jueves, 27 de febrero de 2014

CATALUNYA OTRA VEZ

¿De verdad alguien había creído que “lo” de Cataluña se arreglaba con una votación del Congreso de los Diputados, aunque la haya respaldado el 85% de los prohombres y las promujeres de la patria? ¿Alguien creyó que el president Mas echaría atrás su proyecto de consulta después de la exhibición de “tanta” soberanía nacional encima de la mesa? Y por lo menos el Congreso retiró oportunamente la truculenta amenaza de utilizar “todos los medios previstos en la Constitución y en las leyes generales” para abortar de forma radical el peligro de secesión. Así lo proponía la señora Rosa Díez, que no es especialmente sanguinaria, pero tenía en mente ganar algún puñadito de votos para comicios próximos, de modo que se consintió a sí misma, sin más, la frivolité que le pedía el cuerpo en ese momento. Pero nadie que no sea un analfabeto político dejará de ver que: a) amagar y no dar es mala política siempre; b) amagar y dar es pésima política en este caso concreto, y c) el puñado de votos ganados por doña Rosa con su iniciativa sería pura filfa al lado de los réditos electorales para los independentistas catalanes, después de una amenaza abierta de ese tipo.

Ahora la comisaria europea de Justicia, Viviane Reding, ha recomendado al ejecutivo español entrar a negociar con el govern dela Generalitat sin precondiciones y sin límites, para remediar el asunto. Puede parecer a algunos un toque de sensatez, pero es otra cosa, en mi opinión. Yo diría que se trata de un recordatorio urbi et orbi de que tal cosa como la soberanía nacional no existe ya en la aldea global. Aquí, y conviene que el señor Rajoy tome buena nota, todo transcurre según las vibraciones emitidas por los mercados financieros, y esas vibraciones no aconsejan la permanencia indefinida de un conflicto interno tan espinoso. El señor Rajoy necesita de vez en cuando de tales admoniciones, porque su indolencia peculiar le impulsa, tanto en las situaciones críticas como en las que no lo son, a aferrarse a un guión preestablecido (a poder ser por otros), y a un argumentario sencillo cuyo leitmotiv principal viene a ser el de que se harán las cosas “como Dios manda”. Para él la consulta catalana ha sido hasta ahora tan sólo un tema menor, útil para entretener al personal y ganar un poco de tiempo a la espera de que se produzca de una vez la dichosa salida del túnel y crezcan los consabidos brotes verdes, sean ellos los que fueren.

Ahora bien, si la crisis catalana, debido a la inercia provocada por el impulso o sugerencia de la comisaria europea, llega a ingresar en breve plazo en la agenda política del señor Rajoy, convendrá tener en cuenta un elemento sustancial, a saber: que el independentismo catalán no es, como parecen creer muchos, entre ellos bastantes catalanes, un problema sólo de Cataluña. Es un problema de España, y no un problema menor. Si se busca un encaje adecuado de Cataluña en el Estado español, será necesaria, sea cual sea la solución que se elija, una revisión a fondo de la Constitución española. Las derechas rancias que hoy representa con tanta propiedad y soltura el PP estuvieron en su momento en contra de esa Constitución, que derogaba las Leyes Fundamentales del franquismo. Hoy la declaran “intocable”, irreformable, sagrada y eterna, aunque lo cierto es que la han tocado y retocado y manoseado una y otra vez para cercenar e ignorar derechos laborales y derechos ciudadanos que están reconocidos expresamente y amparados por ella.

Sea cual sea la solución que se elija, decía, el problema de Cataluña afectará a un tema sustancial: la forma de ser de España. Con un centralismo intolerante, con el ninguneo de una lengua y una cultura, con la negativa seca a propuestas legítimas de autogobierno que no son una agresión al centro sino una forma práctica de organizar la convivencia, no se va a ninguna parte. Un choque de trenes será una catástrofe, pero para ambas partes: anular a Cataluña por la fuerza de la ley o por la ley de la fuerza supondrá también una disminución de España, un empequeñecimiento en todos sus parámetros y una herida sangrante que no se curará con facilidad.

Cabe la posibilidad de buscar una solución federal al problema, pero es difícil, muy difícil. Porque el federalismo no se reduce a un poco más de descentralización o de delegación de funciones: exige del Estado una lógica distinta, de coordinación y no de ordeno y mando; y reclama por su parte un impulso autónomo a todas las entidades implicadas, una iniciativa continuada de autogobierno desde abajo, en lugar de la rutina de estar a la espera de la siguiente circular para cubrir puntualmente el expediente.

Hoy existe un fermento de inquietud en una parte de la sociedad española. Lo demuestran las luchas contra las privatizaciones de servicios públicos, contra los desahucios, contra la violencia y las discriminaciones de género (incluida la amenaza de una terrible ley antiabortista), contra expedientes de crisis inmotivados, contra alcaldadas como la de Gamonal. Se percibe una voluntad democrática masiva que emerge y se construye a partir de una sociedad civil diferenciada, no reducible a identidades políticas lineales y homogéneas, sino plural, compleja, contradictoria muchas veces. Esa voluntad masiva y plural del “abajo” va a chocar contra un Estado centralizado y rígidamente jerarquizado, sordo a sus reivindicaciones, y que se reclama además como lugar exclusivo de la soberanía. Y entonces, se produce en la sociedad viva una actitud de rechazo frontal: no se reconoce en las instituciones que teóricamente la representan.

Ese es el problema de fondo. Y frente a ese problema, el federalismo ofrece sólo una respuesta muy parcial y deficiente si se implanta desde arriba, por ley o por ley de leyes. Sólo en el caso de que la idea federal, la idea de una nueva organización política del territorio, de un autogobierno efectivo y de una cooperación y una solidaridad renovadas, llegue a prender en esas amplias masas hoy dispersas, fragmentadas y enfrentadas, podrá funcionar de forma eficaz un sistema federal sólido y coherente en Cataluña y en España.

lunes, 17 de febrero de 2014

UNA PALABRA PARA EUROPA





Las conclusiones que extrae Riccardo Terzi del empeñado debate sobre el «Sindicato y política» desarrollado en este blog (1) tienen la virtud de sugerir nuevos desarrollos y posibilidades que en principio no constaban en el orden del día de los participantes. Siempre ocurre así con las buenas conclusiones, pero en este caso además ha intervenido otro factor: el paso del tiempo, y con él las novedades que nos ha traído el calendario.

¿Qué novedades? Me refiero en primer lugar a la resistible ascensión de Matteo Renzi a la jefatura del Gobierno italiano, dejando a su paso una estela de dirigismo populista que ya no es berlusconiano, pero caramba cómo se le parece; en segundo lugar, a la inminencia de unas elecciones europeas arrulladas por la fastidiosa cantinela de los Barroso, Rehn y Merkel pidiendo una y otra vez “profundización en las reformas del mercado de trabajo” (no se les caen los anillos por puntualizar, caso de que alguien no lo haya entendido: ¡Bajen los salarios!); y en tercer lugar, al Piano del Lavoro que la CGIL se dispone a debatir en su próximo Congreso.

Reclama Terzi en sus conclusiones al debate más presencia del sindicato en la escena política. Nada de pansindicalismo, en todo caso: una presencia sindical coherente con su ideología propia (y aclara qué entiende en este caso particular por “ideología”) y adecuada al rol social que le es característico. Porque Italia no se encuentra hoy en una situación de funcionamiento democrático normal de las instituciones, razona, sino en una auténtica emergencia. Mal puede el sindicato invadir el terreno propio de los partidos, cuando los partidos se han retirado con ostentación del terreno social. El eslogan de la “primacía de la política” se ha vaciado de su ya dudoso sentido originario con el paso del tiempo y ahora sólo es un tic demagógico, un recurso oratorio para inhibirse de los problemas sociales y poner la mira exclusivamente en el gobierno (el malgobierno codicioso) de unas instituciones impregnadas por el “pensamiento único”, detrás del cual se esconde la ausencia total de pensamiento.

A la vista del doble desierto de políticas sociales que caracteriza el trantrán de las instituciones italianas y de las europeas, y en un marco de ruptura dolorosa de la unidad sindical por parte de las centrales italianas mayoritarias, la CGIL ha decidido ocupar el escenario con una propuesta, el Plan del Trabajo. Se trata de un plan no sólo para Italia sino para Europa, y mi impresión es que en el contexto sindical español – más favorable que el italiano a la unidad de acción – sería bueno estudiarlo con atención, enmendarlo en su caso, respaldarlo y apropiárnoslo, con las modificaciones oportunas, como una herramienta útil para encontrar una salida a nuestra propia situación.

A corto plazo van a celebrarse las elecciones europeas. Hay quien, para señalar su trascendencia, dice que son “más que un ensayo para las generales”. No lo veo así: no son “más que”, no son un ensayo para nada, son la cosa misma, la batalla posiblemente más decisiva de todas, hoy. Urge apartar a Europa del pensamiento único de los Barroso y los Rehn. Porque si estamos, como se dice en todos los tonos, en el paradigma de la globalización, todo está conectado. Hacer ondear, como bandera electoral compartida, un Plan del Trabajo ampliamente debatido y consensuado, sería elevar de forma sustancial el horizonte de las izquierdas, en el Sur como en el Norte de Europa. Y a la recíproca, un cambio radical de perspectiva en las instituciones europeas tendría la virtud propiciar, en Italia y en España, la acumulación de energías necesaria para arrumbar unas políticas locales parasitarias, corruptas y ramplonas, y abrir un nuevo ciclo que aporte aire fresco para la democracia.

 

(1)            SINDICALISMO Y POLÍTICA (Conclusiones de un debate a cargo de Riccardo Terzi) enhttp://lopezbulla.blogspot.com.es/2014/02/sindicalismo-y-politica-conclusiones-de.html

 



viernes, 14 de febrero de 2014

PENSAR LA IZQUIERDA

Paco Rodríguez de Lecea

¿Tiene sentido hoy, José Luis, pensar la izquierda, o es pura pérdida de tiempo? ¿Con la que está cayendo, como diría de inmediato algún amigo? En general se tiene una visión topográfica de la izquierda: somos los que estamos aquí, en esta trinchera, y no nos moverán. Y los “otros” son los que están enfrente, y no hay más que hablar. Así han razonado desde que tengo memoria los militantes políticos de un género que un amigo común muy próximo definía como “los del vuelo rasante”, o bien “los del piñón fijo”. Todo estaba claro para ellos, y todo era blanco o negro, sin matices. Solía ocurrir luego que las trincheras se empequeñecían y se relativizaban, y entonces el enemigo peor venía a ser de pronto el vecino que disparaba en la misma dirección que yo, pero no se identificaba conmigo en todo. (“Las escisiones nos hacen a todos un poco más tontos”, dice Terzi en una de las cartas que empezamos hoy a comentar.)

Problema distinto es el de quienes sostienen que ya no existen derecha e izquierda. No hay disyuntiva, no hay ideologías, todos los problemas se resuelven desde un despacho con una gestión técnica de asignación de los recursos. Lo llaman pensamiento único, que es tanto como decir que no hay pensamiento de ninguna clase, sino sólo un encomendarse a los expertos.

