miércoles, 6 de enero de 2021

LA ISLA DE LOS SUICIDIOS CONSTANTES


 “El caso de los suicidios constantes” es una novela policiaca estimable de John Dickson Carr, un autor de género especializado en darle vueltas al enigma clásico del crimen en una habitación cerrada. El escenario de la trama es un caserón inquietante de las Islas Británicas. Pero hay otra isla (espiritual) en la que los suicidios constantes florecen sin tregua; donde los suicidas se ufanan de su conducta, la proponen como ejemplo moral y aseguran que, en cuanto tengan la más mínima ocasión, volverán a hacerlo.

Sí, me estoy refiriendo a Cataluña.

Me ha dado la pista un artículo publicado por Gabriel Jaraba ayer, 5.1.2021, en ‘Catalunya Plural’: “La medicina del doctor Illa: un antídot contra la frivolitat”. Reproduzco la frase crítica, traducida a rudo castellano para mejor comprensión de mis lectores de otras latitudes: «No hay comparación entre el desgobierno de la Cataluña republicana de los años 30 y el del tiempo del procés en pleno siglo XXI. Pero puede percibirse un elemento común que aparece bajo aspectos distintos: actitudes políticas presentadas por sus actores como actos de coraje y que son auténticos suicidios…» (1)

Jaraba propone que la verdadera característica de los catalanes no es la combinación entre el seny (la virtud de la prudencia) y la rauxa (el arrojo temerario), sino una combinación de prudencia extrema y de frivolidad asumida. Yo añadiría que esa frivolidad esconde una pulsión suicida, y que el país va siempre con el pie cambiado, de modo que se lanza a objetivos arrauxats en momentos en que sería aconsejable la prudencia, y en cambio elige soluciones timoratas de tan prudentes cuando todo invitaba a una mayor audacia.

No quiero retroceder tanto en la historia como para señalar los casos de adhesión popular ferviente a liderazgos manifiestamente incompetentes como los de Jaume d’Urgell, Carlos de Viana o el Archiduque Carlos de Austria. Basta pensar en cómo fue un banquero fallido, Jordi Pujol, el que hegemonizó la gran era de los negocios en la política catalana, a rebufo primero del tridente González-Guerra-Solchaga, y después en connivencia con el PP de Aznar. Pujol ha sido adorado, y lo sigue siendo, en un nivel irracional parecido al del Demérito en tantos hogares modestos de España, por la menestralía de una Cataluña convencida de que gracias a él se la dimos con queso a los madrileños opresores.

Si nos dedicamos al ejercicio ocioso de comparar, como hace Jaraba, las dos épocas poco comparables de la segunda República y la guerra civil, por un lado, y el intento de asalto unilateral a la independencia por otro, advertimos homologías inquietantes. El ensimismamiento, el despegue del suelo real motivado por el orgullo de sentirse diferentes y mejores, las luchas navajeras emprendidas en nombre de ideales irrenunciables, el trayecto de colisión marcado como una consigna desde arriba, el camino sembrado de traiciones que conduce derechamente al abismo, recorrido bajo la guía de un espejismo etéreo con un voluntarismo digno de mejor causa.

Jordi Amat ha historiado el lado oscuro del pujolismo en El fill del xófer, un recuento de todo lo que hubo que ocultar, de todo lo que fue necesario ceder a algunos parvenus peligrosos, en el reparto del botín de la rapiña. Algo parecido habrá que seguir haciendo al escribir la historia de una Cataluña en caída libre en la que el mediocre y dubitativo Oriol Junqueras, nuevo Dissortat, se mantiene como el político mejor valorado por la opinión.

 

(1) He aquí el párrafo original íntegro: «No hi ha parió entre el desgovern de la Catalunya republicana dels anys 30 i el del temps del procés en ple segle XXI. Però s’hi pot percebre un element comú que es mostra sota diversos aspectes: fets polítics els autors dels quals els proposen com a actes de coratge i són veritables suïcidis; la percepció de determinats esdeveniments i personatges com a líders guanyadors quan de fet són aventurers o tocats de l’ala; la capacitat de menystenir i malbaratar els guanys obtinguts gràcies al progrés o senzillament la fortuna.»