sábado, 30 de agosto de 2014

OLOR A OVEJA

Leo en un artículo de Juan G. Bedoya en El País que el nuevo arzobispo de Madrid, monseñor Osoro, es uno de los pocos prelados españoles que “huelen a oveja”. Superado el primer sobresalto, por las connotaciones descalificadoras que tiene en el habla común el olor de otro animal herbívoro muy parecido a la oveja, el chotuno, me entero de que la metáfora es propiedad intelectual del papa Francisco, que la aplica en el contexto eclesial a aquellos pastores que están particularmente cercanos a las vicisitudes de su grey. Igual que se habla de un sindicalismo “de proximidad”, se daría también el correlato de un episcopado de proximidad.

Esta es la descripción de la figura de Osoro, en palabras de Bedoya: «No es un dato intrascendente el que antes de cursar Teología en la Pontificia de Salamanca pisara el mundanal ruido como estudiante de Magisterio, Pedagogía y Matemáticas. Hoy parecería obsceno encerrar a los futuros curas en sombríos seminarios (para) menores poco después de la primera comunión, a los nueve años, pero era lo habitual en el recio nacionalcatolicismo en que se formaron los obispos actuales.» Viene a desprenderse de tal descripción que pisar el mundanal ruido ha adquirido en los medios eclesiales (por lo menos en algunos) un valor que antes no tenía. Antes lo ideal era el magisterio desde la distancia, la separación tajante entre el pastor y el rebaño. Una distancia y una separación que han llegado a contabilizarse en parámetros siderales ante problemas muy delicados y sensibles socialmente, como la pederastia. Ahí la mirada de las jerarquías se ha fijado de forma prolongada y consistente en otra dirección, para ignorar lo que ocurría debajo de sus narices. Un exceso de lejanía claramente perjudicial a largo plazo para la institución.

Vuelvo al mundanal ruido. En instituciones de corte laico y no sacralizado, como son las referidas a la política y el sindicalismo, también está bien documentada la existencia de una práctica habitual de separación muy marcada entre los profesionales y su clientela. Rodolfo Martín Villa fue en tiempos el paradigma clásico del político que, apenas salido de las aulas universitarias, se subió a un coche oficial, y ya no se bajó de él hasta el día de una jubilación dorada y blindada por toda clase de aforamientos. Su ejemplo ha inspirado a muchos jóvenes que desdeñan los cantos de sirena del “mundanal ruido” y ponen todo su empeño en avanzar en su carrera desde el interior de los pasillos de la “casa” correspondiente. Cuando les llega el ansiado bastón de mando, por méritos ganados con un esfuerzo considerable que no intento regatearles, el resultado es que sólo saben practicar una política de pasillos.

Seguramente no es únicamente, ni en primer lugar, esta realidad la que señala con el dedo José Luis López Bulla en su reciente artículo ¿Deben los sindicalistas examinarse antes de ser elegidos para un puesto de responsabilidad? La necesidad de una capacitación adecuada en el terreno técnico para desarrollar tareas de dirección es algo que cae de su propio peso. Pero la formación técnica implica siempre una separación, o por mejor decir una distanciación, del objeto de estudio; y esa es una característica que conviene prever y corregir para no acabar teniendo una clase dirigente sobrecargada de roucos y martinvillas. Quizás me equivoco, pero interpreto que de la propuesta conscientemente provocativa de López Bulla trasciende de alguna forma la urgencia de contar con más “olor de oveja”, y menos tufo a pasillos, en los puentes de mando de las instituciones; menos trincheras y más batallas en campo abierto. Los pastores verán lo que hacen, pero en mi opinión ese anhelo de José Luis coincide en buena medida con lo que precisamente está reclamando un “rebaño” civil cada vez menos dócil y más indignado.


jueves, 28 de agosto de 2014

LA SOLUCIÓN FEDERAL



Dicen los medios que Pedro Sánchez, en su próxima entrevista con Artur Mas, le propondrá una solución federalista para el problema catalán. Me parece un detallazo, pero se me ocurren dos objeciones importantes.

La primera es que el federalismo no es una solución a un problema localizado en Cataluña, sino a un problema general de España. Del Estado español, si se prefiere llamarlo así. Una solución al encajonamiento regresivo que ha sufrido el Estado de las autonomías, diseñado en la Constitución de 1978 según un dibujo que ha quedado obsoleto al paso del tiempo hasta devenir en un tapón considerable: para Cataluña y para Euskadi, pero también para Extremadura y para Madrid. Las estadísticas y las cifras macroeconómicas lo ratifican.

Ese tapón que minimiza o cancela las expectativas tanto del desarrollo autonómico como del Estado, ha dejado espacio y lugar suficientes para la aparición de reacciones extremas como el soberanismo catalán; pero el soberanismo no es una variable independiente susceptible de ser aislada y tratada con fármacos adecuados. El problema no es una Cataluña afectada por el virus de independentismo, sino un sálvese quien pueda generalizado para el que cada cual propone un remedio rápido y enérgico después de rebuscar apresuradamente en los anaqueles de la botica. Hay un cierto consenso de la clase política en que “la cosa” (y no me refiero a Cataluña, sino a España; al Estado español, si se prefiere) no puede quedarse como está. Empieza a abrirse paso la conciencia colectiva de que para encontrar una salida será preciso reformar la Constitución, considerada intocable hasta hace un par de días. Entonces, entre la receta recentralizadora y la soberanista, igualmente nefastas, algunos han descubierto la solución federalista como una vía intermedia practicable, casi casi un mal menor, un sapo no demasiado grande ni repugnante que sería posible engullir sólo con algo de gimnasia muscular que proporcione una elasticidad ligeramente mayor de las tragaderas.