Fausto Bertinotti y Riccardo Terzi se han lanzado, sin red, a la tarea de repensar la izquierda desde el principio, desde sus fundamentos. La ocasión lo merecía: en Italia la crisis económica había desembocado en un marasmo; todas las instituciones políticas, con armas y bagajes, estaban empantanadas en un cenagal. He repasado las fechas: la primera carta de Fausto a Riccardo está fechada el 4 de noviembre de 2011. El impasse en que se encontraban en ese momento gobierno y parlamento se resolvió pocos días después, el 12, con la dimisión del primer ministro Silvio Berlusconi, después de que el parlamento votara, en contra de su opinión, una Ley de Presupuestos acorde con las exigencias de Bruselas de enjugar el déficit y funcionar con un equilibrio presupuestario rígido. Cuatro días más tarde, el 16 de noviembre, los partidos parlamentarios consensuaban la formación de un gobierno tecnocrático en funciones, presidido por el hasta entonces funcionario europeo Mario Monti. La democracia perdía su pulso, los partidos políticos se veían constreñidos a un apoyo parlamentario que más se parecía a una adhesión forzosa incondicional.

En esas circunstancias comienza el cruce de cartas entre Fausto y Riccardo, recogidas bajo el título «Desacuerdos amistosos, Cartas sobre la izquierda». Dos veteranos de mil batallas de la política y del sindicato. Dos amigos a los que une un duelo común, el «planto» por la izquierda. Podemos imaginarlos sentados en la orilla del Tíber, viendo transcurrir las aguas, melancólicos. Mi tito abuelo don Garci Lasso de Lecea no habría perdido ocasión de enarbolar una pluma de ganso bien afilada y componer una égloga sobre el tema: «El dulce lamentar de dos pastores, / de Terzi juntamente y Bertinotti, / he de cantar, sus quejas imitando…»

Se equivocará sin embargo de medio a medio el lector que busque en el intercambio epistolar de los dos amigos lamentelas del tipo «salid sin duelo, lágrimas, corriendo.» Lo que va a encontrar más bien es un formidable ejercicio de esgrima de dos duelistas expertos que hacen saltar chispas al cruzar los aceros. Fausto, o la impaciencia por forzar el asalto a los cielos; Riccardo, o la paciencia y la ironía metódica para invertir la dialéctica de las cosas. Fausto el pirómano, Riccardo el bombero. Unidos por la necesidad de detener la degradación de la política y recomponer el ejército derrotado e inerme de las izquierdas; pero discordes todo lo demás: en los objetivos, los métodos, los tiempos, las alianzas, la valoración de fuerzas.


¡Vaya una pérdida de tiempo!, dirá más de uno. Que empiecen por ponerse de acuerdo, y nos lo cuenten luego. ¿Cómo vamos a construir, si no, una alternativa de izquierda? La respuesta es que la izquierda es el terreno de lo posible, y lo posible es diverso, variopinto, múltiple, frente a la unidad inmóvil, autoritaria y ordenancista, de la derecha. La izquierda necesita ser pensada, definida, proyectada, una y otra vez, porque se alimenta de una realidad cambiante; y la derecha no, porque el poder está ahí, igual a sí mismo, desde siempre. Terzi y Bertinotti nos lanzan un reto mayúsculo para que nosotros, entre todos, lo completemos y lo construyamos. Ahí están sus desacuerdos: tesis y antítesis, destinadas a fundirse según las leyes de la dialéctica en una síntesis de orden superior.

jueves, 13 de febrero de 2014

LA IZQUIERDA ERA UNA FIESTA

¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?, se preguntaba el protagonista de Conversación en La Catedral, una novela de culto en su época, cuando Mario Vargas Llosa era todavía un escritor de izquierdas. ¿Cuándo se jodió la izquierda?, pregunta José Luis López Bulla al hilo de la reflexión discorde de Riccardo Terzi y Fausto Bertinotti sobre el tema: http://vamosapollas.blogspot.com.es/


Fausto propone como punto clave el bienio de 1968-69, la más clara “ocasión perdida” para la izquierda italiana, en su opinión. Riccardo no quiere precisar una fecha porque encuentra la raíz del fracaso en un mal interno insidioso, el desfase progresivo entre los cambios de vida y de mentalidad de las personas, en primer lugar los trabajadores asalariados, y las orientaciones emanadas de la dirección de los partidos de la izquierda europea.

Convencido como estoy de las razones de Riccardo, a las que volveré al final de estas líneas, me parece útil centrar la atención en 1969, el año en que la izquierda fue una fiesta. Una gran fiesta propiciada durante toda la década anterior por una larga marea ascendente de las fuerzas de progreso en todo el mundo, a partir de la revolución cubana, de la descolonización de África, de la guerra de Vietnam, del desafío de Mao a rusos y americanos (el imperialismo, “tigre de papel”), de Bandung y la aparición oficial en escena del “Tercer mundo”. También en Europa las izquierdas avanzaban de forma consistente en porcentaje de voto y en militancia; Sartre y Marcuse dictaban cursos en las universidades, y el welfare lucía sus mejores galas.

En el 68 habían tenido lugar la explosión alternativa del Mayo francés, y el primer “otoño caliente” de los sindicatos en Italia. En el 69 Willy Brandt desplazó al cristiano-demócrata Kurt Georg Kiesinger de la cancillería de la Alemania Federal; Olof Palme entró a dirigir el gobierno sueco, y Enrico Berlinguer ocupó el puesto de secretario general adjunto del PCI, al lado de Luigi Longo. En ese mismo año Richard Nixon anunció una retirada progresiva de las tropas norteamericanas de Vietnam y la “vietnamización” del conflicto, después del éxito de la gran ofensiva del Tet del año anterior; y en otro plano, pero con una significación global que no debe ser desdeñada, entre el 15 y el 18 de agosto de 1969 tuvo lugar el memorable macroconcierto en la gran explanada de Woodstock, condado de Bethel, Nueva York: el mayor escaparate jamás soñado de una forma de vida alternativa, hedonista, comunitaria, anticonsumista, multicolor, que llamaba al mundo a hacer el amor y no la guerra. También fue 1969, curiosa casualidad, el año de publicación, en Seix Barral, Barcelona, de la novela citada al principio de estas líneas, Conversación en La Catedral. (En el orden puramente personal me atrevo a citar, apelando de antemano a la indulgencia al lector, otro acontecimiento ocurrido el mismo año: la firma de mi primer contrato de trabajo, que me abrió la oportunidad de casarme con la que entonces consideraba la mujer de mi vida, y después de cuarenta y cuatro años se ha confirmado como tal de un modo ya inderrocable.)

La pleamar poderosa de las izquierdas en todo el mundo se truncó de pronto, con mucha más facilidad de lo previsible. La macrofiesta de 1969 no fue el prólogo de una nueva era de progreso y bienestar siempre en aumento, sino el canto del cisne de los avances del “ciclo largo”. Todo empezó por señales que podríamos llamar premonitorias, siempre en la periferia de los que entonces eran los grandes centros de decisión: fue el bombardeo y posterior asalto al palacio presidencial de la Moneda, en Santiago de Chile, seguido del asesinato masivo y la represión sádica de todos los activistas de la izquierda chilena y de sus familias (el imperialismo “no” era un tigre de papel); fue, también, la subida del precio de barril de crudo por parte de la OPEP, de 1,8 a 11,7 $,  entre junio de 1973 y enero de 1974, como represalia por el resultado de la cuarta guerra árabe-israelí. El petróleo dejó de ser de pronto una fuente de energía barata, y la consecuencia inmediata fue un frenazo brusco en los presupuestos de las políticas del bienestar.

Hubo intentos de reflexión en la izquierda europea, a partir de la nueva situación. En setiembre-octubre de 1973, Enrico Berlinguer publicó en “Rinascita” tres largos artículos bajo el título “Reflexiones sobre Italia después de los hechos de Chile”. Con los análisis contenidos en ellos nacía lo que se llamó luego el “eurocomunismo”, un intento esforzado de situar la política de la izquierda al margen de un mundo bipolar, de la carrera armamentística, de la amenaza de un holocausto nuclear. Se desmarcaba del modelo soviético de Estado y de sociedad, y ofrecía una vía “europea” al socialismo centrada en un consenso democrático. Los partidos comunistas de Francia y España se sumaron rápidamente a la concepción berlingueriana. Los partidos socialistas sacaron sus propias conclusiones acerca de Chile y de la situación geopolítica, y centraron sus expectativas ya no en superar el horizonte del capitalismo, sino en postularse como alternativa progresista de gobierno dentro de un marco económico y social inmutable aceptado por todos. Los resultados a corto plazo fueron muy distintos para unos y otros. Los partidos socialistas sacaron réditos de su acomodo al horizonte del capitalismo, mientras que los eurocomunistas nunca alcanzaron una cota mínima de credibilidad (en las elecciones de 1982, el PSOE de Felipe González obtuvo la mayoría absoluta, mientras que el PCE de Carrillo hubo de colocar a sus cuatro diputados en el grupo parlamentario mixto). A más largo plazo, el cataclismo de las izquierdas se lo llevó todo y a todos por delante, incluida la mismísima patria del socialismo real.

No intentaré defender la idea de que ese cataclismo pudo ser evitado. El maestro Josep Fontana ha sostenido recientemente la idea de que las izquierdas nunca tuvieron una opción real frente al poder inmenso del bloque financiero-militar del Imperio (Por el bien del imperio, Pasado & Presente, Barcelona 2011). Pero sí me parece factible señalar, ahondando en las ideas expuestas por Terzi en nuestro texto de referencia, que una de las causas que agravó la catástrofe de las izquierdas radicó en una “enfermedad” interna y previa: el optimismo excesivo y la autocomplacencia por los avances en los estándares de vida durante el “ciclo largo” de expansión, con el manejo abusivo de la idea (falsa) de un progreso ininterrumpido e imparable. Se afirmó entonces que la aplicación masiva de tecnología en los procesos productivos liberaría progresivamente al hombre de los aspectos más fatigosos y repetitivos del trabajo. Con más tiempo libre a su disposición, el trabajador encontraría más oportunidades para su formación y para su expansión personal. El Estado benefactor supervisaría el buen orden general de las relaciones sociales y acudiría con oportunas prestaciones en auxilio de los más desfavorecidos, para restablecer la igualdad de oportunidades. En todo ese proceso, se insistía, eran perceptibles ya “elementos de socialismo” implícitos en un ámbito aún capitalista. Con el crecimiento de esos “brotes verdes”, la cantidad acabaría por determinar un cambio cualitativo y una transición pacífica y ordenada hacia el horizonte de un socialismo con rostro humano.

Esas teorizaciones bienintencionadas pero gratuitas ocultaron a las formaciones de las izquierdas los cambios concretos en la composición, la mentalidad y las expectativas de los trabajadores asalariados durante todo el largo proceso de acumulación de fuerzas. La “clase obrera” era un dato descontado en los análisis, un factor que se introducía en todos los cálculos con un valor siempre igual a sí mismo. Bruno Trentin – una excepción en ese panorama – dejó escrito cómo las grandes luchas del “otoño caliente” fueron en buena medida protagonizadas por los “Rocco y sus hermanos”, los trabajadores recién llegados a la industria desde las regiones meridionales; ellos, añadió, luchaban con más ahínco porque nunca antes habían sido derrotados. Del mismo modo, la profundización de las luchas sindicales en España en los años sesenta vino de la mano de trabajadores muy jóvenes que “hicieron las maletas” y marcharon desde sus lugares de origen a los nuevos polígonos, después de la puesta en marcha de los planes de desarrollo y de la implantación progresiva en el país de grandes y medianas industrias con métodos fordistas de producción. Pero esos trabajadores ya no eran los mismos en la década siguiente, con sus reivindicaciones primarias satisfechas, un nivel de vida más elevado y unos incentivos al consumo que se habían multiplicado de forma exponencial. Las estrategias de los partidos, o no prestaron suficiente atención, o ignoraron simplemente estos cambios; en buena parte, por lo que a continuación se dice.

