«La economía de las
plataformas está causando una precarización del empleo», según un artículo
firmado por Piergiorgio M. Sandri en lavanguardia. Supongo que se refiere a un
incremento del porcentaje del empleo precario en los datos macroeconómicos globales,
porque considerada en sí misma la sharing
economy, es decir la economía de las plataformas “colaborativas” al estilo de
Uber y Airbnb, es pura precariedad al ciento por ciento.
De lo que se trata
en principio es de “compartir servicios” entre usuarios no profesionales; una
variante del antiguo trueque, que con el internet de los servicios ha adquirido
unas dimensiones y un volumen de negocio inusitados. Según un estudio realizado
en Estados Unidos, se dice literalmente en el artículo de Sandri, «de los nueve
millones de puestos de trabajo que se crearon desde 2005 hasta hoy, la práctica
totalidad procede de la rama de la economía colaborativa, que ya involucra al
15% de la fuerza laboral de Norteamérica.» Posiblemente hay algún error en el
redactado y la realidad no da para tanto; pero en cualquier caso, es indudable
que da para mucho.
El problema principal
de ese tipo de trabajo desregulado y pretendidamente “autónomo”, es que no da suficiente
para vivir y en cambio exige del trabajador una disponibilidad de 7 días x 24
horas. Los tiempos muertos se hacen eternos, la solicitud del servicio por
parte de un cliente puede no llegar nunca, pero existe un compromiso de atender
esa solicitud de forma instantánea en el momento del día o de la noche en que
se produzca. No hay horarios, no hay vacaciones, no hay salario base (la
justicia británica sí ha otorgado derecho a vacaciones y salario mínimo a los
trabajadores de Uber), sino exclusivamente una tarifa estándar por servicio.
El trabajador “autónomo”
ni siquiera es su propio empresario: depende en todo de la plataforma que le
facilita los contactos con los clientes. Algunos trabajadores del sector han
formado cooperativas de facturación: se trata de una forma precaria de intentar
superar la precariedad original del trabajo que desarrollan.
Los asesores de esta
subespecie de fuerza de trabajo piden una legislación española adecuada a las
circunstancias del caso. No valen las disposiciones del Estatuto de los
Trabajadores, ni el estatuto vigente de los autónomos; no hay un marco jurídico
que regule una realidad novísima y que se va extendiendo precisamente debido a
la ausencia de normativas de obligado cumplimiento y, por consiguiente, a la
ausencia de barreras contra el abuso. Como advierte Jesús Mercader, profesor de
Derecho Laboral en la Universidad Carlos III de Madrid, «una inspección laboral
puede en ciertos casos acabar con una empresa emergente» (ha ocurrido en España
con la plataforma Eslife de limpieza a domicilio).
En general se
reconoce que la actividad laboral esporádica de las personas implicadas en la
economía colaborativa solo da para cubrir los costes de mantenimiento, no para
configurar un salario decente. Y solo podrían inscribirse como autónomos en las
listas de la seguridad social en caso de que se les aplicaran cuotas
superreducidas.
Pero el remedio contra
esa situación escandalosa no consiste en escandalizarse, ni en prohibir y
perseguir este tipo de trabajo; sino en reconstruir tanto el derecho laboral
(lo ha propuesto el profesor Umberto Romagnoli recientemente) como la acción
sindical (en la línea de lo previsto por Ignacio Fernández Toxo para el próximo
Congreso confederal de CC.OO.) con una atención primordial a las realidades constatables, no a
las nostalgias ni a los sueños de prosperidad futura.
Y en este sentido,
esforzarse en procurar nuevos derechos y nuevos instrumentos de defensa útiles, a quienes hoy
por hoy carecen de ellos.