Imagen del termopolio (establecimiento
de comida rápida) de la Regio V de Pompeya, desenterrado recientemente. Hasta momentos
antes de la erupción fatal del Vesubio, los temblores de tierra y los penachos
de humo eran considerados por muchos un colorido local típico de la región,
enteramente inofensivo (“estamos en la Campania, ¿no?”)
Stanley Gusman,
reportero de la TV brasileña y seguidor apasionado del presidente Jair Bolsonaro,
ha muerto de covid. Hasta el día antes de infectarse, en las pasadas fiestas
navideñas, se opuso de forma iracunda a cualquier medida de protección; también
de autoprotección (en esto fue consecuente, son muchos los que se dedican a
nadar y guardar la ropa al mismo tiempo). Cuando experimentó los primeros
síntomas, alardeó de que muy pronto estaría repuesto. No fue así, y soy el
primero en sentirlo. Lo siento sinceramente, y al mismo tiempo extraigo la
conclusión de que negar la realidad sirve de bien poco.
Una pirada cuyo
nombre ignoro decía, también por la tele pero en este caso en Madrid, que las
nevadas traídas por la borrasca Filomena eran fake, aquello no era nieve sino plástico. Dejaba sin explicar dos
cuestiones: una, cómo era posible diseminar tanto plástico en una porción de
territorio tan grande; la otra, más sustantiva, el frío. En este caso la negacionista
sí guardó la ropa puesta, al tiempo que “nadaba” quemando un copo con una cerilla.
Para unos jueces de
Ica, Perú, el coronavirus ha sido producido y distribuido por millonarios como
Gates, Bezos y Soros. Habrían perpetrado este crimen sin precedentes con el
objetivo de lucrarse. Es cierto que se han lucrado durante la pandemia, pero no
lo es que la pandemia haya sido la fuente de su lucro. Este se ha debido a la
inercia imparable del mecanismo bancario del interés compuesto que tantos
réditos genera cuando se ha conseguido reunir una acumulación ingente de capitales.
Es notable el
despilfarro de energías utilizado para negar aquella parte de la realidad que
no cuadra con la idea preconcebida que tiene cada persona del mundo y sus
jerarquías. Las iglesias van muy por delante en este ejercicio voluntarista de
interpretación sesgada. Ante algo que tiene todo el aire de ser una plaga, los
ministros de los distintos cultos creen a pies juntillas que quien la envía es su
dios, porque esa eventualidad está enteramente de acuerdo con el orden de sus
ideas; pero además, están convencidos de que la plaga ha sido emitida en modo
selectivo; es decir, que va dirigida a cosica hecha contra las personas que no
viven conforme a las pautas que el tal ministro predica. Él, en cambio, sería
inmune al azote.
La inmunidad al azote es asimismo una creencia arraigada en quienes creen que el mundo moderno está exento de plagas y cualquier plaga anunciada no es más que una monserga agitada por intereses oscuros o por mera holgazanería de las clases subordinadas, que no quieren trabajar como es debido. La naturaleza habría sido enteramente domada por la técnica, y la historia de los hombres habría llegado ya a su fin, de modo que nada puede acontecer fuera de ese cuadro ya perfilado, esmaltado y colocado en su marco.
Estas estructuras mentales perniciosas han causado la muerte de muchos Stanley Gusman en la historia de la
humanidad. Y sin embargo, el ejemplo no sirve de nada. Cada nuevo predicador de
una nueva moral cree estar en posesión de la clave maravillosa que explica el
mundo en su quintaesencia. Unos confían en la providencia divina, y otros en la
del neoliberalismo a ultranza. Ambas providencias, sin embargo, se comportan en
caso de catástrofe natural ─vírica, telúrica o climática, tanto da─ del mismo
modo: miran a otro lado mientras la plaga irrumpe sin discriminar a nadie. Como
la lava del Vesubio corriendo ladera abajo hacia el mar, o como un elefante moviéndose
dentro de una cacharrería.