Apoyao en er quisio de la mersería…
Ayer por la tarde
salimos temprano para sentir la respiración de la Rambla y echar un vistazo a los comercios que
recién reabrían las puertas después de la hibernación por la tercera ola del
virus. Recorrimos la plaza Cataluña, estaban abiertas las puertas del Corte
Inglés y mucha gente dentro, pero nosotros no entramos. Carmen hizo cola para
comprar hilos que necesitaba para un bordado, en la mercería (no mancebía, pero
casi) Santa Ana, y yo le pedí una foto en el quicio de la entrada, en homenaje
a doña Concha Piquer.
Cuando remontamos
hasta Fontanella, el aire estaba ya enrarecido por el humo a basura y plástico
quemado de los contenedores próximos a la Universidad Central. Eran las seis y
cuarto. Quienes pretenden ver luz al final del túnel en las actuales movidas,
deben graduar mejor sus gafas: no es luz sino fuegos fatuos, sombras chinescas,
fantasmagorías que se arrastran a empujones hasta el centro de la calle para
cortar el tráfico en ambas direcciones.
Aceleramos el paso,
y llegamos a casa sanos y salvos. Durante el resto de la atardecida el barrio fue
de nuevo campo de Agramante, a la sombra de los monstruos surgidos entre lo
nuevo que despunta y lo viejo que se resiste a morir.
Leo que en las
movidas participan la extrema izquierda y la extrema derecha juntas pero
posiblemente no revueltas, amén de bandas de desaprensivos de otro género, que
aprovechan que la policía está ocupada en refrenar disturbios para robar con
fractura, de preferencia en tiendas de ropa de marca y de modernidades molonas
tales como ipads e iphones.
Tenemos en Cataluña
el índice de confusión política más alto de Europa; no lo digo yo, lo dice
López Bulla, que viene alertando en su bitácora de que tal circunstancia enreda
considerablemente la apreciación, por parte de los sujetos de la política,
sobre qué es lo primero, qué es lo que debe ir antes, y por qué resulta
conveniente que ambas categorías se entrelacen en feliz coyunda en la armonía de
las esferas.
Rememoré así ayer a
nuestros clásicos. A propósito, dice Irene Vallejo que en la Roma antigua los “clásicos”
eran los propietarios, las personas "con clase" que gozaban de los privilegios
anejos a las rentas de la tierra y al derecho a voto en la “re pública” (así,
separado). Las personas como ustedes y como yo no éramos clásicos sino infra classem.
Los clásicos que
rememoré ayer, entonces, son más bien personas infra classem: don Carlos Marx, don Venancio Sacristán y doña
Concha Piquer. Un terceto con fundamento, que diría Karlos Arguiñano, otro clásico.