lunes, 22 de febrero de 2021

LA NOCHE DE LOS CRISTALES ROTOS

 


Ventanales modernistas del Palau de la Música Catalana.

 

Se ha alineado una tormenta perfecta para vandalizar el centro de Barcelona. Los elementos combinados para ello han sido varios e incluso contradictorios entre sí, pero su acción conjunta está resultando desastrosa.

Las elecciones del Día de San Valentín no han traído, que se sepa, un rebrote de la pandemia, como vaticinaban voces agoreras, muy interesadas en un retraso estratégico (uno más) de la puesta de urnas. Había que amortiguar el efecto Illa como fuera, y recuperar para Waterloo el bastón de mando de las operaciones. El joven Aragonés estaba interesado en el primer objetivo pero no en el segundo; quizás fuera esa la razón de que firmara un aplazamiento sin los requisitos pertinentes ni validez legal, y los tribunales le devolvieran la tostada.

En todo caso, el resultado de las urnas ha sido posiblemente insuficiente para un cambio de rumbo, por un lado; y por otro ha dejado posiblemente en precario a la corte de carlins del nuevo Pretendiente Don Carles Maria Isidre Puigdemont, que ha de afrontar ahora en compañía de Toni Comín y Clara Ponsatí la revisión con lupa de su inmunidad europea.

Como consecuencia de todo ello, la vuelta a la calle como ultima ratio era obligada. Disfrazada, para no infundir sospechas, de protesta por la “anormalidad democrática” de un país, España, donde se encarcela a la libertad de expresión. El objetivo, entonces, de la movida concertada era debilitar las opciones de un gobierno vertebrado en torno a Salvador Illa arropado por otras fuerzas progresistas, y de paso impresionar a Europa para evitar la espada de Damocles de las extradiciones con un despliegue “pacífico” y “democrático” en el que el papel de los malvados recaería en las fuerzas represivas, pocas, mal equipadas y mal dirigidas desde la Conselleria del Interior.

En ese esquema importaban muy poco un mindundi, Pablo Hasel, glorificado como mártir, y un vicepresidente indiscretamente impenitente, Pablo Manuel Iglesias, que se otorgó a sí mismo el papel de mediador en el conflicto y recibió a cambio las iras de tirios y de troyanos. Iglesias y Echenique tejen su propia estrategia en este zurriburdi, atentos sobre todo a las veleidades de la rosa de los vientos en lo alto de la torre del homenaje. Tienen margen suficiente para encontrar soluciones a una mengua considerable de sus apoyos antes de las próximas elecciones generales, pero sus males no se resolverán con muchos tuits, mucha presencia escénica y más política verticista secundada por un coro de majorettes; no estamos en tiempos de despotismo ilustrado, y en eso más o menos ha venido a parar el amplio movimiento surgido desde abajo el 15-M.

Borrar las posibles secuelas del efecto Illa, por un lado, y ensalzar a Puigdemont por otro, eran entonces los grandes objetivos de la tormenta perfecta que ha descargado sobre Barcelona. Pero, como suele suceder, se han sumado a la cita otros vectores no previstos: de un lado, la rabia de muchos/as jóvenes crecidos en la precariedad y el desamparo más absoluto, sin un porvenir claro, sin un empleo decente, sin nada en el mundo que perder. No son indepes, no sienten veneración por la Cataluña protohistórica, y pisan las avenidas del centro de Barcelona como los furtivos se adentran en los bosques privados donde la gran burguesía tiene establecidas sus reservas de caza.

Las imágenes recurrentes de los atracos con fractura en comercios de lujo va a perjudicar posiblemente las alegaciones de Waterloo en el Parlamento europeo; el derecho de propiedad es sagrado en la Unión, y no hay horror vacui mayor que el del propietario que ve volar sus valiosas mercancías, saqueadas por las turbas.

Para acabar de descuadrar las cuentas del Gran Capitán de la ANC y los CDR, entre el mogollón de fieles que acudieron a su llamada se infiltraron comandos experimentados de la ultraderecha, los mismos caretos ya vistos en otras ocasiones sembrando el caos a su alrededor. Posiblemente (1) fueran ellos los que apedrearon el Palau de la Música. Hay símbolos de la fe que son tabú para los creyentes. Me remito al tuit de un cuarentón que participaba en la manifa y se enteró por el móvil de lo que estaba ocurriendo en un lugar bastante alejado del cuerpo principal de la protesta: «Que no us enredin, collons, cap indepe tiraría ni una sola pedra al Palau de la Música. Cap ni un.»

  

(1) El lector avisado se habrá dado cuenta de que es la cuarta vez que empleo el adverbio “posiblemente” en este breve texto. Posiblemente lo haya hecho adrede, a cosica hecha.