El interés político de las izquierdas se centró muy pronto no en la producción sino en la distribución de la riqueza, con el Estado benefactor como poderosa palanca para equilibrar e igualar las diferencias entre las clases sociales. El esfuerzo mayor no se dirigió a mejorar la situación de los trabajadores en las fábricas y centros de trabajo, sino en compensarles de otras maneras, y fuera de la empresa. Este programa funcionó bien mientras los PIBs crecieron, el nivel de empleo se mantuvo estable y el gasto social se multiplicó de forma consistente. Con las crisis económicas sucesivas, algunas de ellas provocadas por el capital financiero, que han tenido lugar a partir de los años setenta, la izquierda perdió pie y se enrocó primero en la defensa de lo existente; luego, en la defensa de la mayor parte posible de lo antes existente, y, ya al final, en la propuesta de una gestión más cuidadosa de unos recursos cada vez más escasos. A este empequeñecimiento de su horizonte ha correspondido una pérdida paralela de su prestigio, de su credibilidad y de su ámbito de influencia. Vale.


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Querido Paco:

Me interesa recordar, al hilo de tus reflexiones sobre Berlinguer, una aportación de este dirigente comunista sobre la «austeridad», entendida de una manera radicalmente distinta a cómo se concibe hoy y, por supuesto, a su aplicación destructora. El discurso de Berlinguer se encuentra en   http://alametiendo.blogspot.com.es/2011/09/la-austeridad-segun-berlinguer.html.  Lo hago por dos motivos: a) porque aquel planteamiento adquiere hoy mayor importancia que en su época; y b) porque ningún movimiento ambientalista le reconoce el mérito de haber situado una serie de puntos de gran relieve. Adanismo puro. 

Un abrazo, JLLB

miércoles, 12 de febrero de 2014

y 4. POR UNA IZQUIERDA RENOVADA (Final)



R. Terzi (21.2.2012)
Tú, me parece, te has decidido ya por una condena definitiva, porque todas las estructuras actuales son ya degeneradas e irreformables. Y únicamente queda la expectativa de una «revuelta» que las pulverice. Es una posición que tiene su lógica, su coherencia, pero no la comparto, como he tenido ya ocasión de decirte. No porque mi juicio sobre el presente sea más optimista, sino por un conjunto de razones, políticas, culturales, y probablemente también individuales, que voy a intentar aclarar, a ti y a mí mismo. No tengo ninguna pretensión, quede claro, de estar viendo más lejos en la realidad, sino que por el contrario me encuentro en una condición de fortísima incertidumbre, porque nos encontramos en medio de un cambio histórico cuyo sentido, tendencia y desarrollos posibles nos resulta muy arduo discernir.
         Hemos hablado de nuestra relación como de una «amistad discorde», pero todavía no hemos puesto en claro dónde están nuestras afinidades y dónde las diferencias. Intentaré responder. A mí me parece que nuestro desacuerdo no se localiza en el análisis de la realidad, en el juicio político, sino en el tipo de enfoque cultural con el que nos enfrentamos a la realidad; se trata, en suma, de una diferencia «estética» más que política, pero no por ello irrelevante y carente de consecuencias.
Tú hablas, por ejemplo, de un «orden simbólico» que hay que reinventar, de la significación de un «gesto» que marque de forma visible la ruptura, y por eso mismo argumentas en torno a la idea de la revuelta. Y la revuelta es a menudo sólo el derribo de unas formas, de unos símbolos, en tanto que la sustancia sale de ella confirmada y reforzada. Yo experimento, lo confieso, cierto fastidio por los gestos, por las manifestaciones externas, por las palabras dichas a gritos, por todo lo que corre el riesgo de reducirse sólo a retórica. Tal vez sea un rasgo aristocrático, un modo demasiado distante de observar la realidad, sin tener en cuenta los aspectos emotivos, el valor de los símbolos, de la fuerza de lo irracional que ha menudo desbarata todos nuestros cálculos políticos. En mi actitud hay también algo de broma, como cuando sostengo que todo aplauso es un error político. He tenido ocasión de ilustrar esa tesis a Luciano Lama y a Giancarlo Pajetta, que eran dos profesionales del aplauso.
Esta manera cien por cien «racional» de concebir la política me lleva a ver siempre la «complejidad» de las situaciones concretas, los diversos factores que concurren en un proceso, y a evitar toda simplificación. En mi libro, que conoces, sostengo que la derecha es la simplificación y la izquierda el pensamiento complejo. Por eso, al contemplar la realidad actual, me he abstenido de pronunciar juicios sumarios, definitivos, e intento examinar cuáles son las contradicciones, las potencialidades, los recursos que es posible activar para volver a poner de nuevo en marcha un proceso de cambio.
Ese es el sentido de la imagen de la «telaraña», que tú no compartes. No es posible un movimiento resolutivo, un gesto de ruptura, sino que hace falta desenmarañar con paciencia toda la red en la que nos encontramos enredados, tejida a través de complicidades, de conveniencias, de relaciones de poder consolidadas, de modos de vida, de sentido común. El capitalismo no es sólo dominio, poder del capital financiero, sino que es la forma como se organiza nuestra vida colectiva. Una forma distinta sólo puede adquirir vida si se actúa en todas las direcciones, si se hace valer en todos los campos una lógica diferente, una escala de valores distinta, y precisamente para eso el factor ideológico y cultural es un arma indispensable, en ausencia de la cual sólo son posibles las batallas defensivas, destinadas a perderse antes o después, porque el sistema posee una lógica propia, una necesidad suya, que se impone por su fuerza intrínseca, más allá de cualquier interés particular y más allá también de la variabilidad contingente de los procesos políticos.
El gobierno actual es la encarnación coherente de esa lógica. Es un paso adelante, porque nos hemos liberado de un populismo reaccionario y corrupto, pero el resultado es que ahora aparece en todo su dramatismo el vacío de la política, la ausencia de un proyecto alternativo. Caído Berlusconi, la izquierda ha perdido la palabra porque no tiene nada que proponer. Tomar conciencia de ese vacío es la primera condición para intentar un nuevo despegue sobre bases nuevas. Como sabes, hubo un viejo georgiano que ponía en guardia contra el «vértigo del éxito». Pero también existe un «vértigo del fracaso», el sentimiento de una catástrofe definitiva e irremediable. Veo síntomas claros de esa posición muy negativa, que alimenta sobre todo el trasfondo emotivo de la antipolítica, y veo presentes también en parte esos síntomas en tu modo de representar la realidad.
Mi modelo político es aún el de Palmiro Togliatti, que en los años treinta, en pleno régimen fascista, analiza con frialdad racional los puntos fuertes y las debilidades del sistema, e intenta señalar los espacios posibles que se abren a la iniciativa política, las contradicciones sobre las que incidir, las posibles alianzas. Me parece que este es el trabajo que sería útil llevar a cabo, en las condiciones actuales: no una caricatura de la realidad, no la invectiva impotente contra el peor de los gobiernos posibles, sino, siguiendo el método togliattiano, «el análisis concreto de la situación concreta». Por ahora no veo que nadie trabaje seriamente en esta perspectiva, y por tanto mi juicio no está dictado en forma alguna por mi pertenencia política. Más bien contemplo la necesidad de superar todas las pertenencias, e iniciar un nuevo discurso de verdad, dejando abiertas de par en par todas las salidas políticas posibles de este conflicto. Como te he dicho ya en mi carta anterior, se trata de superar el espíritu de escisión y el sectarismo ciego e ineficaz que es su inevitable punto de apoyo. Por eso me estoy comprometiendo en este diálogo nuestro, porque puede llegar a tener un significado que vaya más allá de los límites de nuestras dos subjetividades.
¿Qué tiene que ver todo esto con mi trabajo en el sindicato? Yo intento encontrar una relación, y pienso que el sindicato, en el momento en que profundiza su función de representación, puede ser el portador de una nueva cultura. Un sindicato autónomo, que tiene su fuerza en sí mismo, y que no se deja enredar en las maniobras de la política. En mis arrebatos más idealistas he llegado a hablar de un sindicato «filosófico», que busca representar a las personas en toda la complejidad de su condición, y que para eso busca respuesta a las preguntas fundamentales. Naturalmente la realidad es más prosaica, y el perfil del sindicato es todavía incierto y oscilante. A propósito, me interesaría mucho conocer tu juicio sobre la situación actual del sindicato, y en particular sobre la CGIL. Si te parece bien, podemos discutirlo en nuestro próximo intercambio epistolar.