Enfocar el problema desde ese punto de vista es errar el tiro. Y aquí entra la segunda objeción. Es posible en teoría llegar a consensuar por arriba un marco jurídico federal para el Estado, con unas características no del todo insatisfactorias para los territorios y las partes implicadas. Lo que no es humanamente posible, es que ese diseño funcione. Conviene recordar aquí la sentencia del viejo Horacio: no basta cambiar de paisaje, es necesario cambiar también de alma.

El federalismo como sistema de gobierno y de convivencia exige una iniciativa sostenida desde los escalones inferiores de la arquitectura del Estado; exige la cesión de partes sustantivas del poder central (el empoderamiento) a los territorios y a las organizaciones sociales y ciudadanas, para que los utilicen y los manejen con una autonomía amplia; exige la colaboración y la cooperación sincera de los territorios entre ellos; exige una visión común de los problemas desde las distintas partes del Estado como algo no fijado para siempre sino revisable y renovable de día en día a través de un debate abierto permanente en el que han de tener la misma cuota de participación y de protagonismo las mayorías y las minorías. Desde una visión federal y desde una dinámica de participación, nada puede darse nunca por descontado.


El federalismo se encuentra en las antípodas del ordeno y mando. Y el ordeno y mando es la rutina inveterada en la que se apoyan nuestros políticos, así en Cataluña y en Euskadi como en Extremadura y en Madrid, para gobernar. De modo que sólo a través de un proceso largo de cambio molecular de toda la sociedad, y con la ayuda necesaria de un fuerte empuje desde el abajo, podremos – si podemos – llegar a concretar una alternativa federal al sistema actual de gobernanza del Estado. Considero esta eventualidad altamente deseable, pero también muy lejana y difícil.

miércoles, 27 de agosto de 2014

CORTÁZAR



En el centenario del nacimiento de Julio Cortázar, cabe afirmar que tiene su nicho propio y bien ganado en la inmortalidad, pero probablemente no sea un nicho literario. Nunca ganó el Nobel, como sí hicieron sus colegas en el boom Gabo García Márquez y Mario Vargas Llosa. Tener o no tener el Nobel es en algunos casos cuestión de lotería o de oportunidad política; pero probablemente (es la segunda vez que empleo esta adversativa en cinco líneas, lo hago consciente de lo peligroso y nocivo que es pontificar) Cortázar tampoco lo mereció. No forma parte de ningún canon de las bellas letras. No figura en ningún parnaso. Es otra cosa.

La figura de Cortázar está ligada sobre todo, para los hombres y mujeres de mi generación, a aquel momento de nuestra biografía en el que todos fuimos de pronto latinoamericanos. Cuando París era la capital honoraria de una Latinoamérica recién iluminada por los focos de la curiosidad del mundo. La capital intelectual de aquella Latinoamérica fue París, y su corazón, Cuba. En los dos lugares tuvo Julio su parte de reino de este mundo.

Dicen que se asombraba de la cantidad de títulos suyos publicados: «Toda esa obra no es mía», decía. «No me pertenece a mí, ya es de otros.» Buena parte de ella es lo que solemos llamar literatura de circunstancias, aunque toda lleva el sello inconfundible de su personalidad. Cuando hablo de literatura de circunstancias, debo añadir: en el sentido más alto y encomiable de la expresión.


Rebusco en mi biblioteca los Cortázar, bastante sobados y estropeados, que conservo: La vuelta al día en ochenta mundos (en dos volúmenes), Octaedro, 62 Modelo para armar, Ceremonias, Todos los fuegos el fuego, Libro de Manuel, y, por supuesto, Rayuela. Guardo memoria de otros títulos que leí de prestado o que perdí en manos de amigos: Historias de cronopios y de famas, Bestiario seguido deFinal del juego, Los autonautas de la cosmopista. Es un buen puñado de títulos. Mis preferidos siguen siendo los cuentos cortos y, a pesar del artilugio que es lo que peor ha soportado el paso del tiempo, por supuesto Rayuela. He leído en alguna parte que alguien (Carlos Barral, tal vez) dijo a Julio que el libro estaba muy bien, pero que si lo trabajaba más sería una cima literaria. Julio no le hizo caso, claro. Rayuela fue un manifiesto, un panfleto, el mapa de un territorio nuevo, el heraldo del nacimiento de una sensibilidad opuesta o simplemente distinta del canon establecido. Cortázar fue un formidable agitador cultural, más que un literato. Por eso digo que (probablemente) no mereció el Nobel. Su obra es rompedora, no se inserta en una tradición con ánimo de prolongarla y justificarla. Algunos aspectos de su obra de ficción recuerdan poderosamente a Borges y a Carpentier, pero son sobre todo una puesta en solfa de los dos. Si su lucidez y su intuición relampagueante no le han valido un lugar de honor en el parnaso literario, sino todo lo más el lugar aparte en el que se coloca a las excepciones inclasificables, vayan ustedes a echarle la culpa al parnaso literario, no a Cortázar.

