Asamblea de fábrica, en los
viejos tiempos de las ‘Norma Rae’.
Según un estudio
sobre las elecciones presidenciales norteamericanas que estoy traduciendo, todo
indica que el voto de las mujeres trabajadoras urbanas no blancas resultó
esencial, en general y de forma señalada en algunos estados clave, para
decantar la balanza en favor de Joe Biden.
Lo diré de forma
más explícita. En Georgia, donde la diferencia final rondó el 1% entre los dos
candidatos, los votos de los trabajadores varones blancos de las áreas rurales,
y en particular los de los obreros de las manufacturas y el transporte,
engrosaron la cuenta de Donald Trump, en tanto que la gran área metropolitana
de Atlanta se decantó por Joe Biden, con incidencia especial de los
trabajadores afiliados a sindicatos, y largamente movilizados, de la Enseñanza,
la Sanidad y la Administración Pública. En las tres ramas se da una gran
mayoría de mujeres no blancas. Habría sido entonces una surgencia de voto
femenino, urbano, multirracial, de nivel técnico o especializado, y característicamente
de clase, la que habría acabado con el predominio del GOP (Great Old Party, es
decir el republicano) en el estado que fue su estandarte.
El dato lleva a una
reconsideración de los esquemas y las pautas de conducta político-sindicales también
en nuestro país. La feminización del sindicato es un hecho. La conciencia y la combatividad
de las mujeres en la defensa de sus derechos laborales, pero también los
individuales en lucha por la igualdad y por el futuro, están dando frutos
importantes de un primerísimo nivel. No solo los datos de la afiliación,
también los de la movilización, indican una marejada profunda en el seno del
sujeto sindicato. Los impulsos son los mismos, el poder de arrastre se está
resituando a partir de maneras diferenciadas de ver los mismos problemas. Además
de temas como la paridad, la conciliación, el reconocimiento social, y la reivindicación
de la remuneración en su caso de determinados trabajos como los cuidados, otros
tópicos de tendencia insisten en ampliar el concepto de la solidaridad sindical
para situarlo en el centro de la vida como un todo: el derecho de todas las
personas a la dignidad, a una vivienda familiar suficiente, a la riqueza energética
indispensable, a la limpieza del aire que se respira.
No estoy en
condiciones de poner cifras a ese impulso diferente que empuja la acción de nuestros
sindicatos hacia otro cuadrante de la misma rosa de los vientos. Intuyo, con
todo, que en una batalla electoral indecisa como la que vamos a librar en mitad
de una pandemia, serán la convicción y el activismo de las mujeres trabajadoras,
lo que señalará una senda de progreso capaz de conducir a la salida del profundo
pantanal en el que lleva sumergida Cataluña desde hace ya cerca de cuatro años.
No vendrá la
solución tanto de los liderazgos fuertes, ni de la sabiduría de las
universidades, ni de las fábricas “si un tiempo fuertes, ya desmanteladas”,
sino sobre todo de la capacidad para decidir de muchas mujeres trabajadoras que
saben que este es su siglo, y que su hora ha llegado ya.
(Leed esto como un
mensaje metido dentro de una botella lanzada al mar; como un dardo en busca de
una diana invisible. Esas mujeres sois vosotras, estáis ahí y todos necesitamos
el empujón fuerte que podéis dar.)