F. Bertinotti (2.5.2012)
Pienso que el gobierno Monti, más que un paréntesis, responde a un papel constituyente. Se sitúa en una Europa que se encamina hacia un régimen post-democrático, en la que un gobierno oligárquico alimenta una pulsión tecnocrática. Aparece al final de una transición larga y opaca y en un entorno de crisis declarada. Estamos de verdad (demasiadas veces lo hemos dicho cuando era todavía sólo una tendencia) en el final de un ciclo capitalista completo y en el comienzo de otro. Conviene ahora trazar una raya para interiorizar el hecho de que nos encontramos ya al otro lado de una divisoria. El capitalismo financiero globalizado en su versión europea (en otros lugares es diferente), al contrario del que lo ha precedido, se está revelando incompatible con la democracia. Los gobiernos nacionales y la misma soberanía se ven aherrojados a un vínculo exterior que no sólo los condiciona sino que los domina, los somete. El partido obrero, en cualquiera de sus posibles interpretaciones, ha desaparecido. Los partidos, tanto los nuevos como los viejos, han sufrido una mutación genética que los aísla del conflicto social, que les ha visto abandonar toda visión societaria para sustituirla por el acceso al gobierno, y que, ahora, los reduce a puras articulaciones de un cuadro institucional fallido. El sindicalismo confederal se encuentra dividido y en crisis, si bien la multiplicación de las huelgas generales en varios países lo aproxima, más que los partidos, a las contradicciones sociales concretas.
         He descrito el cuadro de una forma más impresionista que analítica, pero la realidad dramática de la política y de las izquierdas está a la vista de todos. Pienso que no debemos repetir en nuestra casa el error que ya cometimos en relación con la URSS. Cuando un sistema no responde ya a las razones que lo han visto nacer y crecer, se esclerotiza hasta convertirse, en su interior, en irreformable. Nos hace falta un Big Bang. Las energías vitales están ya ahora mayoritariamente fuera de los circuitos de la democracia representativa, de su enfermedad ya crónica. Pienso en las revueltas en sentido propio que se han producido ya; pienso en el aire de revuelta que comparten movimientos portadores de demandas y prácticas de nueva democracia, desde los bienes comunes a la No TAV, a los pastores sardos; pienso en el nacimiento, en formaciones históricas, de experiencias nuevas que se proyectan sobre terrenos inéditos del conflicto (entre nosotros, es el caso significativo de la FIOM).
         Imagino tu objeción. El domingo próximo se vota en Francia, y allí las cosas no son como aquí. Allí todavía existe la política, y existe la gauche. Aquí la CGIL no ha sido «normalizada», conserva aún su capacidad para actuar sobre el escenario real. Incluso, recogiendo una sugerencia tuya, propondría afrontar la cuestión del conflicto laboral, del sindicato y de su naturaleza política peculiar, como una historia dotada de una especificidad propia importante. Lo merece. Retomaremos el argumento en otro momento. Aquí me interesa sólo anotar que el uno (Francia) y el otro caso (la CGIL) suponen una contradicción con la tendencia predominante. Son puntos de resistencia, pedazos de una historia que permanece en un cuadro que, sin embargo, tanto estructural como subjetivamente, ha cambiado, más bien que hipótesis de solución (de alternativa). El cuadro actual es el del capitalismo financiero globalizado y el de una Europa post-democrática en la que toma forma una opción de gobierno neo-oligárquico. Los partidos, tal como son hoy a diferencia de ayer, y las izquierdas oficiales, tal como son hoy a diferencia de ayer, se encuentran en sustancia dentro de ese cuadro. Fuera está la energía, la posibilidad de hacerlo pedazos para recomenzar la partida (lo que no quiere decir, con todo, que no se deba proponer incidir también sobre lo que está dentro; entre otras, por la razón de que el cuadro general sigue siendo inestable y no carente de contradicciones). La fórmula de Occupy Wall Street al proponer la reconstrucción de la política fuera del cuadro, «no podéis obligarnos a elegir entre la Coca Cola y la Pepsi Cola» (indicando las dos grandes formaciones políticas estadounidenses), es bastante útil para evidenciar el problema. Problema que, lo reconozco, no tiene una solución fácil.
         El recurso son los movimientos, pero esta generación de movimientos no ha vencido nunca, siempre ha conocido la derrota. Aun así contienen, al menos potencialmente, la clave de bóveda. Todos tienen un recorrido cársico; la imagen con la que se les caracteriza a menudo es la del enjambre (la diversidad del bloque histórico no podría ser descrita con mayor precisión). Por tanto, la cuestión de la subjetividad sigue aún del todo sin resolver. Marx, a finales del siglo xix, había indicado la solución histórica: la clase obrera y su organización internacional.
El nacimiento del partido obrero y del sindicato de clase, primero, y la revolución del 17 después, habían propuesto esa solución concreta, que ha recorrido por entero el trayecto del «siglo breve». Pero ¿ahora? Frente a la revolución capitalista que ha multiplicado y diversificado, a escala mundial, las formas de opresión y de alienación del trabajo y de la vida, y frente a la crisis del movimiento obrero (¿crisis o final?), ¿cuál es la respuesta al gran tema no resuelto de la formación de una subjetividad para la transformación de la sociedad, para la liberación del trabajo y de la vida?
Me parece que únicamente puedo intuir cuál sería un inicio factible de esa vía. No por cierto la del gobierno, la búsqueda de alianzas positivas entre las fuerzas políticas para conquistarlo, ni esa ilusión de la autorreforma de los partidos, convertidos ahora en coaliciones de potentados. La vía justa me parece, en cambio, la de la centralidad del conflicto, de los conflictos abiertos en la sociedad de hoy. Me parece a mí que con esa opción es posible evidenciar lo que es necesario realizar para la resurrección de la izquierda y de la política. Se trata de llevar a cabo dos grandes recomposiciones para unir lo que ha dividido el capital con su política; recomponer una fuerza que pueda reabrir el combate histórico en Europa y en Italia. Recomponer por abajo, para trabajar en la construcción de una subjetividad social capaz de ligar entre ellas las demandas que surgen, demandas de organización extramercantil y de afirmación de la primacía del valor de uso sobre el valor de cambio, y conectarlas con las experiencias críticas de todas las formas de trabajo asalariado y alienado. Y recomponer, por arriba, las piezas del pensamiento crítico en un mosaico unitario. En suma, contribuir a recomponer la parte (nuestra) y contribuir a que adquiera una conciencia unitaria de sí misma me parece que constituye hoy el trabajo político preciso para activar las palancas de la resurrección de la política. Esta es, entonces, mi tesis.
A un proceso constituyente autoritario, centralista, verticista, tecnocrático, dirigido a reafirmar la primacía del mercado y de la empresa capitalista sobre el hombre y sobre la naturaleza, se debe poder oponer otro proceso constituyente distinto y opuesto, surgido de abajo, democrático, participativo, difuso, plural, para afirmar un modelo económico y social fundado en la libertad de la persona, en la igualdad y en una nueva alianza entre el hombre y la naturaleza. Por un lado la construcción del recinto; por el otro su rotura para cambiar el curso de las cosas. Para esto es necesario respirar, buscar, rodearse del aire de la revuelta; es necesario porque únicamente a partir de ahí y de quienes están fuera del recinto (o han sido expulsados de él) puede generarse la energía y la palanca para la reconstrucción de una alternativa de sociedad. Sólo con una ruptura de fondo, radical, pueden tomar cuerpo las dos grandes recomposiciones a las que me he referido. Vuelvo a ellas para precisarlas un poco más.
La primera es sin duda la social. La fragmentación del mundo del trabajo, la separación de los campos en los que actúan las diferentes instancias críticas (los derechos de las personas, la valoración del medio ambiente, la afirmación de los bienes comunes), la crisis de la cohesión social, las fracturas territoriales y generacionales, se oponen a la propagación de los movimientos. Creo que se debería dedicar una muy superior inversión política, de trabajo, de tiempo y de empeño, doblegando todas las resistencias de las organizaciones y de historias personales y de grupo, para la unificación y la generalización de los movimientos. Estamos ante un problema enorme, el problema que el movimiento obrero había, de alguna manera, resuelto con la clase obrera, de un lado, y el partido obrero y el sindicato de clase, de otro. Un problema que, a pesar de ello, quedó de todas formas sin resolver (o mal resuelto) en algunos trances de tensión aguda (los años veinte, el 68-69) y en algunos grandes filones de pensamiento crítico (las «herejías comunistas», como han sido definidas por algunos historiadores). Sin embargo éstas pertenecen también a una gran historia, la del movimiento obrero. Aquí, como en otros lugares pero, por lo que a nosotros respecta, tal vez más que en otros lugares, se produjo una línea de falla. Si la generalización y la unificación del movimiento es el objetivo político-social prioritario de este tiempo, el gran tema de la subjetividad, del sujeto, constituye su trasfondo «teórico».
Así llegamos a la segunda gran recomposición. No la llamaré teórica, porque tal vez el término es aún deudor en exceso de una tradición, la de la revolución inmanente, capaz de abordar directamente, hic et nunc, la política, esa política de la que la revolución ha sido la manifestación más alta. Diremos, entonces, la recomposición que atañe al pensamiento crítico, un pensamiento que, innovando en el seno de una opción anticapitalista, sepa reabrir la cuestión de la liberación en la transformación. La fórmula que se utiliza por lo común a este propósito es «Más allá de Marx»; yo mismo la he utilizado, como has visto. Quiero decir con ello que Marx, a diferencia de la moda del pasado reciente, se revela de nuevo como el punto de partida ineludible (así se explica la «Karl Marx renaissance») y, al mismo tiempo, todo lo que hasta aquí se ha vivido, en el mejor de los casos, en un suma y sigue de clasismo, ambientalismo, feminismo y pacifismo, exige ser trascendido en un pensamiento crítico acabado. Entre la recomposición de abajo y la de arriba, recomposiciones que constituyen las prioridades absolutas para la resurrección de una política de izquierda, se sitúan dos cuestiones clásicas en el campo de la democracia representativa: el programa y la organización política. Pero la crisis de la democracia y de la izquierda política es tan aguda que pienso que no pueden resolverse de forma autónoma, al margen de las dos grandes recomposiciones.
Pero ya hablaremos en las próximas cartas, si quieres, del sindicato, del partido y del programa. Lo que puedo anticipar ahora es la conclusión, me parece que coherente, de este análisis. La reconstrucción de una subjetividad política de izquierda, europea, heredera del movimiento obrero, pero bien asentada para el nuevo combate contra el capitalismo financiero globalizado en Italia, pero creo que más en general en Europa, no pasa por una combinación cualquiera de las fuerzas políticas existentes, sino por su deconstrucción, por su desestructuración. Descomponer para recomponer. El Big Bang. Es necesario trazar una raya, para que lo muerto no siga comiéndose a lo vivo. En la reconstrucción debería estar al completo todo el pueblo de la izquierda, todos los pueblos de la izquierda, sean cuales sean sus anteriores y sus actuales alineamientos partidarios. ¿Tienes presente el Sol del porvenir? Sería necesario que volviese a salir, no para unos en perjuicio de otros, sino para todas y todos los que sueñan con él, que lo quieren soñar.