martes, 26 de agosto de 2014

RENOVANDO LAS RELACIONES LABORALES

Tengo un recuerdo personal de mi época de sindicalista activo atravesado como una espina de pescado en el gaznate. Corrían los primeros años ochenta y andábamos seriamente preocupados por la invasión de las nuevas tecnologías (las NT, las llamábamos en nuestros informes de situación) en la actividad productiva. Fui a visitar al patrón (los llamábamos así, ellos preferían con mucho el nombre de empresarios; ahora, el de emprendedores) de una fábrica mediana (ochenta y tantos trabajadores) ubicada en una comarca catalana periférica, y con problemas de financiación para la renovación de una maquinaria en riesgo serio de obsolescencia. La conversación tuvo lugar en un despacho sin la menor concesión al adorno, no diré ya al lujo. Nos extendimos bastante más allá del problema concreto de la empresa y, de manera inverosímil, nos descubrimos posiciones bastante próximas respecto a cuál era el desiderátum de una relación entre patronos y sindicatos: autonomía de las partes, lealtad y respeto mutuos, exclusión de las ideologías en el diálogo social, dialéctica conflicto/colaboración. Entonces le conté que el gabinete económico del sindicato había hecho un estudio preliminar positivo acerca de la viabilidad de su empresa, y le sugerí que, desde nuestra propia experiencia, podíamos serle de ayuda tanto en el tema de la financiación como en el replanteamiento de la organización del trabajo en la fábrica. Mencioné la bicha; el hombre se puso rígido:
– Si ha de venir el sindicato a decirme cómo tengo que organizar mi empresa – declaró –,  prefiero bajar yo mismo la cortina metálica.

No era una bravata. Cerró en efecto la fábrica a los pocos meses. Y la historieta viene a cuento de lo que Quim González ha escrito hace pocos días en “Hablemos de la patronal” y José Luis López Bulla ha rubricado con contundencia en “Sindicato renovado,renovación de las relaciones laborales” (1). Existe un problema de legitimación tanto en las organizaciones de los patronos como en las de los trabajadores, y esa deficiente legitimación genera problemas de autonomía. No es anecdótica la afirmación de un hombre de la patronal, Fabián Márquez, en el sentido de que la opción de la CEOE en favor de los convenios provinciales se debe, no al argumento (falso) de que así se ayuda a la flexibilización de las empresas, sino al miedo de quedarse sin el grueso de sus afiliados.

Trabajadores y patronos podrían y deberían ponerse de acuerdo en el momento de acometer las reformas que el nuevo paradigma de la producción exige en el terreno del hardware (la tecnología) y el software (la organización) de la producción. Uno de los problemas principales para esa confluencia deseable reside probablemente en la tercera pata del sistema jurídico rector de las relaciones laborales: el Estado. Por una parte, para el Estado el tema del trabajo ha perdido su centralidad, tiene sólo un carácter accesorio; por otra parte, su intervencionismo autoritario en la concertación social daña la autonomía de las partes y las empuja en una dirección indeseada e inadecuada: la que marca una abominable “reforma” del mercado de trabajo impregnada de austeridad presupuestaria, limitación de créditos, y recortes drásticos en la prevención y en la compensación a los riesgos y secuelas negativas que el trabajo comporta.

Necesitamos una renovación en las estructuras y una profundización en la autonomía tanto de los sindicatos democráticos como de las patronales democráticas. Unos y otros han de hacer confluir sus esfuerzos para obligar al Estado a servir los intereses de la sociedad, y no justamente lo contrario, como está haciendo.

(1) El lector puede encontrar también los dos artículos citados en el diario digital Nuevatribuna.es.


domingo, 24 de agosto de 2014

LA ILUSIÓN DE DECIDIR

A los más acérrimos partidarios del derecho a decidir de la ciudadanía en todos los entresijos de lo público, como yo mismo, nos va pareciendo crecientemente insatisfactoria la situación del proceso de consulta programado para el próximo 9 de noviembre en Catalunya. Supuesto que ese día se decida algo, incógnita aún no resuelta del todo en los momentos actuales porque toda la cuestión podría muy bien aplazarse hasta el año que viene – si atendemos el mensaje implícito de algún globo sonda que se ha hecho volar en fechas recientes –, no hay forma humana de averiguar qué es lo que se decidirá en concreto. Según el Consejo de Garantías Estatutarias de la Generalitat (por mayoría de 5-4) se trata de una mera consulta sin efectos jurídicos, poco más que un sondeo de opinión organizado a lo grande. De ser así las cosas, habrá una celebración democrática pero no se decidirá nada en ella. Sin embargo el conseller Homs afirma que el gobierno considerará de obligado cumplimiento el resultado de la consulta, declaración que nos lleva a la conclusión simétricamente contraria a la anterior, es decir, a que sí se va a decidir ese día sobre la independencia.

Todo estaría más claro si Homs apuntara cómo se plantea el gobierno catalán dar cumplimiento a la opción que resulte mayoritaria en la consulta, dados los recursos políticos y jurídicos limitados de que dispone. Pero sobre esta cuestión no ha dicho una palabra. Nos pide, en resumen, a todos los catalanes un acto de fe. Mal asunto. La fe no abunda hoy por hoy en ningún caladero político, y la credibilidad de Convergència Democràtica en concreto no está pasando por su momento más boyante.

