Instantánea tomada por Carmen
ayer noche, de vuelta en casa después de la ordalía.
La Saint-Barthélemy des
cierges,
c’est le jour de la Chandeleur.
(Georges BRASSENS, ‘Mélanie’)
El que ven ustedes
arriba es mi aspecto actual. Luce más bonito el Ecce Homo de Tarazona. Todo ha
sido consecuencia de un paso en falso dado ayer, día de la Candelaria, a las
doce menos cuarto de la mañana, en la escalera de casa. Rodé cabeza abajo
algunos escalones ─no muchos, por fortuna─ hasta el siguiente rellano. Quise
agarrarme a la barandilla, a mi izquierda, para evitar la caída, pero en esa
mano llevaba el bastón, y mi gesto torpe lo hizo volar mientras el pasamanos se
hurtaba a mis esfuerzos con un maligno quiebro que no estoy dispuesto a
perdonarle jamás de los jamases.
Carmen, que bajaba
delante de mí con las bolsas de la basura, vino a la carrera en mi auxilio. La
tranquilicé, le aseguré que podía levantarme yo solo, lo hice, y perdí el
conocimiento ahí mismo, por unos pocos segundos. También mojé mi pantalón en ese
breve lapso, un detalle vergonzoso que va contra mi autoestima pero que
consigno porque los médicos le dieron una gran relevancia.
Volví a levantarme
solo, aunque con más cuidado, y apenas un minuto después, en el ascensor que
nos devolvía a casa, me desmayé de nuevo, y de nuevo por solo unos instantes.
En casa me cambié
de ropa y Carmen me restañó la sangre que brotaba de una herida superficial
pero fea en el entrecejo. Tenía también varias rozaduras en la cara, y era
consciente de haberme dado un golpe fuerte en la nuca con el último escalón.
Llamamos a nuestra médica de familia del CAP, que atiende on line, y nos envió
una ambulancia en la que me llevaron a Urgencias del Hospital de San Pablo a mí
solo, porque no admiten acompañantes en la situación actual de pandemia.
Estuve en Urgencias
desde las 12.30 hasta las 21.30. Me hicieron tres electros en diferentes
momentos, una analítica, un TAC, y me dieron dos puntos en la herida del
entrecejo. Me tomaron la presión infinitas veces, me hicieron hacer diversas
pruebas de equilibrio corporal y de orientación (qué día es hoy, dónde estamos,
usted cómo se llama, por qué está aquí, etc.) y a todo respondí con tanto tino
como Jesusito entre los Doctores de la Ley. Casi enseguida me di cuenta de que
el dilema crítico era el siguiente: a) yo sufrí un mareo y luego rodé por las
escaleras (versión presunta de los médicos); b) yo rodé por las escaleras en
plenitud de mis facultades intelectuales, y sufrí luego un mareo (versión mía,
defendida con brío y tozudez). Las preguntas iban sobre si había sentido una
opresión en el pecho en algún momento, y sobre si había visto lucecitas, me
había mordido la lengua o había tenido sacudidas espasmódicas en algún momento.
La orina vertida (no gran cosa, de todos modos; algún repliegue remoto de la
bufeta) testimoniaba en mi contra, pero todo el resto era inatacable, y los
tacs y electros salieron todo lo bien que pudieron.
Aprovecho para dar
desde aquí gracias rendidas a todos/as los/las profesionales que me atendieron.
Se comportaron con profesionalidad y con eficacia, no dejaron resquicio por
explorar, y monitorizaron mis reacciones de forma escrupulosa, en particular si
había espasmos musculares o incontinencia urinaria. En este último aspecto
opino que se pasaron un poco: cuando llevaba cinco horas en observación le
pregunté a una enfermera si no había algún sitio cerca donde pudiera mear. Me
trajo una de esas botellas, de la que hice uso no sin dificultad (me tenían en
un box abierto en una larga doble hilera de un pasillo; sin la menor intimidad,
con la cortina semidescorrida. Ya comprendo que querían tenerme vigilado, pero
vaya, hay un límite.)
En las nueve horas
que pasé internado, no probé bocado ni bebí un sorbo de agua. No me quejo por
ello, lo cierto es que no pasé hambre ni sed, con el tozolón sufrido iba bien
servido de todo. A las nueve y media largas recibí el alta médica, me vestí y
salí por mis medios a la calle San Quintín, donde esperé sentado en un banco la
llegada de Carmen en un taxi (los dos consideramos imprudente una vuelta a casa
en solitario).
Quiero añadir que
pude tener conmigo el móvil todo el rato, incluso bajo la cúpula del TAC, donde
hube de desprenderme de mis audífonos. Así pudimos Carmen y yo mantener un
contacto puntual, y evitar la desazón que de otra forma se habría apoderado de
nosotros.
Y esa es mi
historia.