R. Terzi (1.6.2012)
Un punto clave que tú señalas es el de la «subjetividad», es decir el proceso de construcción de una conciencia alternativa. En nuestra historia pasada la «clase» era el lugar de la subjetividad, y ese era el resultado de una construcción política, de un proyecto, de una ideología. ¿Estamos ante una crisis o ante el final de esa construcción? Es una pregunta inquietante. Pero es la auténtica cuestión crucial que nos debemos plantear. ¿Es posible, y cómo, sobre qué bases, reconstruir las condiciones de una identidad colectiva, que se haga fuerza política, movimiento real, proyecto? No es un problema que se resuelva con un gesto de voluntad, o con la reafirmación abstracta de valores añejos; hace falta un reconocimiento atento de todas las transformaciones sociales que han ocurrido, para determinar cuáles pueden ser los puntos fuertes, los recursos potenciales desde los cuales reemprender la marcha, y qué dinámicas, sociales y políticas, se pueden organizar, preparar, hacer madurar, dentro de un proceso de conocimiento, de madurez, de acumulación progresiva de experiencia. No veo signos de nada de eso, más que, de un modo parcial, en el sindicato. La política está extraviada en otro terreno, y vive sólo en la inmediatez, en las apariencias, teniendo como único horizonte el electoral. Mis reservas sobre el «aire de revuelta» no nacen, por tanto, del hecho de que yo vea «en otra parte» un posible punto de apoyo. Por un lado hay movimientos parciales, moleculares, contradictorios, y por el otro una política que ya no es capaz de decir nada a la sociedad ni de ofrecer un proyecto suyo, un sistema de valores suyo, una visión del presente y del futuro.
         Quiero, por otra parte, aclarar que mi objeción no es la que imaginas: porque está François Hollande, porque está la CGIL, porque existe una izquierda que aún sigue en pie. De todo eso tomamos nota, obviamente, pero equivocamos del todo el enfoque si pensamos que es suficiente, que podemos avanzar paso a paso, confiando en una evolución lenta y gradual, sin ver la necesidad de un salto, de una ruptura, de un cambio de marcha. Europa, antes aún que Italia, tiene necesidad urgente de una transformación radical, porque sólo así puede salvarse el proyecto europeo, destinado de otro modo a desintegrarse en el particularismo de las lógicas nacionales, que sólo encuentra un freno en las grandes estructuras tecnocráticas. Europa, que ha sido la patria del pensamiento democrático y el terreno de experimentación del moderno Estado social, está cambiando de piel, y se está transformando en su opuesto. Está plenamente justificada tu alarma sobre la posible aparición de un régimen post-democrático. Ya estamos muy próximos a ese punto de ruptura, y no sólo por el gobierno Monti, sino porque es la tendencia general que sopla con fuerza en todo nuestro continente.
         ¿Dónde se encuentra entonces el camino de salida, qué vía podemos emprender? En la cultura china está la idea del Tao, que es el ponerse en camino sin una meta preestablecida, si no es la del autoperfeccionamiento individual. Algo parecido decía Eduard Bernstein, hace ya muchos decenios: cuenta sólo el movimiento, no el fin. Pero no creo que podamos contentarnos con esas respuestas, porque nuestro camino, por abierto y problemático que pueda parecer, debe seguir un itinerario, tener un sentido, una idealidad que fije el sentido de la marcha.
         Tú identificas la «vía» con la idea del conflicto. ¿Pero qué conflicto, en vista de qué objetivos? Vale para el conflicto lo que queda dicho sobre el papel de la negación, que es sólo un pasaje, un momento cuyo significado depende de cuál sea, al final, el punto de arribada. Como ves, vuelvo siempre al mismo punto: a la necesidad de una síntesis política, no en nombre de un gran consenso general, sino en nombre de un proyecto que redefina las jerarquías, las relaciones sociales, las bases sobre las que construir un nuevo sistema. El conflicto tiene sentido sólo si es funcional a este trabajo. Dejado a sí mismo, no puede despegar más allá de la dimensión corporativa. Es el problema que afronta Amartya Sen en su teoría de la justicia: la justicia es el resultado de un proceso en el que entran en juego intereses distintos, puntos de vista diversos y en conflicto entre ellos, que son reconocidos como tales, en su legitimidad; y es el proceso democrático, o bien la confrontación pública transparente, la única garantía, el único instrumento para alcanzar decisiones aceptables. Justicia y democracia están así ligadas por una relación estrecha, de modo que no puede existir la una sin la otra.
         Me parece que ese es hoy el punto: quién decide, cómo se decide, si el proceso es democrático o si por el contrario la democracia es arrumbada a un rincón como un procedimiento demasiado lento, demasiado complejo, demasiado expuesto a la subjetividad de las personas y a sus oscilaciones. La democracia es por naturaleza relativista, porque se ocupa de cómo se decide, y deja abierto de par en par el resultado de la decisión. La democracia es, en síntesis, la idea de que la decisión es asunto de todos, sin que existan áreas reservadas, confiadas a un grupo restringido de expertos competentes.
         Ahora, es precisamente ese universalismo de la democracia lo que se pone en cuestión. El relativismo de la democracia es visto como un factor de fragilidad, de incertidumbre, de turbulencia, y se busca entonces una autoridad externa a la que confiar el mantenimiento del sistema.
         Ese es exactamente el punto en el que nos encontramos, y el gobierno Monti es la expresión de un bloque de fuerzas que pretende poner la democracia bajo tutela. Este gobierno, ¿es sólo un paréntesis, es sólo una solución de emergencia, o bien está preparando el terreno a una nueva fase constituyente, que rediseñe las jerarquías, los valores, las reglas? No sabría responder por ahora, pero la pregunta es del todo pertinente. Todo depende de cómo decidan actuar, en el futuro inmediato, los diversos sujetos políticos, y si consiguen zafarse de la trampa en la que hoy se encuentran atrapados. Hay en efecto, tanto en la derecha como en la izquierda, una contradicción cada vez más visible entre el apoyo actual al gobierno y las declaraciones programáticas para el futuro. Apoyamos a Monti, y luego, cuando nos toque el turno, haremos todo lo contrario. Es un ejercicio de equilibrismo que no cuadra.
         En conclusión, me parece que, en una situación de vaciamiento de la democracia, la idea democrática es precisamente la palanca principal para volver a poner en marcha un nuevo proceso político. A condición, naturalmente, de entender la democracia en toda su complejidad, como una clave para rediseñar todo el sistema de poderes, en el terreno político y sobre todo en el terreno de la economía y de las relaciones sociales. La idea democrática puede dar vida a un movimiento largo, complejo, plural, y puede ser el lugar de encuentro entre la izquierda histórica y los nuevos movimientos. Pensar y practicar la democracia, en su radicalidad, como el instrumento para recuperar el control sobre todos los procesos de toma de decisiones, en todos los campos, me parece una idea que merece ser profundizada y analizada en todas sus posibles implicaciones.

F. Bertinotti (6.7.2012)
Si alguna vez ha existido una edad de oro, ésta, por el contrario, es la edad del hierro. Incluso los fenómenos de corrupción que hemos llegado a conocer no pueden ser considerados como excepciones ocasionales, porque van ligados a un sistema de relaciones de la política con el poder económico y estatal que induce a relaciones de intercambio, que a su vez generan mala política y mala formación y selección de las capas dirigentes.  A la mutación de los partidos, de ser los protagonistas de la vida del país y de su pueblo, a convertirse en instituciones separadas, se ha venido a sumar la atrofia de la democracia representativa, dando lugar a un sistema político irreformable desde su interior. Por eso la reforma exige ahora la intervención de los bárbaros. El tema es la rotura del recinto a fin de liberar energías para el cambio. No creas que yo pienso que el aire de la revuelta está a punto para soplar, y que bastará con confiar en él. Pienso que se da una posibilidad real, y que se intuyen los signos que pueden anunciarlo. Pero para que pueda desplegarse, exigirá un gran trabajo social y político. Por eso insisto tanto en la necesidad de observar los brotes verdes que despuntan en ese campo. No hago ninguna concesión al espontaneísmo, sino que constato que en un lado está un campo donde lo muerto se come a lo vivo, el campo de lo irreformable; y en otro lado, el campo de lo posible. Para ver este último hace falta, creo, saber retomar el gran tema marxiano que es, al mismo tiempo, también el tema que reclama toda esa área, desarticulada e inédita, del malestar social y de la opresión. El tema de la coalición social, la única base posible de una subjetividad política capaz de proponer el renacimiento de una izquierda europea. Pienso que la misma exigencia de reconstruir un pensamiento crítico unitario puede encontrar respuesta en este trabajo político. Pero, y ese es el punto que vuelvo a proponerte, es necesario apoyarse, poderse apoyar, en una pars destruens. Es preciso remover las ruinas, los obstáculos. El centro-izquierda europeo es hoy la alianza política (entendámonos, aquella cuya geografía política y cuyas limitaciones permiten soportar alguna variación) que estabiliza la mutación genética de los partidos que la componen, en un entendimiento con las partes sociales dirigido a suprimir el conflicto y la negociación colectiva. Su misión es la de gobernar la Europa real, gobierno cuyas dos connotaciones de fondo son el esqueleto tecnocrático de su política y su propensión a la gran coalición, bien declarada o bien de hecho (aunque no se me oculta la diferencia entre las dos). Por eso se ha hecho realidad concreta la irreformabilidad de la alianza de centro-izquierda y de los partidos que la componen. De eso estoy hablando cuando recurro a la metáfora del recinto. No lo hago para describir una situación inmóvil. No pienso que, dentro del recinto, todos los sujetos sean iguales, ni que, en el recinto, sólo pueda hacerse una sola política. Pienso, sin embargo, que el espectro de las variables posibles en él no podrá nunca poner en discusión lo esencial, que es el corazón del capitalismo financiero, es decir su incompatibilidad con el «viejo» modelo social europeo y con la democracia. Y en consecuencia, que en él está prohibida cualquier alternativa política y de sociedad. «O yo (entendido como gobierno real) o el caos», es el lema que campea a la puerta del recinto. Por eso debemos esperar, con participación, la venida de los bárbaros.