En cualquier caso, las opciones del pueblo catalán en la gran jornada democrática a que se nos convoca se reducen a un Sí-Sí, un Sí-No y un No a secas. Poca sustancia. Nuestro papel se viene a configurar al modo del de la plebe romana reunida en el foro para respaldar o rechazar las propuestas elaboradas por los tribunos. Más o menos. Menos en puridad, porque algún tribuno perdió literalmente la cabeza en aquellos trances de la antigüedad debido a la indignación popular, extremo que se me antoja inviable (aunque ciertamente tentador) en las circunstancias actuales. El protagonismo del pueblo catalán en las próximas calendas va a ser estético, pero no propiamente político. Se nos llama a ocupar dos grandes avenidas de Barcelona el próximo 11 de Septiembre, lo cual dará una fotografía muy aparente que nos permitirá presumir ante el mundo y tal vez entrar en el libro Guinness de los récords, pero mientras tanto de los asuntos serios se ocupa una serie de petits comités,  como el Consell de Garanties citado, un llamado Consejo Asesor para la Transición (y eso que todavía no sabemos si vamos o no a transitar, ni hacia dónde, ni de qué manera), y por lo menos un constitucionalista muy competente que tiene ya avanzada la redacción de un borrador de constitución.


Esto no es serio. Si quiero hacerme un traje, es lógico que acuda a un sastre competente, pero no que sea él quien decida la calidad de la tela, el color y el dibujo. Una cosa es recurrir a los expertos para dar forma a nuestras decisiones, y otra muy distinta dejar que los expertos decidan por nosotros y nos sometan el resultado a plebiscito dándonos como opciones un Sí-Sí, un Sí-No o un No-No. El derecho de la ciudadanía a decidir es, por naturaleza, personal y no delegable, y su recorrido ha de abarcar desde la A hasta la Z de los asuntos decisivos (de algo les viene el nombre) de la política para ser efectivo. Un país no se construye desde las ambigüedades, los sobreentendidos y las votaciones de confianza.

sábado, 23 de agosto de 2014

REGENERACIÓN DEMOCRÁTICA

Por definición, una regeneración de la democracia debe venir de abajo; nada se regenera por arriba, por mandato imperativo de una ley, por muy refrendada que haya sido ésta en las cortes. Por eso, el título de la Ley de Regeneración Democrática que aspira a poner en circulación en fecha próxima Mariano Rajoy se ha de entender como una broma. Si del título descendemos a examinar el contenido del proyecto de norma legal, comprobamos que en efecto se trata de una broma. Y sin embargo…

Mariano cuenta con asesores de solvencia, y ellos tienen que haberle orientado de cara a las elecciones municipales en un doble sentido: a) pese a perder porcentajes altos de voto, el PP conserva una minoría mayoritaria en buena parte de las áreas municipales más pobladas de la geografía española; b) los pactos postelectorales podrían arrebatarle alcaldías sensibles, pero en cambio es poco probable que se produzcan reagrupamientos de candidaturas de oposición antes de las elecciones. Ese doble dictamen, supongo, es la brújula que ha determinado la orientación de la ley propuesta.

Y sin embargo… Una efectiva regeneración democrática daría resultados imprevistos en las elecciones, según la ley de Rajoy. Una minoría sólo es mayoritaria en un campo electoral fragmentado. Si se bipolarizan las opciones de voto, la minoría será simplemente minoría. Es posible y realista poner en pie en las capitales y en las ciudades medianas mal gobernadas por el PP candidaturas de unidad, “frentepopulistas”, que agrupen un consenso decisivo para ejercer el gobierno local en un sentido más acorde con el sentir muy mayoritario de la ciudadanía. Sería ridículo que el alcalde de Burgos reeditase su mandato después de Gamonal; que la alcaldesa de Valencia volviera a la carga con su plan para arrasar El Cabanyal atrincherada en una nueva mayoría legitimada en las urnas.


La cuestión es si la hasta ahora oposición al gobierno municipal tiene capacidad para poner en pie una alternativa conjunta. Los mimbres están ahí, casi siempre; falta ponerse a hacer el cesto. Por inercia, por cálculo, por pequeña política, cada opción política presente en un ámbito municipal aspira a formar su propia candidatura, con su propia gente, con su propio espacio, con su propio logo. Construir una candidatura de todos, ganadora, requiere un trabajo suplementario: el ejercicio doloroso de sacrificar opciones y personas a las que se está apegado, y el ejercicio arriesgado de salir a buscar a los “otros” para, en principio, escucharlos, y luego para confluir, y convencer e incorporar a los indecisos y a los reticentes. Hacer primarias será casi obligado, pero no primarias con sólo los “nuestros” para perder, sino primarias con todos para ganar. Y plantear las elecciones no desde la visibilidad del logo, sino desde la convicción de un programa común creíble. La política municipal es la que mejor permite una confluencia de intereses y de valores ciudadanos en el sentido alto de la palabra; la más propicia a un frente popular y a un cambio rápido y visible en la forma de gobernar. Es y debe ser el primer paso de una regeneración democrática profunda de nuestra sociedad civil y política. Con o sin nueva ley de Mariano Rajoy.

viernes, 22 de agosto de 2014

DIOS, SI ES QUE EXISTE

¿Dios aprieta pero no ahoga? Hay opiniones encontradas sobre el particular, y más aún con la que está cayendo. La aportación personal a tan espinoso tema de Georges Brassens fue el siguiente análisis de lo ocurrido con la pastora Jeanneton (Juanita) en una canción que quedó inédita a su fallecimiento en 1981, y que grabó años después su amigo el cantante Jean Bertola. El título, Dieu, s’il existe.

¿A qué juegan en el cielo?
¿Qué utilidad tenía que una granizada
Devastara los pastos jugosos
Del país de Jeanneton?
A sus ovejas y sus carneros
No les queda ni una planta forrajera,
Sólo ha sobrevivido el cardo.
Dios, si existe, exagera.
Exagera.

