Estamos en las
proximidades del 40º aniversario del golpe de Estado intimidador del año 81.
Harán bien, si no lo conocen ya, en leer “La nit de les octavilles” en el Quadern de El País. Marc Andreu ha utilizado
por primera vez en un medio informativo de difusión general un material que
había pasado cuarenta años inédito en ese formato.
Inédito quiere
decir “sin editar”; no era, sin embargo, un material desconocido y tampoco
inaccesible, ha estado guardado en un archivo al que historiadores y
periodistas han tenido libre acceso en todo momento. Javier Cercas, por poner
un ejemplo, podía perfectamente haberlo consultado para documentarse antes de
publicar su Anatomía de un instante. No
lo hizo, y cabe preguntarse por qué aparece esta información ahora solo en
catalán, y solo en una separata o folletín cuya difusión en papel se
circunscribe a un ámbito geográfico y lingüístico muy concreto. ¿Fue el 23F un
suceso de una repercusión restringida al ámbito de la ciudad de Barcelona y su
cinturón industrial? Las enseñanzas que puedan extraerse de una movilización
obrera en contra de un golpe militar de la ultraderecha, ¿no interesan más allá
de la pequeña crónica local?
Quizá como “celebración”
muy especial de la fecha, el país vuelve a estar en una cierta emergencia
democrática estos días. Apuntan riesgos de involución y de desgobierno. No me
refiero a los políticos catalanes presos, señalados por Pablo Iglesias como una
“anormalidad democrática”. Esa es la menor de mis preocupaciones. Me refiero a la
guapeza indisciplinada de quienes eligen atacar al gobierno que aborrecen saltándose
normas profilácticas publicitadas hasta la saciedad, en un contexto de pandemia
en el que cada día muere gente que no se había muerto antes, de modo que las
estadísticas de víctimas no se van repitiendo siniestramente, sino que se
acumulan hasta límites insoportables (20,5 millones de años de vida en el
planeta, según información de hoy mismo).
Me refiero también a
la excusa de la libertad de expresión como justificación del vandalismo. Algunas
entrevistas en la Cadena SER indican que hay mucha desesperación en los jóvenes
que, en defensa de un impresentable, arremeten contra los antidisturbios porque
“no encuentran otro modo de que se les haga caso”. No me parece que se trate de
“terrorismo urbano”, como ha sido calificado. Pero es grave.
Hacer caso a esos
sectores de población maltratados por la crisis, a esa juventud sin futuro, y atender
en la medida de lo posible sus demandas urgentes, es una cosa en la que los
demócratas, todos, estaremos de acuerdo. Pero jalear los disturbios y culpar de
la bronca a la policía obligada a hacerle frente, es otra cosa muy distinta.
El gobierno de
coalición aparece dividido en la crisis: la sensación que se tiene es que el
PSOE está por el apaciguamiento, y Podemos por el alboroto. En Cataluña, este
cóctel altamente inestable presenta el peligro de que se desperdicien unos resultados
electorales esperanzadores, y con ellos la ocasión de sentar las bases para un
cambio de modelo institucional, económico, social y comunicativo, lastrado por
muchos años de gobernanza caracterizada por la corrupción cautelosa o la cautela
corrompida, como prefieran.
Es lo que hay. En
los próximos días veremos la disposición de las partes a hacer un cesto útil y
digno con estos mimbres.