Ana Botín, defensora de los
humildes.
Nada más lejos de
mi intención que practicar la crítica negativa, pero me parece sospechoso que
en la portada de La Vanguardia aparezcan sucesivamente un artículo patrocinado
por Vodafone en alabanza de una colaboración público-privada dedicada a
impulsar “ciudades inteligentes”, y una proclama de la señora Botín reclamando
del gobierno “ayudas para las pymes y los autónomos”.
Ni Vodafone ni el
Banco de Santander son entidades benéficas que actúan sin ánimo de lucro. Son
empresas en el sentido amplio y nebuloso que tiene hoy mismo la palabra
“empresa”. Podríamos especificar un poco señalando que se dedicaban a prestar
un servicio remunerado a una amplia clientela incluida toda ella en el sufrido
concepto de ciudadanía.
Hasta ahora. La
sufrida ciudadanía, sin embargo¸ no alcanza a cubrir las expectativas de
beneficio de unas entidades caracterizadas por un ánimo muy decidido de lucro.
Estas entidades siempre han defendido el ámbito privado como el idóneo para el
desarrollo de su actividad. Para decirlo todo, han abominado repetidamente de
la injerencia de lo público en su esfera de negocio. El control les desazona, y
les subleva la obligación de pagar a lo público (la Hacienda pública, para ser
precisos) una parte de sus ingresos que consideran desmesurada sea cual sea su
tasa porcentual.
Y sin embargo, son precisamente
ellas las que ahora alaban las virtudes de una colaboración público-privada. Lo
que plantea Vodafone, yendo al fondo de la cuestión, al ser la digitalización
una de las prioridades señaladas por el gobierno para la reconstrucción de la
economía, es su aspiración a suscribir jugosos contratos con los municipios más
poblados y complejos. “Ciudades inteligentes” es un eslogan atractivo, sin
duda. Podrían utilizarse otros calificativos, sin embargo; la inteligencia de
las cosas es siempre dudosa, y según un estudio, la toma electrónica de decisiones
para la guía de un automóvil “inteligente” es bastante defectuosa en
comparación con el comportamiento de una cucaracha normal al circular por el
entorno.
Si prescindimos de
nuestra propia inteligencia hasta el punto insensato de entregarnos atados de
pies y manos a la sabiduría de los algoritmos, no hace falta ser el profeta Jeremías
para vaticinar que la cosa acabará en desastre. Nos tenemos a nosotros mismos
por tontos, pero nadie se cuidará de nuestra protección y previsión si no
espabilamos lo bastante para atender ─mejor o peor, según los saberes de cada
cual─ a nuestros propios asuntos.
En cuando a la
reclamación de la señora Botín, me parece sospechoso que se haga portavoz de
las pymes y los autónomos en la reclamación de ayudas públicas. En la teoría neoliberal
con la que comulga, es la banca privada la que cumple su función social
prestando un servicio remunerado a los sujetos económicos. El gobierno
(cualquier gobierno), sinónimo de ineficiencia en la distribución de los
recursos, debe mantenerse enteramente al margen de las tareas de intermediación
a las que las entidades bancarias privadas dedican todos sus mejores afanes.
Sin embargo, la
masa dineraria que maneja su empresa ha descendido peligrosamente, debido a las
restricciones de las actividades económicas traídas por la pandemia. Hace poco,
se han hecho públicas sus “pérdidas” (su lucro cesante, obviamente) en el
ejercicio 2020: 8.771 millones de euros.
Es en este contexto
donde cobra todo su sentido la reclamación al gobierno y la tan deseada
colaboración público-privada: se trata de que el sector público inyecte (a
fondo perdido) liquidez en el vasto mundo de la pequeña empresa y los
autónomos, para reflotar de ese modo la cifra de negocios de la entidad que aspira
a vehicular la necesaria intermediación. De ese modo las aguas se amansarán, los
accionistas ahora inquietos por sus inversiones recibirán el cupón correspondiente,
y todo volverá al orden idílico preconizado por la economía liberal.