Encima el lobo feroz, glotón
Y para nada bucólico,
Sale del bosque decidido
A zamparse el rebaño de Jeanneton.
Sin perdonar ni a un corderillo
Todo lo devora y lo digiere.
¿A qué juegan en el cielo?
Dios, si existe, exagera.
Exagera.

Pero además Coridón,
Prometido de la pastorcita
Que asistía puntual a la parroquia
Y soñaba con amores intemporales,
¿A qué juegan en el cielo?,
Se ha ido detrás de los muslos
Más bellos y ligeros de una descocada.
Dios, si existe, exagera.
Exagera.

Adiós praderas, adiós corderos,
Adiós días dorados de la pastora.
¿A qué juegan en el cielo?
¿Están acaso tirando los dados?
Es estúpido y malvado actuar así
En momentos de tanto apuro. Sugiero
Que se discuta la cuestión en el próximo concilio.
Dios, si existe, exagera.
Exagera.


(Por la traducción, Paco Rodríguez de Lecea)

miércoles, 20 de agosto de 2014

LOS NUEVOS JENÍZAROS

No siempre aciertan en sus discursos los filósofos de campanillas. En la muy renombrada Enciclopédie dirigida por Diderot en la segunda mitad del siglo XVIII, el artículo sobre el despotismo describía esta figura como la tiranía ejercida sobre los pueblos antiguos por individuos caprichosos que al socaire de un presunto derecho divino o por conquista militar se habían alzado con el poder absoluto. El artículo no gustó nada al marqués de Condorcet, que se apresuró a escribir un pequeño tratado “Sobre el despotismo” para refutar aquella idea. Corría el año 1789, fecha, como se sabe, de una sonada revolución que había de acabar para siempre con el llamado Antiguo Régimen.

Marie-Jean-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794), distaba mucho de ser lo que hoy llamaríamos un mindundi. Destacó primero como científico y matemático, fue llamado a dirigir la economía de la monarquía francesa al lado de Turgot, y se alineó sin remilgos tanto con las nuevas ideas de los “filósofos” como con los principios de la revolución democrática. D’Alembert lo llamó «volcán bajo la nieve» por la pasión que animaba sus razonamientos pausados, y Voltaire le consideró un filósofo universal.

Condorcet sostuvo en su tratado que el despotismo individual existe sólo en la imaginación, porque el déspota requiere siempre para sus propósitos de la colaboración de un número considerable de acólitos. Pero esa no es su enmienda importante: lo decisivo de verdad es la negación de que el despotismo sea agua pasada, y su análisis sobre el «despotismo de facto» o «indirecto» en las sociedades modernas. Ese tipo de despotismo, afirmó Condorcet, renueva el tema clásico de la dominación («es decir, la sujeción de unas personas a los deseos arbitrarios de otras») en formas nuevas que se adaptan bien a un gobierno basado en la opinión y a una economía de mercado. «El despotismo de los jenízaros era también indirecto. Ninguna ley específica, ni tradición establecida, señalaba que el sultán debiera inclinarse ante sus deseos. De forma parecida, en algunos países las gentes que habitan en la capital ejercen un despotismo indirecto sobre el resto del territorio; y en otros, los dirigentes de la nación han abdicado de su independencia ante las clases adineradas, de modo que la actividad del gobierno depende de los préstamos que puedan conseguir de éstas. El gobierno se ve entonces obligado a nombrar ministros que complazcan a sus acreedores, y la nación queda sometida al despotismo de los banqueros.»

El despotismo indirecto actúa no por medio de mandatos taxativos sino por «influencia», lo cual es compatible con la existencia de una esfera pública y con la libertad de palabra y de asociación. De modo, señala Condorcet, que este tipo de despotismo crece con mayor facilidad en los modernos estados territoriales, debido a la concentración geográfica de las masas populares en grandes ciudades y centros comerciales. Y concluye: «Es más fácil librar a una nación del despotismo directo que del indirecto.»

Llama la atención la modernidad de las ideas de Condorcet. Más de un siglo después, Schumpeter recogió su desafío y señaló dos condiciones necesarias para combatir la influencia de los déspotas indirectos en una democracia. A saber, una opinión pública robusta y plural, y una muy considerable libertad de prensa.


Este no es un tema secundario. El imparable descenso de los salarios medios y el crecimiento paralelo de la remuneración de los altos directivos de sociedades financieras o industriales multinacionales es un ejemplo de despotismo por influencia; y también las recientes injerencias del Banco Central Europeo en los ordenamientos constitucionales de los distintos estados, incluido el nuestro, que se han llevado a cabo sin ningún escrúpulo ni miramiento con la opinión pública. Los esfuerzos de los lobbies y las franquicias del poder por limitar el pluralismo político y domesticar la prensa son dos ingredientes más de una cuestión que requiere para su superación del esfuerzo conjunto, no ya de las izquierdas, sino de todos los demócratas. De otro modo, los nuevos jenízaros implantarán una tiranía de facto por los siglos de los siglos.

martes, 19 de agosto de 2014

EL POLICIACO COMO LABERINTO

Cuando la actualidad política nos trae declaraciones como la del señor Junqueras, un adepto al Volkgeist catalán que únicamente ve un rumbo posible en su bitácora (el rumbo de colisión), y las simétricas de Cospedal y otros, anunciando una sola manera de resolver los problemas que lleva también a la colisión vía interpretación restrictiva de la letra de las leyes patrias y los protocolos internacionales, resulta un alivio sumergirse en un libro policíaco. El policíaco nos concede por algunas horas el placer de movernos por un territorio laberíntico hecho de conjeturas, de posibilidades alternativas, de exploraciones a tientas que pueden finalizar en vías muertas o bien en certezas aproximadas que van sirviendo de andamios para una construcción en curso, felizmente concluida en un último capítulo lleno de sorpresas y de revelaciones.

