William Hogarth, ‘La Tempestad’.
Aparecen de izquierda a derecha Ariel, Próspero, Miranda y Calibán.
Con “El hijo del
chófer”, Jordi Amat nos ha regalado una historia singular y memorable en muchos
aspectos, aunque no agradable. Omito las razones que le movieron a contar precisamente
“esta” historia, él mismo lo ha hecho en una «Nota del autor», colocada después
del Epílogo y tan apasionante como el texto mismo. Señala allí, sin equívoco
posible, por qué lo que explica es «moralmente
discutible, pero al mismo tiempo socialmente necesario. Se trataba de buscar la
verdad oscura que el poder esconde para perpetuarse.»
Alfons Quintà, el personaje
biografiado por Amat, es en este contexto un hilo conductor, no un
protagonista. Paradoja, juego de espejos, foco en gran angular. Si bien la
lente de aumento está fija en Quintà, lo que escudriña es, sobre todo, lo que
hay a su alrededor. Amat explica también su método: «La simple elección de
escenas descritas con una intencionalidad fiel, podía ser un mecanismo
literario para revelar las trampas ocultas del funcionamiento de la sociedad.»
“El hijo del chófer”
es entonces la historia de una doble degradación, personal y social, que toma
la forma de una curva parabólica: el primer brazo de la curva dibuja una ascensión
poderosa, de alguna manera irresistible; el brazo siguiente muestra una caída
que se produce sin solución de continuidad porque estaba implícita ya en las
razones y las circunstancias del anterior ascenso.
En esa historia de
una “Tempestad” shakespeariana, Quintà representa el papel de Calibán (lean
bien, no he escrito Talibán). La característica de Calibán (hijo de la bruja
Sycorax y el diablo Belfagos, que la visitó en el curso de un aquelarre) en la
trama de la comedia es doble: está de un lado su deformidad evidente; del otro,
su utilidad. Próspero, el mago que le tiene esclavizado, se refiere a él con
estas palabras (en diálogo con Miranda, acto I): «Ven conmigo, visitaremos a
Calibán, mi esclavo, que nunca nos da una contestación amable.» Miranda le
responde que es un villano, y no le agrada verle. Y dice entonces Próspero:
«Pero, como quiera que sea, no podemos pasarnos sin él.»
En el curso de la
historia puesta en escena por Shakespeare, Calibán ofrece sus servicios a
Esteban, el despensero borracho que lo engatusa dándole de beber vino de jerez,
y trama un complot para asesinar a Próspero mientras duerme y convertir a Esteban en rey de la isla. El complot
fracasa, pero Próspero perdona a su esclavo a cambio de que le arregle “cuidadosamente”
la gruta. Una parte de la prosperidad de Próspero la debe a su
instrumentalización del deforme Calibán; la esencia del poder incluye siempre
una sustancia oscura.
Alfons Quintà participó
en su adolescencia, como mero oyente, en las charlas de contenido político
sostenidas en Llofriu por Josep Pla, Jaume Vicens Vives y un pequeño séquito de
acompañantes secundarios a los que Amat denomina el “Camelot” de Pla. El joven
Quintà, cuando necesitó un favor de Pla, le escribió amenazando contar lo que
sabía a la policía franquista, si Pla no arreglaba sus cosas. El rasgo define
al personaje.
El Camelot de Pla soñaba
con una Cataluña libre, moderna, dueña de su destino, bien implantada en el
mundo. A aquella pequeña constelación de conspiradores, de la que desapareció
Vicens demasiado pronto, se fueron agregando más tarde personajes como Pere Duran
Farell, Ramon Trías Fargas, Manuel Ortínez, y en los momentos críticos de la
transición, Josep Tarradellas y Josep Benet, entre otros. Con todos interactuó Quintà, el dueño de los secretos. Pero no fue ninguno
de ellos quien prevaleció, a pesar de la inteligencia y el glamour que irradiaban colectivamente. El papel estelar de Próspero
vino a recaer en quien tuvo mayor ambición de poder personal y menos escrúpulos:
Jordi Pujol, un banquero fallido hijo de un traficante de divisas.
Y Pujol, amo de
Calibán y por Calibán odiado, transmutó el juicio por la quiebra fraudulenta de
Banca Catalana en un atentado contra una Cataluña inmemorial e indetectable,
arcaica en lugar de moderna, sagrada y suprema en su brillante fachada externa,
y llena de recovecos y escondrijos en su interior miserable.
Cataluña tal como
ahora la vemos.