lunes, 31 de marzo de 2014

LA IZQUIERDA Y EL PROBLEMA DEL ESTADO

Paco Rodríguez de Lecea



La aparición de un desacuerdo de carácter “estratégico” con José Luis López Bulla ha sido una sorpresa para mí. En nuestras conversaciones y en mis colaboraciones con él a lo largo de los últimos años ha existido en líneas generales una complicidad tan grande que, quizá, me ha llevado a abusar de los sobreentendidos y acogerme a la comodidad de un acuerdo implícito de fondo demasiado “redondo”, sobre unos postulados demasiado indiscutibles. El desacuerdo ha aparecido en el tema de la valoración del Estado del bienestar; es decir, en un tema no menor, no obviable con facilidad. Ahí, y utilizo una expresión del mismo José Luis, se encuentra una de las “madres del cordero” de la situación que atravesamos. Antes que continuar la conversación emprendida – la polémica – con él y con otros amigos en los términos en que estaba planteada, he preferido dar un paso atrás y aclarar más despacio y con más espacio mi punto de vista, en la forma de una reflexión personal. Si esta reflexión, por su extensión y por sus características, es o no apropiada como entrada de un blog, lo dejo a la decisión del propio José Luis.

De la emancipación a la redistribución de las rentas
Si queremos abarcar en una gran síntesis la evolución del pensamiento de la izquierda política y del movimiento obrero desde el acto fundacional de la I Internacional cuyos 150 años se cumplen precisamente en éste, lo que encontramos es lo siguiente: en el inicio, la intención es acabar con la explotación del hombre por el hombre a partir de la supresión de la propiedad privada de los medios de producción – “la propiedad es un robo” – y de la emancipación del trabajo, única fuente generadora de valor económico. Ese orden de ideas se complementa con una concepción radicalmente negativa del Estado, tanto en Bakunin (es “artificial, antinatural y patrimonio de una clase privilegiada”; al paso del tiempo y después de aplastar a las clases sociales subalternas, se convertirá en una “máquina”), como, de forma más matizada, en Marx, que propone desposeer del aparato de Estado a la clase dominante por medio de la revolución, y transformar el viejo Estado opresor en una “dictadura del proletariado” que actúe de forma inversa, sometiendo a la burguesía para luego, una vez cumplidos sus fines, “extinguirse” y permitir el florecimiento de una sociedad socialista libre y exenta de contradicciones.

La dialéctica de la lucha obrera, con sus fases de conquista, de represión y de acuerdo consensuado, va modificando los postulados iniciales. Se alcanzan el sufragio universal (bastante más tardío el sufragio femenino) y mejoras sustanciales en la condición de trabajo y en la previsión social (una “conquista de civilización”, en la atinada valoración de Bruno Trentin). De forma paralela, el modo de producción da un gran salto adelante con la introducción del maquinismo y de la organización fabril “racional” del fordismo-taylorismo. Derecha e izquierda coinciden en la admiración por los avances técnicos y los nuevos métodos organizativos. Lenin primero y después Gramsci comparten la visión de la fábrica fordista como un germen esperanzador de la futura sociedad socialista. De hecho, el taylorismo será la norma en la economía de la sociedad soviética estaliniana, con los planes quinquenales como desafíos a superar y el obrero Stajanov como héroe de la producción. Mientras tanto, en occidente, los grandes ideales de la abolición de la propiedad privada y de la emancipación del trabajo asalariado reculan más y más y quedan postergados a un futuro nebuloso. Al fin y al cabo, propiedad y trabajo por cuenta ajena están configurándose como los grandes motores de una revolución industrial que está cambiando la vida, la sociedad y el aspecto del planeta.

