Retrato de Dostoyevsky (1872),
por Vasili Perov. Galería Tretiákov, Moscú.
Se cumplen en este
año dos siglos justos del nacimiento de Fiódor Dostoyevsky. Mi homenaje a la efemérides
va a ser ambivalente. Me ocurre una cosa rara con este escritor: lo he leído
prácticamente todo (en las Obras
completas de Aguilar, Madrid 1935, traducidas por R. Cansinos Assens) a un
ritmo trepidante, novela tras novela, cuando tenía veinte años. No lo he
releído apenas desde entonces, salvo algunos pasajes largos, la segunda parte
de las Memorias del subsuelo ─de
título A propósito de la nieve derretida─,
y, saltándome párrafos pero más o menos completa, El idiota). Me parecería extravagante volver a enfrascarme en las
páginas de Los hermanos Karamazov o Crimen y castigo, que desde el principio
no me gustaron.
No me gustan ni su
religión, ni sus ideas políticas y sociales, ni su defensa del eslavismo
redentor, ni sus personajes masculinos. Me gustan las mujeres que describe, en
particular las “perdidas” humilladas y ofendidas, como la Liza de la nieve
derretida y la Nastasia Filíppovna que se casa con el idiota príncipe Mischkin
y es apuñalada mortalmente por su antiguo amante Rogóschin.
Como artista,
Dostoyevsky se sitúa en un territorio lleno de ambivalencias, en el que la
maldad predomina y la bondad es siempre débil. Hay una gran dosis de
autobiografía en sus personajes, desde El
jugador hasta El idiota, desde
Raskólnikov hasta cualquiera de los hermanos Karamazov, no únicamente Alioscha.
Por no hablar del príncipe Stavroguin de Demonios,
una novela cuya lectura me dejó genuinamente aterrorizado; tardé días en
reaccionar.
Hay dos momentos de
El idiota que conservo frescos de
forma permanente en mi carga de cultureta literaria. Uno es la reunión mundana
en casa de Lizaveta Prokófievna, en la que todo el mundo advierte a Mischkin
sobre el cuidado que debe tener con el jarrón chino que es orgullo de la anfitriona.
El idiota acaba por romper el jarrón, inevitablemente.
La otra es el
pasaje en el que Rogóchin aguarda al príncipe en un rellano de una escalera
oscura para apuñalarlo. Mischkin se lo encuentra delante, la cara desfigurada
por la rabia, el puñal en alto.
«Recordaba
únicamente que creía haber gritado:
─ ¡Parfén, no lo
creo!…
Luego, de pronto,
pareció refulgir algo ante él; una extraordinaria claridad interior iluminó su alma. Aquel ademán habría durado el espacio de
medio segundo; pero él, no obstante, recordaba el comienzo, el primer sonido de
su extraño grito, que le había salido de lo hondo del pecho y que no hubiera
habido fuerza humana capaz de contener. Luego perdió momentáneamente la
conciencia…»
El ataque de epilepsia le hace rodar escaleras
abajo, golpeándose la nuca con los escalones. No muere, estamos aún en los
compases iniciales del drama. Será Nastasia la víctima expiatoria del puñal de Parfén
Rogóchin, y la suerte de los dos hombres quedará ligada a la de ella.
Es esa “claridad interior”
la que me seduce de Dostoyevsky y el juego de contrarios que se organiza a
partir de ella. Viene a confirmar la idea expresada por Thomas Mann de que arte
y enfermedad son avatares de una misma realidad oculta, ajena al mundo de las
cosas prácticas.