R. Terzi (30.8.2012)
Caro Fausto,
         Tú esperas con ansia y participación la venida de los bárbaros, pero en realidad – quiero tranquilizarte – ellos están ya aquí, entre nosotros, y toda nuesra vida va siendo cada vez más barbárica. No hay necesidad de esperar, y aún menos desear, ninguna invasión exterior. Esa invasión ya se ha extendido por todas partes. Vivimos en un mundo sin cultura, sin ley, sin piedad.
Este mundo está destinado tal vez a venirse abajo, no por ningún golpe dado desde el exterior, sino por su fragilidad, porque falta una fuerza interna de cohesión. Ha ocurrido así otras veces en la historia: una gran civilización se descompone cuando disminuyen las razones de su fuerza expansiva, de su equilibrio interno, de su hegemonía. ¿Le ha llegado ahora el turno a Europa? Después de su poderoso y feroz dominio sobre el resto del mundo, ¿se invierten ahora los papeles, y las nuevas fuerzas dominantes van a ser la China, India, Brasil? Quizá podremos, adoptando una actitud de cordura histórica superior y distanciada, resignarnos a lo inevitable de tal suceso, y ver en nuestra caída la justa compensación por las violencias del pasado.
Tengo la impresión de que una parte de la izquierda se sitúa exactamente en este horizonte, y ve el «ocaso de Occidente» como el inicio posible de una nueva civilización. Si ese es el destino, todo lo que conduce a su cumplimiento queda justificado: los fundamentalismos, los terrorismos, el gran depósito de odio que se ha acumulado en el mundo. La vieja Europa se prepara para salir de escena, y está bien que eso pueda suceder por fin, que otros mundos, otras culturas, otros valores tomen la delantera. Mi posición es de una contrariedad absoluta ante esa visión del mundo. El fin de Europa, que ciertamente emerge como una posibilidad, significa también el fin de todos los sueños que han alimentado nuestra vida. Democracia, movimiento obrero, socialismo, derechos, laicidad: todos son productos de la historia y de la civilización europea, y en la quiebra del viejo continente ellos también están destinados a quebrar. Y es ese precisamente el movimiento que se está verificando hoy: Europa pierde el paso, y con ella toda nuestra cultura política se está viendo arrinconada. El ocaso de Occidente es nuestro propio ocaso.
Nos corresponde a nosotros, a nosotros en tanto que izquierda europea, reencontrar las razones de un proyecto que dé sentido y perspectiva a la causa común de Europa. Esperar a los bárbaros quiere decir sólo esperar que todo se hunda, y encontrarnos al final caídos en medio de las ruinas. Sé muy bien que la metáfora de los «bárbaros», en tu discurso, nada más es una imagen simbólica, pero me parece, con toda franqueza, una imagen desconcertante, porque se encuentra la solución, no en nosotros mismos, en lo que podemos hacer, sino en un suceso traumático que puede llegarnos desde el exterior; en una explosión catártica, en un «evento» que no está en nuestras manos. Y no nos queda otra cosa sino ser espectadores de la quiebra.
Excúsame por la quizá excesiva vehemencia de mi respuesta, pero debo decirte que tu última carta me ha producido inquietud, y he advertido, por primera vez, una «distancia» cultural y existencial, entre dos modos distintos de pensar la política. Espero que sea sólo un espejismo, tal vez propiciado por el bochorno oprimente de este verano. Con todo, querría que aclarases el sentido de tu posición, y tradujeras las imágenes (el recinto, los bárbaros) en un análisis político concreto, claro en sus articulaciones tácticas y estratégicas.
¿Por qué me han impactado con tanta fuerza tus declaraciones? Porque – esta es quizá la clave de lectura más pertinente – tú pones el acento exclusivamente en la pars destruens, mientras que a mí me parece del todo indispensable y urgente un trabajo positivo de reconstrucción y de proyección. Ya lo hemos hablado, a propósito del papel del «negativo» en la historia. Y ahí está, me parece, el nervio sensible que deja al descubierto nuestro desacuerdo.
El desacuerdo consiste en esto: que a mi juicio la pars destruens está ya desplegando todo su potencial destructivo, y que ese hecho entra en la lógica misma del capitalismo global, que sólo puede afirmarse mediante la destrucción de todos los ámbitos tradicionales y de sus sistemas de valores conexos. La «negación» está actuando ya, con prepotencia. No nos encontramos, como sucedía en un pasado ahora lejano, en un mundo encerrado en la defensa del orden tradicional, sino en su extremo opuesto: un seísmo que tiende a subvertir todos los sistemas de vida en los que se ha formado nuestra identidad. Pensar el conflicto entre derecha e izquierda como el conflicto entre conservación e innovación es hoy un espejismo colosal, porque es la derecha liberista la fuerza extrema que juega todas sus cartas a la innovación sistemática, para resquebrajar todo el tejido de las conquistas sociales pasadas. Y el mismo lenguaje de la política resulta despedazado: ¿quiénes son los reformistas, quiénes los conservadores? La debilidad, de la política y de todos nosotros, no está por tanto en la vertiente de la negación, sino en la de la reconstrucción. Ese es el eslabón perdido. Mientras contamos con un mercado abundante de críticos, de destructores, de profesionales de la antipolítica, de contestatarios por vocación o por prejuicio, lo que nos falta es alguna idea positiva acerca de cómo reorganizar nuestra comunidad, con qué reglas, con qué valores, con qué organización del Estado. Esto, sólo esto, es lo que a mí me interesaría poner en claro. ¡Nada de bárbaros! Sino políticos capaces de pensar y de proyectar.
Es un punto que había captado a la perfección Berlinguer, con su fórmula del partido «revolucionario y conservador». Ya te he hablado de ello, y me gustaría conocer tu opinión. En realidad, en su momento casi nadie en el PCI se tomó en serio esa posición, porque los más eran sólo conservadores, y una minoría mantenía la ilusión de poder cultivar su pureza revolucionaria. De ahí el desenlace infausto de la escisión, porque nadie podía ya seguir manteniendo juntas, en una visión coherente, las dos caras del problema. Y las escisiones, como ya he tenido ocasión de decirte, nos hacen a todos más estúpidos, más unilaterales, más incapaces de pensar el problema global.
Reformistas o revolucionarios, maximalistas o minimalistas, toda esa diatriba sólo puede decidirse en la concreción de las situaciones históricas, y la inteligencia estratégica consiste en saber, en cada ocasión, elegir la vía más eficaz: plantearse objetivos que sean alcanzables, y emplear toda la fuerza en los momentos en que las condiciones son más favorables. La política debe saber utilizar todos los instrumentos, el ataque y la defensa, el avance y el repliegue. Quien siempre es audaz, o siempre prudente, es un político demediado, porque da siempre la misma respuesta, incluso cuando las situaciones y las relaciones de fuerza se modifican. En suma, la ambigüedad es la forma sustancial de la política, su forma de adherirse a la complejidad de la realidad, y no un defecto que se deba extirpar, como pretenden los ingenuos y los moralistas. Bueno, quizá esto vale también para nuestra discusión, en la cual cada uno de nosotros expresa una parte de la verdad, y sin embargo no debe enrocarse en su unilateralidad. Esto, y no más, puedo concederte.
No sé si tú estás interesado, pero a mí me parecería útil reunir a un grupo reducidísimo de personas para poner a punto, con rigor, con paciencia y con radicalidad, un manifiesto político para nuestro tiempo futuro, sin perdernos en tecnicismos ni en detalles de un programa de gobierno, sino intentando poner en claro las grandes ideas reguladoras. Un manifiesto teórico, y no programático. Sé que ha habido ya muchas convocatorias, muchos encuentros, muchos intentos, pero en la mayoría de casos se trata sólo de reuniones ocasionales, en las que cada uno recita lo que tiene en la cabeza y sólo se preocupa de hacer una intervención brillante, de modo que al final todo sigue como antes, sin cabeza ni cola.
Pero querría, para mayor claridad, circunscribir el campo de ese hipotético trabajo de investigación. Yo me limitaría a dos grandes cuestiones: el trabajo y la democracia. No hay necesidad de añadir Europa, porque está claro, al menos para mí, que Europa es el contexto histórico-cultural en el que las dos palabras anteriores adquieren todo su significado. Pero esas palabras son un desafío a la Europa actual, al predominio oligárquico y tecnocrático que hoy se está desplegando. Un desafío no para ir a otra parte, ni para buscar nuevos modelos improbables, sino para replantar Europa sobre su misma historia, sobre sus raíces, sobre ese tejido cultural hoy gravemente deshilachado, pero aún capaz, tal vez, de recomponerse y reactivarse.
En primer lugar, conviene dar un sentido preciso y sistemático a la fórmula de la «centralidad del trabajo», que en fases sucesivas es abandonada o reasumida, según las conveniencias del momento, pero que en todo caso se concibe como una declaración sólo abstracta y retórica. Centralidad quiere decir que hay un punto, uno solo y exclusivo, al que debe reconducirse todo el resto. No puede darse una multiplicación de centros. Hoy, desde una consideración benévola de las posiciones de la izquierda en sus diferentes expresiones, puede decirse que el centro de su política lo constituyen los derechos de la persona. El trabajo está ahí sólo en la medida en que no se puede olvidar por completo que las personas algunas veces consiguen trabajar de un modo u otro. Pero la verdadera gran pasión de la izquierda se vuelca en los derechos civiles, siguiendo en eso el modelo Zapatero, valeroso en el frente de la laicidad pero dócil a las recetas sociales del liberalismo económico. Si pensamos el trabajo como el centro, como el punto fijo en torno al cual gira todo lo demás, entonces todo el rumbo de la política económica debe corregirse, para señalar el empleo, el pleno empleo, como sugería Riccardo Lombardi, como la «variable independiente a la que debe quedar subordinado todo lo demás.» Exactamente lo contrario de lo que hoy se practica.
En segundo lugar, importa responder a la actual «crisis de la democracia», que se va concretando en los gobiernos técnicos, en las grandes tecnoestructuras, en la idea, en suma, de que todo el proceso decisional debe quedar reservado, en las cuestiones esenciales, a un núcleo restringido de personas competentes y de expertos. He hablado ya de esto en una carta anterior, de modo que no insisto más. El tema de la democracia tiene infinitas implicaciones, porque afecta a todo el modo de ser de nuestras instituciones, a toda la relación entre gobernantes y gobernados, a todos los instrumentos posibles para una participación efectiva en las decisiones. La democracia no es un estado, sino un proceso; es el proceso nunca finalizado y nunca completo de la democratización de todas las estructuras del poder. Yo prefiero, como György Lukács, hablar de democratización, porque así se transmite el sentido de iniciativa, de movimiento con el que se hace efectiva, para todos, la socialización de todos los centros de decisión, sea cual sea el contexto en el que actúan.
Para terminar, pienso que estos son temas que no pertenecen a ninguna fuerza organizada determinada, sino que pueden ser el terreno común en el que vuelquen su aportación las fuerzas más diversas, políticas, sociales, culturales. Si restringimos el campo, todo acaba por ser instrumentalizado y empequeñecido.
También el sindicato, en el que mantengo mi confianza, es uno de los actores, uno de los sujetos, que debe saber interactuar con otros. Sobre la situación actual del sindicato hemos dejado nuestro diálogo en suspenso. Pero veo que en todas tus alusiones sólo hablas de la FIOM como una fuerza vital, y precipitas todo el resto a la ciénaga del conformismo y la subalternidad. Es una simplificación que no corresponde a la realidad, y la FIOM, que está empeñada en una batalla social durísima, ha de ser reconocida, no como la última y desesperada trinchera de resistencia, sino como un momento de una dialéctica sindical más compleja, en una relación de confrontación y de búsqueda común con todos los demás sectores en los que se articula el mundo del trabajo. No se ayuda a la FIOM si se la encierra en una posición de espléndido aislamiento.
Como ves, a pesar de todo mi pesimismo, veo aún posible, o quizá sólo deseable, un trabajo desde el interior del sistema político. La tesis de la irreformabilidad del sistema nos deposita, privados de fuerza y de iniciativa, en las manos de cualquier aventurero de paso: ayer Berlusconi, mañana quién sabe. Los bárbaros que llaman a las puertas no son los que tú te imaginas, portadores de un nuevo viento salvaje de libertad; son tan sólo el bajo fondo cenagoso de una sociedad disgregada.
¿Entonces? ¿Hay aún algún trabajo que podamos hacer juntos los dos, y junto a otros?

