,
que fue expresión máxima de la soberanía en la época histórica de los
imperialismos y los colonialismos, ha pasado a ser ahora una organización
intermedia más, que es necesario neutralizar.
“Neutralizar”, no
suprimir. El Estado sigue siendo una suculenta fuente de financiación gratuita
o muy barata (las tasas tributarias para las sociedades de cartera son un
chollo en general, y en la Comunidad de Madrid un superchollo que las
superderechas defienden a superultranza). Está bien que el Estado actúe, para repartir
pródigamente sus dádivas y sus exenciones con una mano (de seda), y para reprimir
con la otra mano (dura, de hierro) a los revoltosos de la contraparte. Pero es
inadmisible en cambio que empiece a legislar en cuestiones peligrosas
(relaciones laborales, normas fiscales, etc.) que vienen a poner trabas
incalificables en la autopista hacia el progreso infinito de las élites
autoelegidas.