viernes, 19 de octubre de 2012

LA ORGANIZACIÓN DE LA DEMOCRACIA

Dice Riccardo Terzi, en el texto corto, denso y contundente que ha recibido calurosa acogida en las páginas de este blog, que nos encontramos ante una inequívoca crisis política del sistema:  Democrazia e partecipazione nella crisi del sistema político


Se refiere a Italia y a la Toscana, pero lo dice desde la conciencia de que la situación en su país y en su región es trasplantable, sin forzar lo más mínimo la analogía, a otras y muy diversas latitudes. Las páginas que firma Terzi son, por otra parte, no una elaboración individual, sino la presentación e introducción de una investigación llevada a cabo conjuntamente por el Istituto di Ricerche Economiche e Sociali (Ires) de la Toscana, la Universidad de Florencia y la Cgil. Laglobosfera de Parapanda sin duda estará atenta a la difusión, en su momento, del texto completo de esa investigación más extensa.

No hace falta insistir mucho en calificar y caracterizar la crisis que padecemos: las noticias prácticamente diarias en los medios de comunicación acumulan prueba sobre prueba de una situación de parálisis, de falta de ideas y de proyectos, de una clase dirigente política y financiera enquistada en sus privilegios, corrupta y arrogante. No han faltado en los últimos años, señala Terzi, esfuerzos generosos para salir del cenagal. Pero es un hecho que quien ha vencido en todos los casos ha sido el cenagal.

En los últimos años la democracia representativa ha sido puesta en cuestión desde tres grandes frentes, que han tratado de colocarla “bajo tutela” en nombre de tres distintas autoridades de rango superior.

La religión ha sido el primer frente: en realidad lo ha sido desde hace ya siglos. Obispos, imanes y rabinos coinciden en considerar la democracia como un artificio tolerable sólo en la medida en que no contradice ni estorba las normas de vida emanadas de la divinidad que ellos representan. Cuando la moral ciudadana viene a chocar con la moral de la religión dominante en un país, se producen en la vida democrática de éste toda clase de presiones indirectas o directas, e interferencias de diversas magnitudes. Incluso muy graves.

Con todo, poca cosa son las interferencias religiosas al lado de las económicas y financieras. Todo el sistema democrático queda en suspenso cuando se trata de plegarse al imperio de los mercados y a seguir las normas de actuación emanadas de la llamada “troika”. Tal es el miedo entonces a que los parlamentos se “equivoquen” y voten en contra de lo que es ineluctablemente necesario hacer según el pensamiento único, que los poderes ejecutivos soslayan la confrontación en las cámaras y legislan de tapadillo por decreto. Incluso cuando se hace necesario tocar la “intocable” Constitución.

El tercer ataque a la normalidad democrática viene del populismo plebiscitario. Ante el líder que se erige en el portavoz privilegiado de una comunidad, sea esta nacional, supranacional, de nacionalidad, región o municipio, no valen las instituciones establecidas, y el pueblo puteado, olvidado y ninguneado durante largos años, emerge de pronto como la única opción capacitada para validar, con su voto o más a menudo con su simple presencia, las pretensiones del dirigente carismático.

Los tres frentes de agresión a la democracia suelen imbricarse y reforzarse mutuamente. Bajo ese triple y poderoso envite, hemos visto banalizarse el trabajo de los parlamentos, resquebrajarse la coherencia del poder judicial, y perderse de forma progresiva la función de los partidos políticos, que actuaban como enlace entre la sociedad civil y las instituciones. La democracia ha perdido sus cauces y vías de transmisión; peor aún, se han anulado o corrompido sus topes, sus frenos y sus contrapesos. Lo que rige en la política actual es la ley del desafuero.

La reconstrucción a fondo de la democracia, maltratada y lacerada por estas agresiones, es una tarea urgente. Y también, una tarea ingente. La clase política en su conjunto, es decir las instituciones, los partidos políticos, los sindicatos, las fundaciones y los organismos de diverso tipo que se mueven en órbitas más o menos próximas a los centros de poder, pueden intentar resolver la cuestión “desde dentro”, renovando personas, revitalizando recursos y activando resortes. Es una opción plausible, afirma Terzi, pero de éxito improbable. Por muchas razones, pero en particular por una: porque implica una limitación, una más, de la democracia.

En el exterior del sistema hay también vida. Se expresan los que no tienen voz: los indignados, los asambleístas, los grupos antisistema o antipolítica. La derecha, el centro y la izquierda establecida, la que Bruno Trentin llamó “sinistra vincente”, tienden a englobarlos a todos ellos en una descalificación irrevocable. Pero cuando la política está paralizada en el marasmo, en la ineficacia y en la corrupción, todos somos antipolítica. Y la democracia, por definición, es un derecho de todos, sin exclusiones, sin vallas ni letreros que digan “Prohibido el paso a toda persona ajena a la obra”.

Entonces la gran propuesta para hoy, dice Terzi, es ampliar la democracia, llevarla a todos los rincones, a todas las personas, y organizarla. Una democracia espontánea, plebiscitaria, rudimentaria, vale de muy poco. Es urgente recurrir a todos, promover una participación democrática masiva y organizada. Una democracia organizada implica la creación de cauces adecuados, de nuevos canales y nuevas sedes de discusión y de expresión, para la decantación y formulación de síntesis sucesivas de un proyecto político que englobe a todos y en el que todos puedan reconocerse. En ese contexto los partidos políticos dejarán de ser los vehículos exclusivos de la opinión de sus bases. No por eso habrán de dejar de arrimar el hombro, pero no pueden reclamar el monopolio de esa función. (Otro tema que no es oportuno tratar aquí, añade Terzi, es la necesidad de una reforma a fondo de los partidos políticos democráticos, de sus estructuras y de sus métodos, si quieren tener algo que decir en el nuevo mundo global.)

Al sindicalismo confederal también le corresponde, dice Terzi, una tarea importante en ese proceso largo, trabajoso y complejo. Entre otras, por una razón de un peso abrumador. La democracia, en la medida en que significa libertad de expresión y de participación, impregna toda la vida y la experiencia de las personas. Y la dimensión esencial de las personas es el trabajo. Hay una tendencia, incluso desde la izquierda, a separar el mundo del trabajo del mundo de los derechos de ciudadanía. Es una tendencia errónea, lo discutimos a fondo el editor de este blog y yo mismo a propósito de su traducción del libro de Trentin La città del lavoro” (1). Recortar de la vida democrática de una persona, de su derecho fundamental a la libertad y a la igualdad, las horas que pasa en el trabajo (o buscando trabajo, en tantos casos), es una amputación brutal e inadmisible. Pensar, como hace Josep Ramoneda en su reciente “La izquierda necesaria”, que el trabajador puede y debe tender a buscar la felicidad al margen del trabajo para no caer en el “economicismo”, es pura filfa. Estamos acostumbrados a argumentaciones más rigurosas del filósofo de Cervera.

Dado que la intención de la propuesta avanzada por Terzi es ampliar la democracia y llevarla a todos los rincones del país, una tarea primordial será introducirla dentro de las fábricas y los centros de trabajo. Allí también han de regir los principios universales de la libertad, la igualdad y la fraternidad, o expresado de otro modo, la solidaridad. Y fuera y más allá de la empresa, importan para la democracia el encaje y la interacción entre empresa y territorio, de un lado, y de otro entre economía y política; dos cuestiones en las que el sindicalismo tiene, si es capaz de afrontarlas, mucho que decir.