La segunda contienda mundial, con la enorme sangría padecida tanto en los campos de batalla como en la retaguardia, el desmantelamiento del aparato productivo por causa de los bombardeos masivos, y la consiguiente escasez de recursos humanos y materiales, está en el origen de una nueva fase de la producción. Es el Estado quien toma el timón en sus manos: dirige el esfuerzo de la producción nacional a la economía de guerra, e impone a obreros y obreras (la ausencia de hombres es suplida por las mujeres, que por primera vez adquieren visibilidad y reconocimiento público) sacrificios que ellos y ellas aceptan con gusto como un deber patriótico. La derecha y la izquierda se acomunan y la sociedad civil se subsume al Estado en aras de un gran objetivo común a todos: la supervivencia y la victoria.

El “Estado social” nace de esas premisas. El esfuerzo de los trabajadores se prolonga después de la victoria, ahora con el objetivo de la reconstrucción. Con Keynes, con Bevan, se prolonga esa ilusión de una comunión de intereses entre capital y trabajo, entre izquierda y derecha, entre Estado y sociedad civil. Es en ese momento histórico, durante el ciclo largo expansivo de la posguerra mundial, cuando la izquierda es “seducida” por el Estado, cuando empieza a considerarlo, en positivo, “la” palanca decisiva, eficaz y poderosa, que puede ofrecer a la sociedad el impulso necesario para completar una transformación histórica. Olvidémonos en este punto de mi anterior alusión a Lassalle y a Marx. Era una simple metáfora.

Un paréntesis sobre la expresión “Estado social”, apuntada por el profesor Aparicio Tovar. No ignoro hasta qué punto está asentada en los ámbitos académicos, pero me parece un oxímoron. Sugiere la idea de una sociedad incorporada al Estado, que ha pasado de alguna forma a ser parte integrante de él. Pero ni es así, ni puede serlo nunca. La sociedad es una estructura, el Estado una superestructura. La confusión entre ambos, o la ilusión de un maridaje indisoluble entre ambos, ha sido a mi entender un error capital de la izquierda. Un error que ahora estamos pagando muy caro, y que, sin embargo, no hemos rectificado.

Las premisas teóricas que orientan la actuación de esa izquierda “seducida” por el Estado son: que la propiedad privada de los medios de producción ha dejado de ser un elemento relevante, puesto que es el Estado y no los propietarios quien controla y dirige la economía; luego la propiedad no se toca. (Más tarde vendrá lo peor: no ya es que no se toque, es que se privatizará lo que era público.) Y la mejora de la condición de los trabajadores puede posponerse hasta las calendas griegas porque el Estado dispone de un mecanismo reequilibrador de una efectividad impresionante: los sinsabores, en el interior de la fábrica o del taller, de un trabajo heterodirigido, alienado, extenuante, son compensados a través de una redistribución de la riqueza creada por ese mismo trabajo, en la forma de unos servicios sociales cada vez más afinados, completos y sofisticados. Desaparece, en consecuencia, el horizonte teórico de la emancipación, sustituido por el nuevo concepto del bienestar, el “welfare”, convertido en clave de bóveda o en madre del cordero de una forma de democracia representativa que lleva implícita una alternancia pacífica entre los gobiernos que expresan los intereses del capital y los que se reclaman del trabajo. El mecanismo de las urnas determina cada cierto número de años si van a ser unos u otros los que dirijan la “máquina” estatal (recordemos la expresión de Bakunin); pero el resultado viene a ser indiferente desde el momento en que unos y otros comparten una misma visión de los problemas. Se da ya de antemano lo más parecido a lo que luego será calificado de pensamiento único.