F. Bertinotti (9.1.2013)
Caro Riccardo,
         Me disgusta un poco que, al aproximarse este intercambio epistolar nuestro a su término, se hayan acentuado notablemente las divergencias en nuestras posiciones. Como bien sabes, pienso que el desacuerdo es, como las minorías, la sal de la tierra, pero para que pueda ser fecundo es indispensable que haya alguna cosa que salar. Aparte metáforas, los desacuerdos, las diferencias entre posiciones distintas, son en la izquierda una riqueza necesaria, y cuando han sido negadas (con todo lo que ha estado sucediendo durante mucho tiempo) en nombre de la primacía y de la unidad de su organización política, todo el movimiento se ha resentido. Ahora bien, para expresarlo de forma sencilla y dramática, hoy, en Italia, la izquierda no existe. Sé que la afirmación te sonará exagerada y no del todo convincente.
         A finales del año pasado hubo, con ocasión de la huelga europea y, en Italia, de la de la CGIL, una jornada de lucha y muchas manifestaciones de calle. En esa ocasión tomó cuerpo un hecho especialmente significativo para quien quiera mantener viva una esperanza de futuro: el protagonismo de los estudiantes de enseñanza media. Literalmente, una generación nueva. En Roma hubo cinco manifestaciones. Yo fui a la de la CGIL: no había un solo dirigente político nacional de la izquierda. Fui a ver la de los estudiantes (antes de las cargas policiales y de los disturbios): una enormidad, una oleada muy, muy prieta de muchachas y muchachos, compacta, creativa, en ascenso. Sin partidos, sin líderes, sin banderas. Sólo pancartas de institutos (en ese punto estamos) y eslóganes contra el poder («El patrón ha muerto»). Para decirlo con brevedad, si la izquierda política no está ahí, es que no existe. Por esa razón me preocupa nuestro desacuerdo. No, desde luego, porque de nuestro diálogo dependa su renacimiento, sino porque, en miniatura, es una muestra que indica la situación del campo al que ambos pertenecemos, con toda esa consonante disonancia de la que hemos hablado. Para ser de alguna manera esperanzador, nuestro diálogo no debería dejar en pie tan sólo el desacuerdo.
         Trataré entonces de eliminar, para empezar, algo que en mi opinión se ha debido a un malentendido. He hablado de bárbaros y tú has leído la referencia en la acepción de la invasión de la barbarie, como el arrasamiento devastador de una civilización. Yo me refería, en cambio, a los bárbaros en una lectura muy distinta; me refería a los excluidos, expulsados de una determinada organización de la sociedad, de un cuadro social y económico como el que se está imponiendo en Europa; a los marginados, incluidos aquellos que ahora reclaman con la lucha la parte que les corresponde, en la estela de una generación que denuncia su exclusión y se rebela contra ella. Yo he visto a esos nuevos bárbaros en Roma el pasado 14 de diciembre. Pero ¿quiénes son, en cambio, los que les niegan y les rechazan? Esos no saben ni siquiera pensar como aquel emperador Claudio que en el siglo primero quería ya a los bárbaros (los galos, entonces) en el Senado. Los bárbaros. ¿Recuerdas los versos de Konstantinos Kavafis? «¿Qué esperamos aquí reunidos en el Foro? / Hoy tienen que llegar los bárbaros […] / ¿Por qué se vacían las calles y las plazas / y todos se vuelven a sus casas preocupados? / Porque ya es de noche y los bárbaros no vienen. / Ha llegado un hombre desde la frontera / y dice que no hay rastro de los bárbaros. / ¿Qué haremos ahora sin los bárbaros? / Después de todo, esa gente era una solución.» Sin los bárbaros, en la crisis no hay salvación. No son los bárbaros (los excluidos), sino el sistema quien genera la barbarie, es decir la destrucción de lo que tenemos por costumbre llamar civilización.
         Se entrelazan, al respecto, dos grandes cuestiones, la del largo trayecto de la civilización europea y la breve y dramática del impacto sobre ella del capitalismo financiero globalizado. Al contrario que el ciclo capitalista precedente, este último se ha revelado incompatible con la democracia. En él muere la política como alternativa de sociedad, perece el movimiento obrero, encuentra espacio la biopolítica (a menos que…). La Europa real modelada por este capitalismo, si se consolidara de forma definitiva, sería el desenlace traumático y ruinoso de su declive. Hablo de un desenlace dramático que sería necesario saber conjurar, porque el declive existente podría, en cambio, tener un desenlace bastante diferente. Es posible crecer cualitativamente y declinar al mismo tiempo en poderío, quizás incluso en desarrollo. Europa podría hacerlo si supiera extraer fuerza de la acumulación de civilización que en ella se ha desarrollado, incluidas (sobre todo) la lucha de los vencidos y las ondas largas de los pensamientos críticos, precisamente el patrimonio que está siendo agredido hoy por la gran victoria ideológica del sistema. El ocaso de Occidente es un tema que vuelve siempre en los momentos de crisis. Un tópico. Pero aunque ocurriera, el suyo no podría ser «nuestro» ocaso, gracias precisamente a la fecunda ambigüedad del movimiento obrero. crecido dentro y contra él para poder ser a un tiempo su enterrador y su heredero.
         Es oportuna en este momento tu cita berlingueriana sobre los comunistas «revolucionarios y conservadores». Me divierte y me intriga: así pues, podemos serlo todo excepto reformistas. La fórmula me gusta mucho. Indica, me parece a mí, la vía de la transformación de la sociedad, de las relaciones sociales, de las relaciones humanas, de la vida. Para revolucionar las relaciones sociales de producción, con el fin de liberar la actividad humana y a la persona de los efectos de la mercantilización y la cosificación que sufren en la sociedad capitalista, es necesaria en efecto la construcción de una cultura, de una visión del mundo con la que pueda delinearse el anuncio de la ciudad futura. En ella confluiría a su vez el depósito de civilización, si no liberado, por lo menos rescatado de la opresión del terrible costo social y humano pagado por realizarlo. No recuerdo si hemos citado ya a Benjamin, que señala que cuando la belleza de un arco de triunfo nos deja maravillados, también nos está remitiendo a la memoria de quienes debajo de él han sido humillados, y de quienes por él han sido muertos. Conservar la belleza y la memoria ayuda a que, quien puede hacerlo, viva mejor, y ese recuerdo que lo acompaña puede incluso servirle de ayuda en la realización de la tarea revolucionaria. No hay, por tanto, desacuerdo entre nosotros sobre la urgencia de la puesta en práctica por parte de la izquierda de un proyecto de sociedad, de una capacidad de propuesta y de programación, de un saber hacer concreto (si no, ¿qué sería la temática de los bienes comunes y por qué se habría producido en torno a ese tema un cúmulo tan grande de atención y de trabajo político en la izquierda anticapitalista?).
         La importancia que atribuyo, hic et nunc, a lo que tú llamas la pars destruens, y que yo prefiero llamar el aire de la revuelta, no se sitúa en este terreno, en el de la transformación, sino más bien en el de la necesidad de derribar el recinto, para liberar a la política de la prisión en que está encerrada hoy en Europa y que es la causa primera de su descrédito, de su separación de la vida. La tesis de la irreformabilidad del sistema político desde el interior no nos reduce a la impotencia, sino que reclama la puesta en práctica de una hipótesis de trabajo distinta de la reformista, que no puede pretender ser la única fuerza de la política. Por lo demás, también nuestra historia nos ha revelado que, por lo menos en un caso significativo, el de la URSS y su sistema, tenían razón quienes desde tiempo atrás denunciaban su irreformabilidad: la quiebra de un sistema entra en el cálculo de las probabilidades. En nuestro caso se trataría de mucho menos, de una quiebra no del Sistema, sino del sistema político. En un movimiento de contestación y de reformas, podrían conectarse pars destruens y pars construens en la construcción de una alternativa de sociedad. ¿No es eso lo que necesitamos?
         ¿Por qué el trabajo ha sido transformado en una variable dependiente de la competitividad de las mercancías? ¿Por qué la desigualdad ha desplazado a la igualdad en el proceso de construcción de la Europa real? ¿Por qué estamos entrando en una Europa post-democrática? La tesis de Luciano Gallino sobre la inversión de la lucha de clases (en La lotta di classe, dopo la lotta di classe, entrevista a cargo de Paola Borgna, Laterza, Roma-Bari, 2012) da algunas pistas útiles de trabajo. ¿Queremos probar a adentrarnos en ellas? Vuelven las cuestiones no resueltas sobre la naturaleza del capitalismo (¿de este capitalismo?) y del sujeto del cambio. La derrota del siglo xx nos exige, convengo en ello, indagar con severidad, con crueldad incluso, los errores nuestros y de nuestra historia, pero sin perder el hilo de la tentativa que se produjo de asalto a los cielos: el hilo de la liberación del hombre. Tanto los marxistas ortodoxos como los heréticos se encuentran en la misma orilla del río que la historia nos empuja a atravesar. Sé que no podemos escoger a ninguno de ellos para seguir la vía que indicaron. A diferencia de ti, sigo pensando que el campo de los herejes es más fecundo. Alguien ha dicho que asomarse al abismo de la nada es necesario para quien quiera comprender la historia de los hombres. Si uno se asoma puede caer, pero si no lo hace no entenderá críticamente el mundo. Sin embargo, podemos convenir en que, sólo si volvemos a probar (¿recuerdas de qué forma tan dramática lo propuso Gramsci?) a actuar y pensar para cambiar el mundo, podremos reapropiarnos críticamente de ese patrimonio que, a partir de Marx, puede permitirnos recuperar la vitalidad política.
         De nuevo Gramsci, con su teoría de la praxis. ¿Y la nuestra?
         Vuelvo para terminar al punto de partida: el sujeto de la liberación. ¿Qué es lo que se vislumbra al respecto en Italia y en Europa? ¿Qué trabajo político debe hacerse para construir, sobre sus bases movedizas, la coalición social protagonista de este tiempo nuestro? La izquierda europea, que hoy no existe porque está integrada políticamente en esta Europa real y en su sistema político institucional, puede renacer por ese difícil y accidentado camino en el que son visibles, si bien aún inciertos, los signos de «otro mundo posible». Insisto, veo similitudes con aquel final del siglo xix en el que el cuarto estado adquirió, a través de tentativas y pruebas distintas, forma y sustancia. ¿Queremos probar?
         Fraternalmente,
         Fausto

