En el año 2014 y en el Museo de
Pérgamo, junto a la estatua del héroe local caldeo Gilgamesh, que se abraza al
león como si fuera un peluche. Al fondo, se oculta la puerta de la muralla de Babilonia.
La foto no da cuenta de mi vértigo en ese momento.
«En su famoso
ensayo Contra la interpretación, Susan
Sontag reivindicaba una erótica del
arte, una experiencia del mismo más primitiva y sensual, casi mágica, que
denominaba, de manera elegante, metasexualidad.»
Estoy citando a María Belmonte, “En
tierra de Dioniso” (Acantilado 2021, p. 98), en una página dedicada a
Estagira, la ciudad natal de Aristóteles, descubierta por los arqueólogos en la
costa oriental de la Calcídica en los años noventa del siglo pasado. Ella la visitó
en casi absoluta soledad y tuvo la ventura de sentir con tal fuerza el “genio
de lugar” en la colina de la acrópolis, entre pinos, sobre el acantilado,
delante del mar Egeo, con el monte Pangeo a su izquierda y el islote de
Kafkanas justo enfrente, que se perdió sin remedio «en ensoñaciones estéticas y
sensuales».
Una experiencia
parecida, aunque bastante más pobre sin duda, sentí por mi parte al encontrarme
de pronto, en el museo berlinés de Pérgamo, delante de una puerta de la muralla
de Babilonia.
Carmen junto al tramo lateral del
muro, decorado con leones y flores.
Fue como una
revolución por dentro. Heródoto describe Babilonia, en el Libro Primero de sus
“Historias”, como la ciudad de diseño más perfecto de todas las que conoció. De
planta cuadrada, limitada por cuatro líneas rectas de la misma longitud y atravesada
por el río Éufrates de parte a parte, estaba ceñida por un muro exterior de
cincuenta “brazos reales” de altura (unos 25 metros) protegido por un foso
ancho y profundo. A medida que se había ido excavando el foso, la tierra
arcillosa removida se cocía en hornos en forma de ladrillos, que luego se
superponían en largas hileras para formar el muro, utilizando como cemento
“asfalto caliente”. Los ladrillos estaban suntuosamente decorados en colores
vivos, sobre un fondo azul añil. Daban acceso a la ciudad cien puertas de
bronce, lo bastante anchas para permitir el paso de las cuadrigas. Las viviendas
tenían por lo general tres o cuatro pisos, salvo en los caminos de ronda, donde
eran solo de un piso para no estorbar la defensa. Las calles eran rectas y
anchas, y en cada una de las dos orillas del río se alzaban sendos santuarios,
formados por torres dispuestas en terrazas de ocho cuerpos progresivamente más
estrechos (los zigurat), a los que se
subía por una rampa exterior en espiral. En lo alto de uno de esos santuarios
estaba el templo de “Zeus Belo” (Baal Marduk), una cámara elevada provista de
un lecho y una mesa de oro, sin ninguna estatua de la divinidad porque los
babilonios decían que el mismo dios se alojaba allí en persona (“así lo
afirman, pero yo no lo creo”, puntualiza Heródoto).
En cualquier caso,
encontrarme delante de aquel pedazo de antigüedad desubicada me produjo un
éxtasis considerable. Luego franqueé la puerta y, oh desilusión, en el otro
lado no estaba la Babilonia antigua sino, espalda contra espalda de la muralla,
el Altar de Pérgamo.
Y por majestuoso
que fuera ese “otro lado del espejo”, me sentí estafado como un niño en una
feria de pueblo, cuando accede mediante el pago de un boleto a la visión del “enano
más alto del mundo”, u otras maravillas semejantes. La ilusión tiene normas
estrictas, que no pueden ser vulneradas sin penalización.
Delante de la puerta. Del otro
lado, Pérgamo.