Tumba de Antonio Machado en el
cementerio de Colliure. (Foto compartida del muro de Cristóbal Gil Quirós.)
Ayer se cumplieron
años (82) de la muerte de Antonio Machado en Colliure, un miércoles de ceniza,
a las tres y media de la tarde, en su cama del pequeño hotel de Pauline
Quintana; ella conservó como un tesoro hasta su muerte la cajita de madera que
le había entregado el poeta para que la colocara en su tumba. Antonio guardaba en
ella tierra de España. Al recibir la caja de sus manos, Madame Quintana intentó
quitarle de la cabeza ideas negras, pero él retrucó: «Mis días, señora, están
contados.» Nos lo ha contado Ian Gibson en una biografía exhaustiva, Ligero de equipaje. La vida de Antonio
Machado (punto de lectura 2007).
Pocos días antes de
morir, Antonio pidió a su hermano José que le acompañara a ver el mar. Fue
seguramente su última salida. Bajaron los dos a la playa y se sentaron en una
barca varada en la arena. El sol de mediodía daba “casi calor”, según reseñó
José. Antonio asumió una actitud meditativa característica en él, con la mano apoyada
en la cayada del bastón, y dejó perderse su mirada en el movimiento incansable
de las olas. Tal vez de aquella contemplación arrobada ─el sol de febrero, el
mar infinito a mediodía─ surgió el último verso que se le conoce, un
alejandrino: «Estos días azules y este sol de la infancia». José Machado encontró,
días después de la muerte de Antonio, las palabras garabateadas a lápiz en un pedazo
de papel arrugado metido en el bolsillo de su gabán.
Con ese verso había
apuntados otros, correspondientes a las canciones a Guiomar: «Y te daré mi
canción: / se canta lo que se pierde, / con un papagayo verde / que la diga en
tu balcón.»
Es también significativo
ese apunte. Machado predicó que la buena poesía debe recitarse sin énfasis ni
retórica, como el recitado a coro de las tablas de multiplicar en una escuela infantil
(“ese sol de la infancia”), o como el cuento de la buena pipa. En ese verso a
Guiomar, el símil es el de un papagayo que repite un sonsonete sin sentido para
él.
Se canta lo que se
pierde: tantas cosas valiosas, los días azules y el sol de la infancia, los amores
gastados, las luchas sin fruto, un remolino de vida que acaba varado en la
arena de una playa lejana, como un pecio arrojado por la tormenta.
Otro poeta, Louis
Aragon, describió así la vida (en Il n’y
a pas d’amour heureux): «La vida se parece a esos soldados sin armas,
equipados para otro destino, que encontramos al anochecer vagabundos e
inciertos…» (La vie, elle ressemble à ces
soldats sans armes / qu’on avait habillé pour un autre destin / et qu’on
retrouve au soir desoeuvrés, incertains…)
Un dato curioso: el
poema de Aragon está escrito en alejandrinos, como el último verso de Machado.