Mis policíacos de este verano son un Camilleri reciente, La pirámide de fango, y una rareza en el género, Rosso quadrato, aún sin traducir al castellano y que firman tres autores con un seudónimo común ilustre: Tom Joad (recordable para los letraheridos como el protagonista de Las uvas de la ira, de John Steinbeck). Curiosamente, los dos tienen que ver con delitos relacionados con el mundo laboral, que es también el mundo en el que hoy se fraguan los grandes pufos y se generan los enriquecimientos abusivos de gentes inescrupulosas empoderadas por unas leyes injustas.

Montalbano es, como de costumbre, el héroe de la novela de Camilleri. El de la de Joad tiene otra característica novedosa. No es un “esbirro”, un policía, como viene a ser frecuente en este tipo de literatura. Miquel Falguera lo observaba con agudeza hace algún tiempo: el private eye puesto en escena por Hammett, Chandler o Ross Macdonald, y el dilettante, el Philo Vance de Van Dine o el Poirot y la Miss Marple de Christie, han sido sustituidos en las hornadas posteriores de cultivadores del género por policías profesionales, desde Montalbano hasta Wallander, Beck, Brunetti y un larguísimo etcétera, que acometen los delitos de la sociedad actual desde las conclusiones de la policía científica en la escena del crimen y desde los profiles de los departamentos de psicología criminal.

Sin embargo, el investigador de Rosso quadrato es un sindicalista, luego un hombre bregado en el conflicto y en la negociación, en el conocimiento tanto de las personas concretas como de los textos de las leyes y sus lagunas. Un hombre, además, escudado en una ética propia, self made, lo cual lo aproxima a los Marlowes y los Spades de los viejos tiempos (incluso al Padre Brown de Chesterton, que analizaba los crímenes en función del pecado y la gracia santificante) en el sentido de que su noción del bien y del mal no es la del poder constituido, sino la de un mundo claramente mejorable y que él se esfuerza en ayudar a configurar como futuro posible.

Y con esa tensión ética viene a coincidir la salida del laberinto que se nos propone. En el policíaco se da siempre un desorden mundano (un cadáver, en la mayoría de los casos) generado por una mano oculta. Restaurar el orden quebrado es la misión – una misión ética – del investigador, pero la sustancia de la literatura policíaca no radica exactamente ni el crimen ni en el castigo. Lo expresaré con las palabras de Umberto Eco (en Apostillas a “El nombre de la rosa”): «Creo que a la gente le gustan las novelas policíacas, no porque haya asesinatos ni porque en ellas se celebre el triunfo final del orden (intelectual, social, legal y moral) sobre el desorden de la culpa. La novela policíaca constituye una historia de conjetura, en estado puro. […] En el fondo, la pregunta fundamental de la filosofía (igual que la del psicoanálisis) coincide con la de la novela policíaca: ¿quién es el culpable? Para saberlo (para creer que se sabe) hay que conjeturar que todos los hechos tienen una lógica, la lógica que les ha impuesto el culpable. Toda historia de investigación y conjetura nos cuenta algo con lo que convivimos desde siempre.»

Ese algo con lo que los aficionados a las historias policíacas «convivimos desde siempre» viene a ser la idea de que la realidad en la que nos movemos es compleja, y no rectilínea; la de que la culpa no se concentra en solitario en un individuo sino más bien corresponde a una situación, a un plano oblicuo, a una estructura anómala; la de que es preciso remover los obstáculos acumulados a conciencia por algunos para que otros puedan aspirar a una justicia compensatoria.


Y por eso, concluyo, tiene pleno sentido que en un policíaco el investigador que avanza con cautela por una realidad oscura y plagada de trampas, sea precisamente un sindicalista.

sábado, 16 de agosto de 2014

EL PRESO, EL PÁJARO Y EL BALLESTERO



La canción de Georges Brassens À l’ombre du coeur de ma mie es el contrapunto de otra de añeja tradición. En las dos se nos presenta una pareja de hecho formada por un pájaro y un ballestero. Los dos cumplen con el estereotipo que se espera de ellos, a saber el ballestero dispara y el pájaro es disparado. En la primera canción, recitada en primera persona por un preso, la acción del ballestero es puro salvajismo; en la de Brassens, si no exactamente un acto de legítima defensa, sí puede calificarse de reacción justificada desde criterios civilizadamente compartidos. Veamos las dos canciones por orden de aparición (cito la primera, de autor anónimo, de memoria, consciente además de que he manejado variantes distintas del mismo texto medieval):

Que por mayo era, por mayo,
Cuando hace más calor,
Cuando los enamorados
Van a servir al amor
Sino yo, triste y cuitado
Que estoy en esta prisión
Que no sé cuándo es de día
Ni cuándo las noches son,
Si no fuera una avecilla
Que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero,
Dios le dé mal galardón.

La indignación del oyente brota espontánea. El caso parece visto para sentencia. Pero oigamos ahora el pliego de descargo del ballestero, en la voz de Brassens y traducido por el firmante de este blog. (El lector interesado, quizá no está de más advertirlo, puede encontrar en youtube esta y todas las canciones de Brassens.)

