Vista panorámica de la
Biblioteca del Trinity College de Dublín.
No hay ninguna
relación causal entre el paladín de Capadocia de un lado, de otro el libro como
concepto (antes, durante y después de la vigencia histórica de la Galaxia de
Gutenberg), y finalmente la rosa. Ocurre nada más que las tres líneas semánticas
vinieron a coincidir muy tardíamente, después de largos vagabundeos, en un
lugar y una sociedad determinados. Aquí están un año más, adaptadas a
condiciones dificultosas, pero con mucha presencia de calle (demasiada quizás,
a pesar de las precauciones institucionales; no nos venga un rebote de virus).
De hecho, puestos a
descender al detalle, todos los días del año son días de libro, de algún libro.
“Ni un día sin libro”, debería ser el eslogan. Para algunos será un misal, o un
salterio; para otros, un tratado lógico filosófico, o un poemario; para otros
aún, una aventura del Coyote, o el protocolo perdido de algún sabio de Sión.
Y lo mismo cabe
decir de la rosa entre los enamorados; para ellos y ellas, todos son días de
vino y rosas. “Ni una pareja de enamorados sin rosa que compartir”.
En cuanto a Sant
Jordi, no tiene nada que ver en principio con el asunto. Era un advenedizo, un
foráneo, a menos que el Institut d’Història descubra de pronto el hecho
morrocotudo de que En Jordi de Ca l’Aranya nació en Caldetes, y la familia de
la princesa a la que libró de las garras de un dragón colono venía de
Picamoixons.
No obstante, todo ese
conglomerado de realidades disparatadas viene a confluir en un día que,
descontada su faceta sórdidamente comercial, tiene un aura mágica. Tal día como
hoy murieron Cervantes y Shakespeare, aunque la coincidencia es solo numérica,
porque los dos se regían por calendarios distintos. ¿Lo ven? Una distorsión
más, un forzamiento de las coincidencias con el objetivo indisimulado de convertir
una fecha cualquiera en una efeméride.
Sea. Alguien podrá
acusarnos de que estamos sacando las cosas de quicio, pero eso es lo que todos hacemos
siempre, con todo, continuamente.
Feliz lectura a
todos, feliz amor a los afortunados de ambos sexos, feliz onomástica a los
Jorges y las Georginas. Y no duden en aventurarse con osadía en laberintos esotéricos
tapizados de volúmenes impresos: los saberes ocultos reposan en una biblioteca monacal,
como dejó dicho Umberto Eco en aquel libro en el que reivindicó además el
nombre de la rosa. O más sencillamente, la libertad es una librería, como nos
recitó Joan Margarit.