El final del año de
la pandemia resultó bastante apañado. No tomé las uvas, no conecté con Puerta
del Sol para escuchar las campanadas, no vi la minimascarilla de la Pedroche ni
la charleta de Obregón e Igartiburu. Tampoco presencié la proyección luminosa de
la bandera española sobre los edificios de la plaza, terrible horterada
dispuesta por las ansias de fanfarria y regocijo de esa señora de la que usted
me habla y de su cómplice Almedilla.
En fin, gracias a
mi robusta austeridad berlingueriana conseguí una performance estimable en mi empeño
por liberarme del año aciago por la puerta de atrás y prescindiendo de toda
clase de alharacas. A las doce hora griega, única concesión a las tradiciones, subimos
toda la familia (gatos excluidos) al terrado. Desde allí se ve muy bien la
Acrópolis iluminada, y sobre ella empezaron a estallar numerosas luces de
colores vivos y formas esféricas, o en palmera, o en cascada. Algo parecido empezó
a ocurrir sobre el espacio donde se levanta la Fundación Niarchos ─con más
profusión incluso─ y, en versión atenuada, en otros lugares del cielo
ateniense, hacia el Pireo en particular.
Las luces, en agradable
competencia con la luna llena, cubrían prácticamente todo el cielo sin nubes puesto
a nuestra disposición, y el ruido de los petardos nos llegaba muy amortiguado, de
modo que podíamos hacernos la ilusión de que se trataba de una música puntuada
por timbales, una “Ritirata” a lo Boccherini tal vez, o bien una “Música de los
Fuegos Artificiales” haendeliana dominada por el resonar profundo de las
trompas.
En cualquier caso,
di por bueno el espectáculo gratuito y no eché de menos para nada la ausencia
de burbujas de cava y de racimos de uva, turrones variados y peladillas. La
cena fue sobria, y preferí con mucho seguir en la tele un documental histórico enlatado
sobre el castillo de Edimburgo, a la plaga bíblica de redundancia publicitaria,
buenhumoracho impostado, gestualidad exagerada, lagrimita en su momento y, en
una palabra, la fanfarria fatigosa con la que los españolés se afanan en
puntuar el rito del paso de un año a otro.
Los gatos
soñolientos, ovillados en sus butacas favoritas, observaron con desapego
educado nuestras idas y venidas de la casa al terrado y del terrado a la casa. “¿Nos
estamos perdiendo algo?”, era la pregunta implícita.
En la noche del año
nuevo se produjo la definitiva explosión silenciosa del lirio rojo. Arriba, el
aspecto que presenta a día de hoy.