A la sombra del corazón de mi amiga
Se posó a dormir un pájaro
Un día que ella jugaba a ser la bella durmiente
Y yo, puesto de rodillas
¡Hadas buenas, protegednos!,
Quise posar sobre su corazón
Una especie de beso.
Entonces ese pájaro de mal agüero
Empezó a gritar “¡Al ladrón,
Al ladrón!” y “¡Al asesino!”,
Como si fuera su pecho lo que yo buscaba.
A los gritos del estornino
Se armó de pronto un gran revuelo.
Todo el mundo y su padre acudió
Para prestarle auxilio.
Tanto ruido, tantas carreras
Ahuyentaron el encantamiento,
Y la bella, incomodada,
Hurtó su seno a mis besos.
Desde ese día, hermanos,
Me he hecho cazador
Y recorro caminos y trochas

Con mi ballesta montada.

viernes, 15 de agosto de 2014

ANATOMÍA DEL POPULISMO (y II)

Nadia Urbinati, siguiendo el análisis que comentaba en mi anterior entrada (1), señala como características del populismo la polarización, la simplificación y también la personalización de la política. El populismo, cuando no se limita a una aspiración difusa y demuestra capacidad para consolidar una estrategia dirigida al objetivo de alcanzar el poder, requiere siempre un liderazgo fuerte. Eso significa una vinculación más directa y estrecha – afectiva incluso – entre el líder y su electorado, pero también una desfiguración de la política, que pasa de verse como un quehacer colectivo a una gestión personal, avalada, eso sí, por un respaldo multitudinario sin fisuras.

Cuando esa estrategia y ese liderazgo se contienen en los esquemas y los procedimientos de la democracia representativa, suelen desembocar en otra desfiguración, que Urbinati denomina democracia plebiscitaria. En ella el pueblo está presente y movilizado, pero no se comporta de forma activa sino pasiva: su participación en la cosa pública se vehicula, no en la forma del debate libre, sino en la aclamación al líder y el abucheo al rival. El pueblo degenera en público. Viene a comportarse igual que la plebe de la Roma antigua, reunida en el foro para escuchar a los tribunos y expresar de forma ruidosa su aprobación o desaprobación; pero apartada de cualquier otra forma de participación en los asuntos públicos.

La estrategia populista puede también ir más allá de la democracia, y configurarse como régimen personal, como cesarismo. Las premisas son las mismas: identificación del líder con el pueblo y recíprocamente del pueblo con el líder, de modo que éste se transmuta en la expresión y el pensamiento de un colectivo amplio, unificado y galvanizado por un ideal común. Cuando se produce esa comunión, los mecanismos de equilibrio, las garantías y las cautelas de la democracia pueden saltar, y el ejecutivo constituirse como el poder prácticamente único y omnímodo del estado.

Ernesto Laclau, profesor argentino fallecido en Sevilla hace pocos meses, sostiene en La razón del populismo que, puesto que la política surge del pueblo, política y populismo son términos intercambiables, y toda estrategia política se resume en un proyecto tendente a la creación de una ideología dirigida a definir una identidad común que unifique a las distintas capas o fracciones del pueblo. El proyecto populista/político queda justificado y convalidado cuando consigue alcanzar la hegemonía, entendida ésta en el sentido gramsciano, dentro del ámbito social y político propuesto. A través de esta argumentación defiende Laclau la legitimidad democrática de un régimen personal como lo fue el de Juan Domingo Perón en Argentina.

Pero esa utilización del concepto de hegemonía por parte de Laclau supone un forzamiento indebido del pensamiento de Gramsci, señala Urbinati. En sus Notas sobre Maquiavelo, Gramsci contrapuso dos formas de cesarismo, una en el sentido del progreso que ejemplificó en determinados pasajes de la trayectoria de Julio César y Napoleón, y otra (referida sin nombrarlo a Mussolini) que definió como «versión populista de la degeneración del príncipe moderno en un dogmatismo despótico»; como un proyecto no hegemónico sino despótico.

En cuanto al sentido progresista del cesarismo, al que se acoge Laclau, Gramsci limita de forma explícita su función a una ayuda «no intencional» a las fuerzas de progreso en una situación potencialmente revolucionaria bloqueada por un «equilibrio catastrófico» entre las fuerzas en presencia. Al resultar entonces ineficaces o insuficientes los mecanismos de la hegemonía («guerra de posiciones»), la ruptura del bloqueo consiguiente puede llevarse a cabo mediante la aparición de un liderazgo personal fuerte y movilizador («guerra de movimiento») más o menos comprometido con el bloque de progreso. De esta forma es siempre posible abrir un escenario nuevo y más favorable; pero el protagonismo deberá volver lo antes posible al “príncipe” colectivo, organizado, comprometido con una concepción de la historia y del progreso social que es simétricamente opuesta a la ideología y a la retórica como instrumentos de persuasión.

He seguido hasta aquí la línea de argumentación de Urbinati, de forma muy resumida y tal vez no suficientemente precisa. Termino con una larga cita de su libro (p. 166), en torno a las diferencias entre democracia representativa y populismo: «Una democracia que incorpora las trabas de los procedimientos liberales puede ser un instrumento para llevar a cabo un proyecto más amplio de democratización. Lejos de ser una indicación de impotencia, esas trabas dan al estado democrático legitimidad para emprender una política consistente de democratización, en la medida en que colocan al estado bajo control. Pero en manos de la democracia populista, esa misma política se convertiría en una estrategia temible de incorporación social y de homogeneización. En conclusión, una democracia “segura” e institucionalizada permite la utilización de un abanico más amplio de recursos y de iniciativas. El populismo no parece capaz de resolver el dilema de ser, o bien minoritario, o bien despótico. Estar en minoría no es seguro en un régimen populista, y esa es razón suficiente para desconfiar de él.»

jueves, 14 de agosto de 2014

ANATOMÍA DEL POPULISMO (I)

Sostiene la profesora Nadia Urbinati, en su libro Democracy disfigured (Harvard University Press 2014), por desgracia no traducido aún a nuestro idioma, que el populismo ha acompañado siempre en la historia a la democracia representativa, como una tendencia, o posibilidad, o desfiguración de la misma.