Nuevo paradigma y autismo del Estado
Pues bien, el mundo ha vivido en los últimos años una mutación gigantesca. El paradigma fordista de la producción ha quebrado con la introducción masiva de nuevas tecnologías, tanto en la industria en sí como en el terreno de las telecomunicaciones. La gran fábrica, el símbolo más perfecto de toda una etapa productiva, ha cerrado sus puertas. Se ha producido un big bang, una gigantesca explosión, que ha fragmentado en millones de pedazos el mundo de la producción y del trabajo, antes compacto y estable, ahora disperso y precario. Donde había pleno empleo tendencial, ahora tenemos índices muy altos de paro estructural. El peso del factor trabajo en el producto interior bruto ha sufrido un descenso vertiginoso, y sigue en caída libre. Ni los impuestos ni las cotizaciones de los trabajadores pueden costear ya los gastos de la previsión social en los niveles conocidos hasta ahora. Al mismo tiempo, el gran capital ha globalizado su funcionamiento y sus expectativas de inversión y de ganancia; su ubicuidad le permite utilizar a voluntad mecanismos de evasión o de elusión de impuestos en los países en los que invierte, y la lógica nueva del negocio financiero lo desliga de las leyes tradicionales de los mercados, como la productividad, la prospección, la competitividad o los balances de resultados. El gran capital puede hoy arruinar una empresa rentable y bien dimensionada, vaciarla de patrimonio y de contenido, y venderla por un precio irrisorio, dejando en la calle a cientos o miles de trabajadores competentes y bien adiestrados. Puede hacerlo, y en efecto lo está haciendo.

Esta nueva situación ha dejado desubicados al Estado y a sus instituciones. La soberanía nacional significa hoy mucho menos que hace unos años, porque no hay dónde ni cómo ejercerla; los instrumentos estatales de dirección y gestión de la economía han perdido toda eficacia; el capital no sólo se independiza de hecho, sino que impone sus propias condiciones al Estado; y entre los dos hacen repercutir los costos de sus operaciones sobre la sociedad civil, que es quien sufre en sus carnes las consecuencias del cataclismo. En cuanto al Estado del bienestar, se está desmontando pieza a pieza en una gran voladura controlada. Hoy todo lo que tenemos, para decirlo con Carlos Arenas Posadas, es un “Estado de malestar”.

La reacción defensiva que genera en el Estado-superestructura la impotencia a que se ha visto reducido por la avalancha de novedades llegadas con el cambio de paradigma, lo lleva a levitar como un enorme globo aerostático sobre la estructura de la sociedad, soltando las amarras que lo sujetaban a ella. La actitud del Estado hoy es autista. Se desentiende de sus responsabilidades, es el primero en gritar “sálvese quien pueda”, ha roto el  contrato constitucional que lo ligaba a la sociedad, y se preocupa sólo de atender a los deberes que le imponen las instancias multinacionales del capital: saneamiento de la banca, equilibrio de los presupuestos, austeridad “asesina” (recojo la expresión de Paco Frutos), centralización máxima de los recursos, restricción de los créditos. El hecho de que florezca como nunca la corrupción en sus distintas covachuelas es – también – una expresión significativa del desgobierno y la conducta errática que presiden sus decisiones.

Una izquierda estatalista
Por curioso que parezca, la izquierda no ha perdido su confianza en las bondades del Estado. Una razón es, probablemente, que ella misma está introducida a fondo en las instituciones del Estado. Demasiado introducida, si se me permite la objeción. Flota en alguna parte de su territorio la idea de que “Estado somos todos”, como en aquel eslogan de la Hacienda pública hace algunos años. La izquierda ha tenido su cuota de corresponsabilidad en el gobierno, y sigue asumiendo hoy, a pesar de todos los pesares, una corresponsabilidad en el desgobierno. De hecho, la preocupación por la “gobernabilidad” del Estado parece ser aún la preocupación primordial de nuestras izquierdas, el azucarillo que les ayuda a tragar todos los sapos que les son presentados. Si hemos de padecer, como antes he afirmado, un Estado autista, tenemos además una izquierda ensimismada, lejana a la sociedad y abstraída en su propio laberinto. Me refiero a la izquierda establecida, “vincente” en la expresión de Trentin: la que ha ejercido responsabilidades de gobierno. Todo pasa en la izquierda como si pudiera arreglarse de pronto con un vuelco electoral que la devolvería al poder y a la gestión de los recursos clásicos del Estado del bienestar, para felicidad de sus electores y de la ciudadanía en general. Pero es obvio que las cosas no funcionan así.

