A vueltas con el
difícil – pero no imposible – Pacto de Estado por la Industria, José Luis López
Bulla señala unas “variables” (1) dirigidas a concretar y acollar (en el
sentido agronómico de la palabra, a saber, según la Docta: “cobijar con tierra
el pie de los árboles, y principalmente el tronco de las vides y otras plantas”)
los términos plausibles de dicho pacto.
Totalmente de
acuerdo con José Luis, y también con el escrito anterior de Quim González
Muntadas, en el que señalaba la necesidad y la urgencia de la iniciativa, tal
como es percibida en este momento desde los dos lados de la barricada social (valga
la metáfora); es decir, tanto desde las patronales como desde los sindicatos.
Como el tema es de
por sí morrocotudo, entiendo que no está de más husmear en los alrededores o
contornos del pacto en sí, en busca de otros prerrequisitos o precondicionantes
que habría que tener en cuenta para que el susodicho Pacto resulte viable y funcional
a todos los efectos.
Seré breve. Una precondición
para que el Pacto – cualquier Pacto – no quede cojo, es el tema de la
educación. Estamos en una desigualdad insuperable de partida, y las recetas
neoliberales al uso tienden a ahondar más esta circunstancia con la propuesta de
una educación dual que tendrá como consecuencia el refuerzo de la dualidad del
mercado de trabajo: educación integral para las elites, y educación “ad hoc” para
las clases subalternas que facilite su integración en la subalternidad condicionada
prevista para los procesos productivos.
Owen Jones citaba
en un artículo reciente (18 agosto) en The Guardian la diferencia visible entre
la educación elitista de las private schools
británicas y la escuela pública. Según datos proporcionados por el “Sutton
Report”, el 7% de alumnos de las escuelas privadas representan cerca
de las tres cuartas partes de los puestos de la judicatura, más de dos tercios
de ganadores de premios de interpretación, seis de cada diez médicos destacados,
más de la mitad de los periodistas influyentes, y casi la tercera parte de los
miembros del parlamento.
No se trata
entonces de adaptar la educación a las necesidades del mercado de trabajo,
tanto más cuanto que el cortísimo plazo es lo que manda en un mercado sujeto a
contracciones y dilataciones espasmódicas, en tanto que el proceso educativo es
una carrera de fondo. Se trata de educar, no para el mercado, sino para la
ciudadanía; me ahorro entrar a fondo en el tema porque lo ha hecho ya, mejor de como podría hacerlo yo, Estella
Acosta en un artículo resplandeciente de tan luminoso (2).
El otro “contorno”
al que me quiero referir es global: estamos en un momento, no solo de
reestructuración de los aparatos productivos, sino de reestructuración del
capitalismo en su conjunto; de sus formas de actuación, y de sus modalidades de extracción de
las plusvalías. De poco servirá reformar la industria mientras sigamos inmersos
en los meandros de una economía financiarizada. El beneficio no se obtiene ya a
través de la utilización eficaz de la tecnología para conseguir un producto más
útil y accesible a todos (economía productiva), sino mediante marramiaus
continuados en las bolsas de valores para exprimir al máximo las debilidades o
discontinuidades detectadas en un punto del sistema global (finanzas
especulativas). Una operación de bolsa puede dar al traste (ya lo ha hecho) con
una empresa bien organizada y dotada de tecnología y capital humano adecuados.
Y sucede así porque lo importante hoy no es la riqueza creada y la utilidad
social de la producción, sino la voluntad libérrima de los propietarios de las
acciones, y su mayor o menor paciencia para aguardar la siempre lenta generación
de valor añadido.
Entonces, el reto
de una industria más eficaz y más racional, con un trabajo colectivo más sabio
y autoconsciente y más justamente retribuido, pasa también por el cruce obligado
de este tipo de desfiladeros. Adelante con el Pacto de Estado por la Industria,
pero con la ambición añadida de un programa de cambios estructurales que apunte
de forma decidida a un mundo distinto del actual, mejor regulado por un derecho
“duro” (hard law) que ponga coto a
los piratas del neoliberalismo, y más justo en una igualdad de oportunidades
que solo es posible conseguir con un plan educativo trascendentalmente
diferente del que padecemos.