Logotipo luminoso de BE en la fachada del Ayuntamiento de Barcelona, en julio de 2018.
Desde el 30 de
junio de 2018, es decir desde hace ya dos años y medio, el Ayuntamiento de
Barcelona cuenta con su propia empresa eléctrica pública, Barcelona Energía
(BE). En la circunstancia de “muerte súbita” motivada por el paso arrasador de
la borrasca Filomena, los cuasimonopolios del Ibex activaron las tarifas tipificadas
en sus conciertos respectivos con el Estado, con una subida de un 27% que
ciertamente, todo hay que reconocerlo, venía después de un largo período de
descenso. Simultáneamente, Colau bajó las tarifas un 50% a sus “clientes”, unas
20.000 familias barcelonesas en condiciones más o menos próximas a la pobreza
energética.
La energía de BE
procede de fuentes locales limpias y renovables, mayormente de las placas
fotovoltaicas instaladas en su momento en el Forum, y de la planta de tratamiento
de residuos del Besós. De una u otra forma, la iniciativa del consistorio
barcelonés podía haber sido imitada por muchos miles de ayuntamientos que
disponen de potencial energético local suficiente, así en el sol como en el
viento, en fuentes hídricas u otras. Una cosa que se ha hecho en Barcelona ha
sido destinar una parte sustancial del sueldo de los ediles a la promoción y
financiación de este tipo de iniciativas dirigidas al recorte de los gastos de
infraestructuras de la alcaldía y al mejor servicio de los ciudadanos más necesitados.
Algo que habría sido impensable en la época del convergente Xavier Trías, pero
también de alcaldes socialistas anteriores (Hereu, Clos) más preocupados por la
imagen externa de la ciudad que por su funcionamiento eficiente y barato.
Se ha reprochado
mucho a Ada Colau, y se le sigue reprochando incluso desde posiciones de
izquierda, el “feísmo” de sus soluciones de pacificación del tráfico, la “improvisación”
de sus medidas, y la falta de diálogo. Se obvia en este sentido cualquier
término de comparación, cuando en la lengua común los alcaldes en general son corporativamente
famosos por sus “alcaldadas”, y cuando Pasqual Maragall, hoy emblema de un
gobierno municipal abierto al mundo y con visión de futuro, fue crucificado en
su momento por sus “maragalladas”.
Convendría saber
reconocer lo nuevo, en medio de la polvareda y el barullo interesados que crean
los habituales manipuladores de la opinión. Conviene que se sepa lo que ha
hecho Barcelona y no han hecho tantos munícipes empeñados en buscar la
prosperidad privada con las cuentas públicas de su alcaldía. Empezando por
Almedilla, ese alcaldillo madrileño que después de desmontar las mejoras urbanas
aportadas por Manuela Carmena y de gastarse el oro y el moro en
infraestructuras inservibles y banderas kilométricas, está pidiendo ahora
auxilio al ejército para no verse obligado a pagar trabajadores municipales con
el dinero de los madrileños.