El castillo de Bran, en Transilvania, famoso porque Vlad Tepes, llamado Dracul ("el Empalador"), se alojó durante algunos años en sus mazmoras.
Cataluña se iba
pareciendo cada vez más a aquel “bajel pirata que llaman” cantado en versos
magníficos por Espronceda, y Carles Puigdemont venía a ser el capitán “sentado
alegre en la popa”, que divisaba “Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su
frente Estambul” (Estrasburgo para el caso).
La situación ha
variado. El Parlamento Europeo ha votado en favor de retirar la inmunidad a los
tres saltimbanquis que tiene en nómina. Ahora habrá de ponerse en marcha toda
la pesada maquinaria jurídico-administrativa, y esperar a que los (im)pertinentes
recursos recorran toda la trayectoria parabólica prevista hasta agotar sus
plazos o sus efectos. Pero el Vivales necesitará en el mientras tanto algún
tipo de cobertura o salvaguarda, si quiere evitar verse expuesto a la
intemperie de una realidad inhóspita.
El mantenimiento de
alguna vara alta en el nuevo Govern se ha hecho de ese modo más esencial aún de
lo que era, tanto para el Vivales como para Borrás que ─no se olvide─ tiene
pleitos pendientes con la justicia, y de muy mal cariz. No está acusada de
gestas heroicas contra el sistema, como le ocurre a Pablo Rivadulla alias Hasél,
sino que la acusación viene a ser del mismo género de las que acosan a Casado y
su gente.
Es en este momento
crítico cuando aparecen dos miembros del mester de juglaría, la Sibina y el
Fachín, denunciando la conjura (la conxorxa,
suena mejor en catalán) de unas cuantas periodistas destacadas, determinadas
a echar a pique el laborioso pacto patriótico que están intentando redactar en
letra legible los escribas sentados de ERC, Junts y CUP.
Si la así llamada conxorxa ─a la que este blog se suma con
entusiasmo juvenil─, tiene el mismo final feliz que se avizora para la jocosa
aventura de la inmunidad europea, nuestro capitán pirata habrá de encontrar un
refugio mejor que el de Waterloo, y disminuir de forma sustancial su tren de
vida.
Mompracem
seguramente queda demasiado lejos. Una buena idea sería un viaje en el maletero
de un coche espacioso hasta Transilvania, y allí alojarse en el mausoleo
familiar de uno de esos castillos donde los monstruos resucitan al oscurecer el
día y vagan, almas en pena, por corredores destartalados donde gime el viento y
se oye aullar a los lobos, en busca de sangre fresca de votantes nuevos para
mantener indefinidamente una ilusión de vida.
Ustedes y yo lo
veremos seguramente, queridos/as lectores/as. Son habas contadas.