Que esto sea así, implica dos cosas. La primera, que una política populista se sitúa en principio dentro y no fuera del terreno de la democracia representativa; la segunda, que no se trata de la versión más ajustada o deseable de esa democracia, sino de una imagen reconocible pero desfigurada. La democracia, en cualquier caso, casi nunca se ha distinguido por ofrecer la imagen inmaculada de una vestal que custodia el fuego sagrado; sus desfiguraciones son muchas, y sus defectos, sus tics, sus vicios grandes y pequeños, sus corruptelas, son innumerables. Es, como dijo Clemenceau, el peor régimen político posible con la sola excepción de todos los demás.

Platón, es sabido, no era amigo de la democracia. En su bien ordenada república o politeia, los sabios se encargaban de gobernar, los guerreros de combatir, y el pueblo de trabajar y obedecer. Platón fue un taylorista, muchos siglos antes de que el ingeniero Frederick Winslow Taylor estableciera las coordenadas de masas del invento. La democracia, por el contrario, implica conceder el mismo poder (“empoderar” por un igual) a los sabios y a los ignorantes, a los listos y a los tontos, a los ricos y a los pobres. No establece una división del trabajo para gobernar el común, todos están llamados a ello por un igual. Por eso, la democracia – lo dijo Norberto Bobbio – es subversiva.

No es sólo el poder, la democracia concede algo más a las personas: libertad para equivocarse. Y todavía más importante, derecho a rectificar los propios errores, sin traumas serios y sin necesidad de hacer rodar cabezas. La democracia es un invento imperfecto, muy imperfecto, porque es humano y no divino, porque no toma nota de ideales ni de ideologías sino de realidades prosaicas. Pero también, justo es reconocérselo, es un invento práctico.

Populismo y demagogia, dos conceptos interrelacionados, acompañan a la idea de democracia desde la antigüedad. La teoría política estima que es democrático el discurso que apela a la razón, y demagógico el que agita las pasiones de los oyentes. El primero atiende al bien común, al del conjunto, y el segundo trata de arrancar ventajas para una parte de la comunidad en perjuicio de otra. Lo cierto es que haría falta un metro de platino iridiado y un microscopio de altísima definición para discernir en qué parte se contienen y en qué otra parte rebasan la línea divisoria entre ambas actitudes los discursos de todos los políticos de las democracias antiguas o modernas. No creo que ninguno de ellos esté libre en algún momento del pecado de demagogia y/o de populismo.

Nadia Urbinati analiza en su estudio tres características definitorias del populismo. La primera se refiere al caldo de cultivo, el “mantillo” que propicia la aparición de tensiones populistas en una sociedad democrática. Ese ingrediente aparece cuando se produce una ruptura del equilibrio social o se pone en cuestión una hegemonía hasta entonces bien asentada. El empequeñecimiento numérico y la pérdida de la preeminencia de las capas medias, un declive acusado en el bienestar de amplias mayorías sociales, el incremento de las desigualdades en el reparto de la riqueza y los derechos entre los distintos estratos de la población, provocan tensiones que difuminan la percepción de un bien común para todos y potencian reivindicaciones enérgicas de grupos sociales que se consideran marginados o perjudicados por la marcha general de los negocios. Es esa situación la que propicia la aparición de “brotes verdes” populistas.

Entonces se despliega una segunda característica del populismo: la polarización. El debate político se estrecha, desaparece la visión de una comunidad presidida por la pluralidad y todo queda reducido a un conflicto básico que es urgente resolver. La “ideología” que proporciona la base de sustentación de esa actitud parte sin excepción de los siguientes componentes: a) la exaltación del “pueblo” como garantía última de sinceridad de la política, en oposición al compromiso y al conchabeo como querencia inveterada de los políticos profesionales; b) la apelación a los derechos de la mayoría en contra de las minorías de cualquier tipo (suele existir en el fondo de las ideas populistas un fuerte aliento discriminador contra minorías étnicas, culturales, de género, religiosas, lingüísticas, etc.); c) la oposición cerrada a toda transacción como motor de una política que tiende a construir una identidad propia, un “nosotros” contra “ellos”; y d) la santificación de la unidad y la homogeneidad del pueblo frente a cualquier diferenciación posible.

Finalmente, esa estrategia de polarización puede desembocar en un régimen ya no propiamente democrático: es la posibilidad del cesarismo, el reagrupamiento de una mayoría social en torno a un líder carismático que anula a las minorías y encarna en su persona el “destino en lo universal” del colectivo. En relación con esa posibilidad, Urbinati recoge y comenta los análisis de Ernesto Laclau sobre el peronismo y los de Antonio Gramsci, en las Notas sobre Maquiavelo de sus “Cuadernos de la cárcel”, sobre la génesis del fascismo mussoliniano. La extensión del tema aconseja retrasar la continuación de su exposición hasta una próxima entrega.