R. Terzi (29.1.2013)
Caro Fausto,
         Al repasar nuestro diálogo, que se ha desarrollado de un modo enteramente libre y nada diplomático, me parece que al final registra no sólo unas divergencias, sino también un estímulo convergente para alcanzar un nivel más maduro de conciencia crítica sobre nuestro pasado y nuestro presente. Diferencias entre nosotros las hay, siempre las ha habido, pero es importante haberlas puesto en claro, y haberlas removido de su rigidez y su fijeza para hacerlas entrar en un juego más complejo y más rico, en el que resulta posible un intercambio, una relación, y la búsqueda de un espacio más avanzado de reflexión. No ha sido, me parece, un diálogo de sordos.
         Por otra parte, yo tengo una cierta tendencia a la contradicción, a ver siempre el revés de las cosas, a discutir todas las aparentes certezas. Y también contigo me he divertido en llevarte la contraria. Pero es importante tu referencia a nuestra pertenencia a un «campo» común, porque eso deja claro que las diferencias, incluso las más ásperas, son siempre internas en relación con un universo histórico-cultural al que hemos ligado nuestra vida y nuestro pensamiento. Por tanto las diferencias son siempre relativas, provisorias, abiertas a nuevos desarrollos posibles.
         Ese campo en el que seguimos colocados, aun con todas nuestras impaciencias e inquietudes, es el campo de la izquierda. Precisamente por esa razón yo no puedo decir que «la izquierda no existe», porque no se reduce a las formas políticas existentes, a su fenomenología contingente, sino que es, así la entiendo yo, la potencia dialéctica que actúa siempre en las cosas, en las relaciones sociales y en las relaciones de poder, manteniendo abierta la posibilidad, a veces oculta y no descifrada, de un orden nuevo, de una jerarquía de valores diferente. La izquierda es el campo de lo posible, es el conjunto de los recursos que pueden ser activados, es ese fondo de humanidad que está en nosotros potencialmente, y que espera ser realizado. Hablo de lo posible, no de la utopía, palabra por la que he sentido siempre cierta aversión, porque me parece una vía de escape barata para evitar enfrentarse a la realidad. Así pues, no el sueño, el espejismo, el mito del hombre nuevo, sino el trabajo político para inventar y experimentar nuevas formas de vida y de socialidad. Cuando se dice a un dirigente político: «haznos soñar», en realidad se le está invitando a desplegar su panoplia retórica y demagógica, cuando de lo que tenemos una necesidad extrema es de la pasión de la racionalidad. Conciencia crítica e izquierda tienden a coincidir, según mi punto de vista, y allí donde sólo hay pasionalidad, impulso emotivo, quiere decir que falta aún todo un trabajo de clarificación que espera a ser llevado a cabo.
Además, la izquierda es la idea de una política practicada en un nivel de masas, es el ingreso de las grandes fuerzas populares en el espacio democrático. A ella le es extraño el espíritu minoritario, la lógica de la secta minúscula, la vocación puramente testimonial o la prédica moral. Yo sigo fiel a la idea gramsciana del «príncipe moderno», es decir a una política en la que la virtud es la eficacia, y la eficacia es la fuerza. En este sentido, siempre he visto en el sectarismo de los grupúsculos un error teórico más aún que político, porque se pierde de vista el aspecto esencial, la posibilidad de abatir el carácter oligárquico del poder y colocar sobre bases enteramente nuevas, democráticas y abiertas, la relación entre gobernantes y gobernados. El campo de la izquierda es, así, el lugar de las grandes organizaciones, políticas y sociales, aunque a menudo puedan resultar inadecuadas, contradictorias, lastradas por procesos internos de burocratización; pero ese lugar sigue siendo el único posible en el que pueden tomar cuerpo las ideas de la izquierda. Fuera de ese contexto duro, difícil, donde cualquier pequeño avance exige un enorme desgaste de fuerza, sólo existe una izquierda virtual, que cultiva su pureza doctrinaria sin poder verificarla nunca en su relación con la realidad.
Dicho esto, sigue siendo totalmente problemático el qué hacer en las condiciones actuales, después de una larga etapa de devastación que ha derribado todos los que tradicionalmente eran los puntos fuertes de la izquierda. Pero no saldremos de aquí por atajos caprichosos. Es todo el trabajo político lo que hemos de retomar con paciencia, a partir de lo que es, y no de lo que imaginamos.
Y llego ya a la empeñada discusión sobre la llegada de los bárbaros. No creo que se trate sólo de un malentendido. Tenía bastante claro que en tu discurso era aquella una imagen simbólica, de una proyección mítica, para decir, en sustancia, que el gran enfrentamiento hoy en curso se da entre los excluidos y los que están dentro del sistema, fuera o dentro del recinto del poder. En mi respuesta he jugado con el equívoco, y he recurrido de forma un tanto despreocupada, te lo concedo, a unos argumentos polémicos dirigidos contra un blanco demasiado fácil. Pero con ese artificio retórico he querido decir que el mito de los bárbaros puede con facilidad volverse en tu contra, precisamente porque, al permanecer en una posición de «espera», acabamos por encontrarnos desarmados en el momento en que irrumpen en escena, no los bárbaros libertadores que habíamos imaginado, sino los aventureros del poder. Más allá de las imágenes, que por su naturaleza son sólo alusivas y simbólicas, y que cada cual puede utilizar libremente como mejor le parezca, queda la sustancia política de nuestra discusión, que no es ni mucho menos irrelevante.
Yo no considero muy provechosa la distinción entre excluidos e incluidos porque, creo haber ya hablado de ello, nos encontramos todos en una condición ambigua, ambivalente, de implicación en el sistma y de extrañamiento, y los mecanismos del poder no actúan sólo en la lejanía del Palacio, sino que condicionan toda nuestra vida cotidiana. ¿Quién está de verdad «excluido», salvo una pequeña minoría de marginados? Por eso creo que la tarea de la izquierda no es solamente la de organizar a los excluidos, sino además y sobre todo la de liberar a los incluidos. Con un proyecto social alternativo debemos ofrecer a todos un recorrido posible de liberación, de autorrealización, ampliando cada vez más los espacios de una socialidad que no esté regulada por los mecanismos competitivos del mercado. No esperemos, pues, la solución liberadora de un cataclismo que nos venga del exterior. Por el contrario, empecemos a reorganizar nuestra vida y nuestra convivencia civil.
De aquí la importancia primaria que yo doy a la pars construens, al proyecto de sociedad, porque ahí se pone a prueba una política de masas, capaz de movilizar a un amplio abanico de fuerzas. Y este trabajo debe ser realizado necesariamente a escala europea, porque hoy ese en ese nivel donde se encuentran los centros fundamentales de decisión. El tema del «ocaso de Occidente» puede invertirse de esa manera. Y el actual dominio de una tecnocracia neoliberista que nos lleva a una derrota histórica de Europa. La alternativa a la derecha es un redescubrimiento de los valores profundos de la tradición europea, y su traducción en un nuevo marco democrático y en una política de inclusión y de universalización de los derechos. Revolucionar y conservar: Europa ofrece un ejemplo luminoso de esa compleja duplicidad de nuestro trabajo. Duplicidad, no doblez. Por un lado hay que combatir con firmeza todos los múltiples tirones antieuropeos, que desbaratan de paso nuestras conquistas democráticas fundamentales, y por otro lado Europa sólo se salva con una reforma radical, en sus estructuras de gobierno y en las orientaciones de fondo de su política económica.
La reforma de Europa y su verificación: ese es el punto de conjunción que mantiene unidos los dos momentos de la negación y de la construcción, y ese puede ser el sentido de una política reformista, si se entiende el reformismo en su significado auténtico, en su inspiración original. Naturalmente, no me refiero a la versión manipulada que circula impunemente en la cháchara político-periodística. Ahora casi se nos veta el uso de ese término, que ha sido reclutado a viva fuerza por el campo adversario. Pero todas las palabras se han convertido en un campo de batalla y hemos de reconquistar su significado. He aquí una parte importante del trabajo de reconstrucción cultural: redefinir todo nuestro lenguaje, nuestro vocabulario, para liberarlo de todas las corrupciones que ha padecido, y de las capas de polvo que se han depositado sobre él.
Citas, por ejemplo, el libro de Luciano Gallino. También a mí me ha parecido de una frescura extraordinaria la operación político-cultural llevada a cabo por él, al situar de nuevo en el centro la idea de la lucha de clases, y releer a partir de ese concepto todos los procesos políticos y económicos de la época de la globalización. Es uno de los pocos casos inmunes al terrorismo del pensamiento dominante; al contrario, se le enfrenta y lo combate de forma abierta. Y aquí está quizá el punto más intenso y fecundo de convergencia entre nosotros, en la idea de que se debe, a pesar de todo, pensar la política en su relación con la estructura de clases de la sociedad. No para repetir cansinamente las fórmulas de una etapa política superada, sino para actualizar todo el análisis social a la luz de las transformaciones que se han producido, y para redefinir todo el campo de los conflictos, en el trabajo y en la vida social. Lo que sigue siendo en todo caso esencial es reconocer el momento del conflicto como el marchamo que define a una sociedad abierta y pluralista, que da legitimidad a las diferencias y las deja actuar libremente en sus movimientos de atracción y de rechazo. Este es el gran alcance del pensamiento de la modernidad: el derribo del antiguo modelo autoritario y jerárquico, y la idea de que el orden es el resultado, siempre abierto y siempre provisional, de una libre dialéctica de fuerzas.
En este sentido, es la izquierda la que está situada en la estela de la modernidad, mientras que toda la ideología que predica el fin de las ideologías y la irrelevancia de la distinción entre derecha e izquierda, no es otra cosa que el retorno a lo antiguo, a la sacralidad y la intangibilidad del poder. Esta es hoy la verdadera derecha: el pensamiento que niega las diferencias, y todo lo uniformiza en nombre de una presunta objetividad de las leyes económicas, para las cuales la izquierda no tiene ni siquiera el derecho de existir, porque no existen alternativas posibles, y la única tarea de la política es la gobernabilidad del sistema.
¿El sistema es irreformable? Este de la irreformabilidad es un concepto difícil de manejar, porque en el fondo un juicio definitivo sólo es posible cuando el proceso político ha concluido. Y aun entonces sigue siendo legítima la duda de si la quiebra de un sistema determinado podía haberse evitado, si la quiebra se ha producido precisamente porque no se ha realizado a su debido tiempo una acción eficaz de reforma. Esto vale también, a mi juicio, para la experiencia soviética. Nunca se intentó con seriedad un verdadero proceso de reforma, sino de un modo tardío y más bien confuso en la época de Mijail Gorbachov. Pero, ¿de verdad todas nuestras esperanzas y nuestras peticiones de una democratización profunda de aquel sistema eran tan sólo delirios e ilusiones? Si decimos irreformabilidad, decimos en sustancia que todo aquel experimento político fue tan sólo un error, una desviación, y por tanto está bien que haya acabado como ha acabado. Es una tesis plausible, pero puede conducirnos a un punto de vista de un revisionismo histórico y teórico total, que me parece bastante lejano de nuestro común modo de pensar. El error de la izquierda, ¿no ha sido precisamente haber arrumbado su propia historia, como si se tratara sólo de un montón de ruinas?
En el caso de nuestro sistema político, la tesis de la irreformabilidad me parece totalmente infundada y peligrosa, porque nosotros seguimos contando con un punto de referencia firme en la carta constitucional, que ha sido, sí, vapuleada, perseguida, eludida, pero es aún una plataforma política y jurídica válida sobre la que construir nuestros proyectos futuros. El problema actual me parece que es más bien el siguiente: ¿ qué dirección debe seguir una acción de reforma del sistema? Hasta ahora todo el debate político parece haberse concentrado únicamente en el tema de la gobernabilidad, de la estabilidad, y todos los proyectos institucionales parten, en sustancia, de la idea de que nuestro sistema se ve afectado, no de un déficit de democracia y participación, sino de un déficit de autoridad, por lo cual se trata de asentar el equilibrio reforzando la acción de gobierno. Son todas ellas hipótesis que van en el sentido de la concentración del poder.
Yo pienso que sería necesario invertir todo ese planteamiento, y proyectar una reforma guiada por la idea de la democratización, diseñando nuevos instrumentos de control y de participación. Es en el interior de una estrategia radicalmente democrática, capaz de introducir un nuevo impulso participativo en todas las estructuras políticas y económicas, como se pueden abrir nuevos horizontes al conjunto de los movimientos, hoy demasiado dispersos, y puede cobrar forma una nueva subjetividad política. En el fondo, como ves, también mi análisis, aunque divergente y construido sobre una trayectoria teórica distinta, llega al mismo punto crucial: la construcción del sujeto que pueda ser protagonista de un nuevo ciclo político.
En la ortodoxia leninista, la conciencia sólo puede venir del exterior, y encuentra en el partido político el lugar exclusivo de su maduración. Otros han intentado o han imaginado el recorrido inverso. Es una disputa bastante añeja y hoy inactual, porque las dos vías parecen obstruidas. Lo que exige el día de hoy es una combinación más compleja de todos los recursos disponibles, por arriba y por abajo, construyendo con paciencia una relación entre lo político y lo social, entre la elaboración teórica y la experiencia real, sin que se pueda pensar que existe una única palanca capaz de mover todo el proceso. Y tampoco me parecen reducibles nuestras diferencias a aquel esquema antiguo, sino que me parecen internas a un nuevo tipo de reflexión, que asume el dramatismo de la crisis de la izquierda y de sus formas históricas como el punto de partida necesario. Tematizar la crisis, y sondearla en todos sus numerosos repliegues, sería ya un primer paso importante.
Yo considero nuestros puntos de vista como un material sobre el que trabajar, en una discusión que debe ampliarse, construyendo momentos colectivos de profundización. Me parece útil dejar vivir las diferencias, como verdades parciales, como posibles enfoques de un discurso político que todavía tiene que ser construido de un modo más orgánico. Veremos los dos juntos con qué formas y con qué interlocutores se da continuidad a nuestra búsqueda.
Un afectuoso saludo
Riccardo