Joaquín Sorolla i Bastida, ‘Clotilde
con traje de noche’, 1910. Casa-Museo Sorolla, Madrid.
Madrid puede ser
una ciudad muy inhóspita. En mis años sindicales, cuando la negociación de un
convenio me llevaba allá, tenía dos refugios de preferencia. Frente al piso de
la calle Alcalá donde negociábamos el convenio del Papel se abría el parque del
Retiro, y a mí me gustaba en ratos libres llegarme hasta el pequeño estanque
que se extiende debajo de la Casa (o Palacio) de Velázquez, y a orillas del
Palacio de Cristal. Un rincón idílico, incontaminado en más de un sentido.
Mi otro lugar de
reposo era la Casa-Museo Sorolla, en la avenida Martínez Campos, a diez minutos
de paseo desde el domicilio de mis padres. Es un rincón encantador: una casa de dos pisos con jardín, espacios amplios y mucha luz. En ella se guarda una colección de obras del pintor, señaladamente algunas que no
fueron creadas de encargo sino pintadas para sí mismo.
Sorolla fue uno de
esos artistas que siguen el gusto de su época, no necesariamente buen gusto, y
producen sobre todo para vender. Se dio a conocer en 1884 al ser distinguido
con la medalla de segunda clase en la Exposición Nacional, por una composición
titulada “Defensa del parque de artillería de Monteleón”. El tema y el estilo
iban dirigidos de forma consciente a la consecución del premio. Eran un
exponente bien cocinado del género que no muchos años después los
representantes de las vanguardias definirían como “putrefacto”.
No estaba muy lejos
de esa valoración el criterio personal del autor. A un conocido que le felicitó
por su éxito, le comentó de forma destemplada: «Aquí, para darse a
conocer y ganar medallas, hay que hacer muertos.»
Su etapa de realismo social, sus pinturas casi
impresionistas al aire libre y la serie sobre España del gran encargo de la Hispanic
Society, contienen mucha calidad técnica unida a una atención invariable al
gusto del cliente, más que al suyo propio. Siempre se advierte en Sorolla una “transacción
de conveniencia” entre ambos extremos.
Pero sus preferencias íntimas revelan también un cierto
eclecticismo. Estudió a fondo a Velázquez, un pintor de corte que trascendió de
largo la cortesanía, y en dos visitas a París entró en contacto con el
impresionismo pero prestó más atención a la obra más “clásica” de Édouard Manet,
y a algunos retratistas notables del momento, como John Singer Sargent. Ese “otro”
aprendizaje se plasmó en algunas obras hechas por simple placer, para sí mismo,
sin ánimo comercial. En un lugar destacado de la sala-estudio de su casa-museo
está el gran retrato de su esposa, Clotilde García del Castillo, en traje de
noche, que es Sorolla y es al mismo tiempo Velázquez y Manet y Sargent.
Pongo abajo como término de comparación el retrato de
lady Agnew of Locknaw (1892) de Sargent, que se conserva en el Museo Nacional
de Escocia, en Edimburgo. Paleta de colores absolutamente distinta, visión estética similar en
los dos artistas.