Por cierto, vale la pena interrogarse sobre cómo han ejercido hasta ahora nuestras izquierdas las responsabilidades de gobierno, cuando las han tenido y en la medida en que las han tenido. No voy a entrar en el tema, excede mis capacidades. Doy, eso sí, la palabra en este punto a Riccardo Terzi, con la advertencia leal de que él se está refiriendo a otra izquierda, la italiana, y a otras responsabilidades de gobierno, sin duda no asimilables miméticamente a las que se han vivido aquí. Dejo al lector la decisión de si es factible establecer algún paralelo entre una y otra situación: «Se razona de un modo estático, dentro de un determinado equilibrio de poderes, y en ese análisis acaba por desaparecer la fuerza fundamental de la izquierda, su relación con los movimientos y con las expectativas de la sociedad civil. La izquierda no tiene el coraje de apostar sobre sí misma y sobre su futuro. Falta una cultura reformista digna de su nombre, porque falta la capacidad de proyecto, de innovación, y lo que prevalece es la lógica de la gestión, de la mediación pasiva entre los intereses en presencia. La izquierda ha gobernado, pero no ha sido portadora de un proyecto autónomo propio. Podemos presumir de actos administrativos y de obras públicas importantes, pero la calidad de la condición urbana y la calidad democrática de la vida pública han retrocedido.» (R. Terzi, La pazienza e l’ironia. Ediesse, Roma 2011, pág. 130-31.)

Nuevas solidaridades y vuelta a la sociedad
Si no eres capaz de apuntar soluciones, formas parte del problema, se me podría decir con razón. Voy a concluir mi diatriba con algunas propuestas que a mí, al menos, me parecen razonables.

La primera propuesta es la vuelta a la sociedad. Lo expresaba de una forma explícita en el último párrafo de mi intervención anterior “Contra el estado de bienestar” (1). Hay un tic superestructural permanente del que las izquierdas políticas y sindicales deben liberarse, o desenmarañarse. Es necesario que se apeen de esas alturas en las que se han perdido y pisen tierra firme, porque la izquierda sólo es capaz de crecer de abajo arriba, como un árbol; y como un árbol, recibe todos sus nutrientes del suelo social.

El suelo social es diverso, no uniforme. Esa diversidad se ha multiplicado dentro del nuevo paradigma. Hoy no se puede reducir la militancia a la figura arquetípica del obrero-masa. Conviven en el seno de la sociedad capas sociales y expectativas de vida muy diferentes entre sí. Representarlas a todas, porque todas ellas son legítimas y todas “suman”, exige un gran plus de esfuerzo: un contacto más próximo, una multiplicación de los espacios de debate social, una atención particular a detalles que antes se descartaban como insignificantes. En palabras de Maurizio Landini, dirigente de la FIOM, citado en otro contexto por López Bulla: «Cuanto más complejo y diferenciado es el universo representado, más difícil es la tarea de los representantes.» Pero de esa tarea difícil, la izquierda no puede y no debe dimitir.

Quizá entonces la clave para superar la dislexia a la que aludía en mi texto anterior, ya citado, se encuentra en el respeto a la iniciativa y a la expresión plurales de las izquierdas existentes en la sociedad, y a las formas como cada una de ellas desarrolla su actividad. Conviven en el mismo territorio movimientos sociales, sindicatos y partidos, y cada uno posee su autonomía propia. Eso no es malo, al contrario, es una riqueza. La centralización supone siempre un principio de burocratización. La arquitectura política del futuro de la izquierda debería asentarse, pienso yo, en una federalización basada en dos principios básicos: la máxima autonomía para cada escalón, y la máxima cooperación entre todos ellos. Esa federalización, por supuesto, no ha de detenerse en el escalón del Estado nacional, sino ir más allá, abarcar también a la Unión Europea y en último término a la aldea global.

Mientras tanto, pienso que el nuevo sujeto político en ciernes, el gran partido político de masas que conseguirá en el futuro reunir a la izquierda diversa, habrá de ajustar su estructura, su funcionamiento y su praxis a un principio novedoso y sorprendente: el “descentralismo” democrático.

miércoles, 12 de marzo de 2014

LA IDEOLOGÍA MUTANTE DE LA DERECHA

Escribe Paco Rodríguez de Lecea

Querido José Luis.
            
