Georges de La Tour, ‘El recién nacido’, Musée des Beaux-Arts, Rennes.
Se llama tenebrista
a La Tour, pero por la misma razón se le podría llamar luminista. En el primer día
de la Creación, según el Génesis, Yavé creó la luz, y le pareció buena.
Entonces separó la luz de las tinieblas primigenias, y de ese modo dio comienzo
a la construcción ordenada del mundo.
La Tour realiza una
operación parecida. Observen cómo el espacio toma forma y se delimita a partir
de la luz de una vela cuyo brillo ni siquiera alcanzamos a ver, porque la mujer
colocada a la izquierda lo tapa para nosotros. Es esa luz apantallada
por la mano la que crea el espacio pictórico y establece las leyes que lo
rigen: las distancias, las perspectivas. Fuera del círculo de luz, no hay nada.
Dentro del círculo, toda la luz se derrama sobre la figura resplandeciente del
recién nacido.
¿Es un cuadro
religioso? No hay ninguna indicación al respecto. La tradición señala cómo
nació Jesús en un establo, y la figura del primer plano que sostiene la vela no
es congruente con el relato evangélico.
Pero esa figura
podríamos ser nosotros, un “nosotros” colectivo y alegórico, aproximándonos a
un gran misterio provistos de un principio luminoso (¿la fe?) capaz de desvelar
lo que a todos los efectos estaba oculto. Y en ese sentido, sí se trataría de
una composición religiosa, muy en la línea de aquel rigor introspectivo del
cristianismo jansenista de Port-Royal, y muy distinta de la explosión de luces
hirientes y sombras profundas de un Caravaggio.
Por más que los
historiadores del Arte tengan a La Tour por discípulo del napolitano.