miércoles, 3 de febrero de 2021

ECCE HOMO

 


Instantánea tomada por Carmen ayer noche, de vuelta en casa después de la ordalía.

 

La Saint-Barthélemy des cierges,

c’est le jour de la Chandeleur.

(Georges BRASSENS, ‘Mélanie’)

 

El que ven ustedes arriba es mi aspecto actual. Luce más bonito el Ecce Homo de Tarazona. Todo ha sido consecuencia de un paso en falso dado ayer, día de la Candelaria, a las doce menos cuarto de la mañana, en la escalera de casa. Rodé cabeza abajo algunos escalones ─no muchos, por fortuna─ hasta el siguiente rellano. Quise agarrarme a la barandilla, a mi izquierda, para evitar la caída, pero en esa mano llevaba el bastón, y mi gesto torpe lo hizo volar mientras el pasamanos se hurtaba a mis esfuerzos con un maligno quiebro que no estoy dispuesto a perdonarle jamás de los jamases.

Carmen, que bajaba delante de mí con las bolsas de la basura, vino a la carrera en mi auxilio. La tranquilicé, le aseguré que podía levantarme yo solo, lo hice, y perdí el conocimiento ahí mismo, por unos pocos segundos. También mojé mi pantalón en ese breve lapso, un detalle vergonzoso que va contra mi autoestima pero que consigno porque los médicos le dieron una gran relevancia.

Volví a levantarme solo, aunque con más cuidado, y apenas un minuto después, en el ascensor que nos devolvía a casa, me desmayé de nuevo, y de nuevo por solo unos instantes.

En casa me cambié de ropa y Carmen me restañó la sangre que brotaba de una herida superficial pero fea en el entrecejo. Tenía también varias rozaduras en la cara, y era consciente de haberme dado un golpe fuerte en la nuca con el último escalón. Llamamos a nuestra médica de familia del CAP, que atiende on line, y nos envió una ambulancia en la que me llevaron a Urgencias del Hospital de San Pablo a mí solo, porque no admiten acompañantes en la situación actual de pandemia.

Estuve en Urgencias desde las 12.30 hasta las 21.30. Me hicieron tres electros en diferentes momentos, una analítica, un TAC, y me dieron dos puntos en la herida del entrecejo. Me tomaron la presión infinitas veces, me hicieron hacer diversas pruebas de equilibrio corporal y de orientación (qué día es hoy, dónde estamos, usted cómo se llama, por qué está aquí, etc.) y a todo respondí con tanto tino como Jesusito entre los Doctores de la Ley. Casi enseguida me di cuenta de que el dilema crítico era el siguiente: a) yo sufrí un mareo y luego rodé por las escaleras (versión presunta de los médicos); b) yo rodé por las escaleras en plenitud de mis facultades intelectuales, y sufrí luego un mareo (versión mía, defendida con brío y tozudez). Las preguntas iban sobre si había sentido una opresión en el pecho en algún momento, y sobre si había visto lucecitas, me había mordido la lengua o había tenido sacudidas espasmódicas en algún momento. La orina vertida (no gran cosa, de todos modos; algún repliegue remoto de la bufeta) testimoniaba en mi contra, pero todo el resto era inatacable, y los tacs y electros salieron todo lo bien que pudieron.

Aprovecho para dar desde aquí gracias rendidas a todos/as los/las profesionales que me atendieron. Se comportaron con profesionalidad y con eficacia, no dejaron resquicio por explorar, y monitorizaron mis reacciones de forma escrupulosa, en particular si había espasmos musculares o incontinencia urinaria. En este último aspecto opino que se pasaron un poco: cuando llevaba cinco horas en observación le pregunté a una enfermera si no había algún sitio cerca donde pudiera mear. Me trajo una de esas botellas, de la que hice uso no sin dificultad (me tenían en un box abierto en una larga doble hilera de un pasillo; sin la menor intimidad, con la cortina semidescorrida. Ya comprendo que querían tenerme vigilado, pero vaya, hay un límite.)

En las nueve horas que pasé internado, no probé bocado ni bebí un sorbo de agua. No me quejo por ello, lo cierto es que no pasé hambre ni sed, con el tozolón sufrido iba bien servido de todo. A las nueve y media largas recibí el alta médica, me vestí y salí por mis medios a la calle San Quintín, donde esperé sentado en un banco la llegada de Carmen en un taxi (los dos consideramos imprudente una vuelta a casa en solitario).

Quiero añadir que pude tener conmigo el móvil todo el rato, incluso bajo la cúpula del TAC, donde hube de desprenderme de mis audífonos. Así pudimos Carmen y yo mantener un contacto puntual, y evitar la desazón que de otra forma se habría apoderado de nosotros.

Y esa es mi historia.