Dice Riccardo Terzi, en el texto corto, denso y contundente que ha recibido
calurosa acogida en las páginas de este blog, que nos encontramos ante una
inequívoca crisis política del sistema: Democrazia e
partecipazione nella crisi del sistema político
Se refiere a Italia y a la Toscana ,
pero lo dice desde la conciencia de que la situación en su país y en su región
es trasplantable, sin forzar lo más mínimo la analogía, a otras y muy diversas
latitudes. Las páginas que firma Terzi son, por otra parte, no una elaboración
individual, sino la presentación e introducción de una investigación llevada a
cabo conjuntamente por el Istituto di Ricerche Economiche e Sociali (Ires) de la Toscana , la Universidad de Florencia y la Cgil. La globosfera
de Parapanda sin duda estará atenta a la difusión, en su momento, del texto
completo de esa investigación más extensa.
No hace falta insistir mucho en calificar y caracterizar
la crisis que padecemos: las noticias prácticamente diarias en los medios de
comunicación acumulan prueba sobre prueba de una situación de parálisis, de
falta de ideas y de proyectos, de una clase dirigente política y financiera
enquistada en sus privilegios, corrupta y arrogante. No han faltado en los
últimos años, señala Terzi, esfuerzos generosos para salir del cenagal. Pero es
un hecho que quien ha vencido en todos los casos ha sido el cenagal.
En los últimos años la democracia representativa ha sido
puesta en cuestión desde tres grandes frentes, que han tratado de colocarla
“bajo tutela” en nombre de tres distintas autoridades de rango superior.
La religión ha sido el primer frente: en realidad lo ha
sido desde hace ya siglos. Obispos, imanes y rabinos coinciden en considerar la
democracia como un artificio tolerable sólo en la medida en que no contradice
ni estorba las normas de vida emanadas de la divinidad que ellos representan.
Cuando la moral ciudadana viene a chocar con la moral de la religión dominante
en un país, se producen en la vida democrática de éste toda clase de presiones
indirectas o directas, e interferencias de diversas magnitudes. Incluso muy
graves.
Con todo, poca cosa son las interferencias religiosas al
lado de las económicas y financieras. Todo el sistema democrático queda en
suspenso cuando se trata de plegarse al imperio de los mercados y a seguir las
normas de actuación emanadas de la llamada “troika”. Tal es el miedo entonces a
que los parlamentos se “equivoquen” y voten en contra de lo que es
ineluctablemente necesario hacer según el pensamiento único, que los poderes
ejecutivos soslayan la confrontación en las cámaras y legislan de tapadillo por
decreto. Incluso cuando se hace necesario tocar la “intocable” Constitución.
El tercer ataque a la normalidad democrática viene del
populismo plebiscitario. Ante el líder que se erige en el portavoz privilegiado
de una comunidad, sea esta nacional, supranacional, de nacionalidad, región o
municipio, no valen las instituciones establecidas, y el pueblo puteado,
olvidado y ninguneado durante largos años, emerge de pronto como la única
opción capacitada para validar, con su voto o más a menudo con su simple presencia,
las pretensiones del dirigente carismático.
Los tres frentes de agresión a la democracia suelen
imbricarse y reforzarse mutuamente. Bajo ese triple y poderoso envite, hemos
visto banalizarse el trabajo de los parlamentos, resquebrajarse la coherencia
del poder judicial, y perderse de forma progresiva la función de los partidos
políticos, que actuaban como enlace entre la sociedad civil y las
instituciones. La democracia ha perdido sus cauces y vías de transmisión; peor
aún, se han anulado o corrompido sus topes, sus frenos y sus contrapesos. Lo
que rige en la política actual es la ley del desafuero.
La reconstrucción a fondo de la democracia, maltratada y
lacerada por estas agresiones, es una tarea urgente. Y también, una tarea
ingente. La clase política en su conjunto, es decir las instituciones, los
partidos políticos, los sindicatos, las fundaciones y los organismos de diverso
tipo que se mueven en órbitas más o menos próximas a los centros de poder,
pueden intentar resolver la cuestión “desde dentro”, renovando personas,
revitalizando recursos y activando resortes. Es una opción plausible, afirma
Terzi, pero de éxito improbable. Por muchas razones, pero en particular por
una: porque implica una limitación, una más, de la democracia.
En el exterior del sistema hay también vida. Se expresan
los que no tienen voz: los indignados, los asambleístas, los grupos antisistema
o antipolítica. La derecha, el centro y la izquierda establecida, la que Bruno
Trentin llamó “sinistra vincente”, tienden a englobarlos a todos ellos en una
descalificación irrevocable. Pero cuando la política está paralizada en el
marasmo, en la ineficacia y en la corrupción, todos somos antipolítica. Y la
democracia, por definición, es un derecho de todos, sin exclusiones, sin vallas
ni letreros que digan “Prohibido el paso a toda persona ajena a la obra”.
Entonces la gran propuesta para hoy, dice Terzi, es
ampliar la democracia, llevarla a todos los rincones, a todas las personas, y
organizarla. Una democracia espontánea, plebiscitaria, rudimentaria, vale de
muy poco. Es urgente recurrir a todos, promover una participación democrática
masiva y organizada. Una democracia organizada implica la creación de cauces
adecuados, de nuevos canales y nuevas sedes de discusión y de expresión, para
la decantación y formulación de síntesis sucesivas de un proyecto político que
englobe a todos y en el que todos puedan reconocerse. En ese contexto los
partidos políticos dejarán de ser los vehículos exclusivos de la opinión de sus
bases. No por eso habrán de dejar de arrimar el hombro, pero no pueden reclamar
el monopolio de esa función. (Otro tema que no es oportuno tratar aquí, añade
Terzi, es la necesidad de una reforma a fondo de los partidos políticos
democráticos, de sus estructuras y de sus métodos, si quieren tener algo que
decir en el nuevo mundo global.)
Al sindicalismo confederal también le corresponde, dice
Terzi, una tarea importante en ese proceso largo, trabajoso y complejo. Entre
otras, por una razón de un peso abrumador. La democracia, en la medida en que
significa libertad de expresión y de participación, impregna toda la vida y la
experiencia de las personas. Y la dimensión esencial de las personas es el
trabajo. Hay una tendencia, incluso desde la izquierda, a separar el mundo del
trabajo del mundo de los derechos de ciudadanía. Es una tendencia errónea, lo
discutimos a fondo el editor de este blog y yo mismo a propósito de su
traducción del libro de Trentin “La città del lavoro”
(1). Recortar de la vida democrática de una persona, de su derecho fundamental
a la libertad y a la igualdad, las horas que pasa en el trabajo (o buscando
trabajo, en tantos casos), es una amputación brutal e inadmisible. Pensar, como
hace Josep Ramoneda en su reciente “La
izquierda necesaria”, que el trabajador puede y debe tender a buscar la
felicidad al margen del trabajo para no caer en el “economicismo”, es pura
filfa. Estamos acostumbrados a argumentaciones más rigurosas del filósofo de
Cervera.
Dado que la intención de la propuesta avanzada por Terzi
es ampliar la democracia y llevarla a todos los rincones del país, una tarea
primordial será introducirla dentro de las fábricas y los centros de trabajo.
Allí también han de regir los principios universales de la libertad, la
igualdad y la fraternidad, o expresado de otro modo, la solidaridad. Y fuera y
más allá de la empresa, importan para la democracia el encaje y la interacción
entre empresa y territorio, de un lado, y de otro entre economía y política;
dos cuestiones en las que el sindicalismo tiene, si es capaz de afrontarlas,
mucho que decir.