Hace bien “Mujer liberada”, la firmante de la carta que publica en su blog el profesor Baylos, en burlarse con garbo de Mariano Rajoy (1). Porque es de un efecto altamente cómico que un hombre postrado de rodillas ante el Altar y el Trono (y además y sobre todo, claro está, ante los mercados) se lamente de que «otros políticos» vean la realidad a través de «las anteojeras de unas ideologías trasnochadas». Se diría que está viendo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Pero esa aparente miopía de Rajoy esconde algo más: su retranca deliberada se convierte en un síntoma revelador de los lodazales ideológicos que transitan hoy nuestras derechas.

Lo primero que cabe advertir en esa afirmación de nuestro presidente es la ufanía indisimulada de quien se sabe por encima de tales nimiedades. ¡Ideologías, por Dios! ¡A estas alturas! Las ideologías, todo el mundo lo sabe, son cosas antiguas. La derecha moderna está libre de tales rémoras: está contra el aborto (salvo si se practica con discreción y buen gusto) y a favor del desahucio, contra la evasión de impuestos y a favor de los evasores, a favor o en contra de la Constitución según quien quiera ampararse en ella. Todo cambia en un santiamén en función de la conveniencia o el antojo. No hay límites, no hay barreras. En tiempos la derecha tenía una ética, se basaba en una concepción arraigada del mundo y de la sociedad, esgrimía una preocupación social paternalista si se quiere, pero real. Eran los tiempos de Adenauer, De Gaulle, Aldo Moro. Gentes de una pieza, de una idea, de una palabra. Ellos también lo veían todo a través de anteojeras trasnochadas. ¡Qué risa!

El transformismo descarado, la contradicción, el cinismo llevado al alarde son las señas de identidad de la derecha de hoy. Su mensaje al ciudadano común: Jódete, que yo puedo hacerlo y tú no. Pero lo expresaré no con mis palabras sino con las de Riccardo Terzi, en un artículo publicado en Democrazia e diritto en 2003: “La natura della destra e i dilemmi della sinistra”. Estaban entonces en el poder, en Italia, Silvio Berlusconi, y en España José María Aznar:

«Las derechas actuales expresan un proceso de despolitización, de privatización de las relaciones sociales: su objetivo no es el dominio del Estado, sino el del mercado, y el expolio de las prerrogativas del poder público en función de un modelo social fiado al libre conflicto de intereses y a la fuerza primitiva y natural de la competencia individual. Al fundamentalismo del Estado ético se sustituye el fundamentalismo del libre mercado, que no admite ninguna atadura aparte de los vínculos internos, de las compatibilidades de carácter meramente económico.
            »Es el capitalismo en su forma madura y en su máximo despliegue, que ahora se presenta directamente como tal, porque ya no le hace falta recurrir a la protección del poder político. Por eso es impropio hablar de un “régimen” político incipiente o en acto, porque lo que nos amenaza no es el poder ilimitado de la política, sino su anulación. De forma más correcta podemos hablar de un proceso de “americanización”, entendiendo por tal un modelo de sociedad que tiende a buscar el máximo dinamismo y competitividad al margen de las protecciones sociales, de las normas, de los derechos, con un retroceso paulatino del Estado y de la intervención pública delante del poder “objetivo” de las leyes económicas.

            »No nos encontramos en una sociedad oprimida por el peso de un despotismo político, y que quiere liberarse de esa opresión, sino en una situación, al menos en apariencia, de relajación de los vínculos y de liberalización. Sobre esa sensación gira toda la acción propagandística e ideológica de la derecha: menos Estado, menos impuestos, más libertad individual, menos vínculos burocráticos, e incluso menos controles de la legalidad y una justicia más flexible. Es un mensaje eficaz, que ha calado en buena parte en la conciencia colectiva. Que la realidad no coincida con la representación ideológica es una cuestión secundaria, porque ese es el destino de las ideologías, ser falsas pero eficaces, ser proyecciones abstractas, pero capaces de movilizar a un conjunto de fuerzas reales: en este caso, a todo ese universo social que, inmerso en una competencia feroz, se afana en busca del éxito individual.»

