“El caso de los suicidios constantes” es una novela policiaca estimable de John Dickson Carr, un autor de género especializado en darle vueltas al enigma clásico del crimen en una habitación cerrada. El escenario de la trama es un caserón inquietante de las Islas Británicas. Pero hay otra isla (espiritual) en la que los suicidios constantes florecen sin tregua; donde los suicidas se ufanan de su conducta, la proponen como ejemplo moral y aseguran que, en cuanto tengan la más mínima ocasión, volverán a hacerlo.
Sí, me estoy
refiriendo a Cataluña.
Me ha dado la pista
un artículo publicado por Gabriel Jaraba ayer, 5.1.2021, en ‘Catalunya Plural’:
“La medicina del doctor Illa: un antídot
contra la frivolitat”. Reproduzco la frase crítica, traducida a rudo
castellano para mejor comprensión de mis lectores de otras latitudes: «No hay
comparación entre el desgobierno de la Cataluña republicana de los años 30 y el
del tiempo del procés en pleno siglo
XXI. Pero puede percibirse un elemento común que aparece bajo aspectos
distintos: actitudes políticas presentadas por sus actores como actos de coraje
y que son auténticos suicidios…» (1)
Jaraba propone que
la verdadera característica de los catalanes no es la combinación entre el seny (la virtud de la prudencia) y la rauxa (el arrojo temerario), sino una
combinación de prudencia extrema y de frivolidad asumida. Yo añadiría que esa
frivolidad esconde una pulsión suicida, y que el país va siempre con el pie
cambiado, de modo que se lanza a objetivos arrauxats
en momentos en que sería aconsejable la prudencia, y en cambio elige
soluciones timoratas de tan prudentes cuando todo invitaba a una mayor audacia.
No quiero
retroceder tanto en la historia como para señalar los casos de adhesión popular
ferviente a liderazgos manifiestamente incompetentes como los de Jaume d’Urgell,
Carlos de Viana o el Archiduque Carlos de Austria. Basta pensar en cómo fue un
banquero fallido, Jordi Pujol, el que hegemonizó la gran era de los negocios en
la política catalana, a rebufo primero del tridente González-Guerra-Solchaga, y
después en connivencia con el PP de Aznar. Pujol ha sido adorado, y lo sigue
siendo, en un nivel irracional parecido al del Demérito en tantos hogares
modestos de España, por la menestralía de una Cataluña convencida de que gracias
a él se la dimos con queso a los madrileños opresores.
Si nos dedicamos al
ejercicio ocioso de comparar, como hace Jaraba, las dos épocas poco comparables
de la segunda República y la guerra civil, por un lado, y el intento de asalto unilateral
a la independencia por otro, advertimos homologías inquietantes. El
ensimismamiento, el despegue del suelo real motivado por el orgullo de sentirse
diferentes y mejores, las luchas navajeras emprendidas en nombre de ideales
irrenunciables, el trayecto de colisión marcado como una consigna desde arriba,
el camino sembrado de traiciones que conduce derechamente al abismo, recorrido bajo
la guía de un espejismo etéreo con un voluntarismo digno de mejor causa.
Jordi Amat ha
historiado el lado oscuro del pujolismo en El
fill del xófer, un recuento de todo lo que hubo que ocultar, de todo lo que
fue necesario ceder a algunos parvenus peligrosos,
en el reparto del botín de la rapiña. Algo parecido habrá que seguir haciendo al
escribir la historia de una Cataluña en caída libre en la que el mediocre y
dubitativo Oriol Junqueras, nuevo Dissortat,
se mantiene como el político mejor valorado por la opinión.
(1) He aquí el párrafo original íntegro: «No hi ha parió entre el desgovern de la
Catalunya republicana dels anys 30 i el del temps del procés en ple segle XXI.
Però s’hi pot percebre un element comú que es mostra sota diversos aspectes:
fets polítics els autors dels quals els proposen com a actes de coratge i són
veritables suïcidis; la percepció de determinats esdeveniments i personatges
com a líders guanyadors quan de fet són aventurers o tocats de l’ala; la
capacitat de menystenir i malbaratar els guanys obtinguts gràcies al progrés o
senzillament la fortuna.»