La traducción es mía. Los párrafos están extraídos del libro La pazienza e l’ironia (Ediesse, Roma, 2011), que tú me prestaste. Tengo la intención de seleccionar, traducir y comentar brevemente aún otros textos de la misma fuente. Un saludo.  



martes, 11 de marzo de 2014

MARIANO RAJOY Y LA BANDA DEL EMPASTRE

El pasado día 11 de marzo tuvo lugar en Madrid una ceremonia bochornosa. La conmemoración oficial del atentado de Atocha reunió a la corona y a las instituciones del Estado bajo el palio de una única confesión religiosa, sin la menor deferencia para otras sensibilidades distintas a pesar de que, sumadas, darían una mayoría abrumadora respecto de los católicos practicantes que constan en el censo. En ese contexto ya torcido en su punto de partida, monseñor Rouco ofició de rey del mambo y se despachó con un mitin político ultra que escucharon sin rechistar, y del que hasta la fecha no se han desmarcado, ni la corona, ni el gobierno ni los representantes de las fuerzas políticas. No hubo por parte del oficiante ni del coro miramientos de ningún tipo para con las opiniones respetables de las víctimas, de sus familiares ni de cuantos españoles o ciudadanos del mundo nos sentíamos ese día de duelo. Y eso en un país en el que todos los nacionalismos son calificados de «ideologías trasnochadas». Seguramente los asistentes a la ceremonia toman como punto de partida de sus análisis la hipótesis de que el neonacionalcatolicismo ni es una ideología ni está trasnochado. Es, como le gusta tanto decir a don Mariano, «lo que Dios manda.» También cuentan de Franco que aconsejó a un visitante ilustre: «Haga usted como yo, no se meta en política.»

Hablemos, entonces, no de ningún genérico “derecho a decidir”, sino del deber concreto de decidir de los gobernantes. No hay una sola decisión del actual gobierno que tenga el más mínimo viso de proyección. Hablo de proyección en el sentido de proyectar, planificar, prever situaciones complejas y circunstancias futuras que afrontar con alguna garantía. La improvisación, la chapuza, el des-concierto desafinado de dos o más ministros cuando hablan de la misma cosa, me traen a la memoria las legendarias actuaciones de la Banda del Empastre que en mi lejana juventud amenizaba los espectáculos cómico-taurinos del Bombero Torero. Ha habido en estos últimos tiempos veintitantas reformas fiscales y del mercado laboral que van conformando un sempiterno “donde dije digo digo Diego”, porque no parten de la reflexión sino de una dinámica puramente mecánica de estímulo-respuesta, siendo los estímulos las presiones disimuladas o abiertas de grupos poderosos de facto. En la misma línea se inscriben la ley del aborto, la de educación, las reformas de la justicia y de las pensiones, las privatizaciones de servicios públicos, la abolición del principio de la justicia universal, y tantos otros desatinos. ¿Qué es lo que deciden nuestros gobernantes, que son quienes tienen la obligación de decidir? ¿Cómo deciden, para qué y para quiénes deciden? ¿Cuál es el nivel de calidad de sus decisiones?

En las tiras cómicas de Charlie Brown, un día Snoopy fue elegido jefe de los perros y se encontró con el mismo problema grave de don Mariano Rajoy: no era capaz de tomar decisiones. Woodstock, el pajarito que le servía de secretario, le recomendó un siquiatra. Al otro día, cuando llegó volando a la caseta, Snoopy le recibió con una sonrisa radiante: «Estoy curado. Ya soy capaz de tomar decisiones. Desde la hora del desayuno llevo tomadas cuarenta decisiones.» Entonces, de pronto, agachó la cabeza y encogió los hombros: «Todas mal», concluyó con tristeza.