Iluminaciones de viaje
Matera. Santa Maria de Idris
(derecha, en el saliente de roca) y San Pietro Caveoso, vistos desde media altura. Detrás, el fondo del
barranco de la Gravina. La foto es gentileza de M.A. Carreras. No es
enteramente satisfactoria porque está tomada de arriba abajo y, como dejó escrito Luisa Levi, Matera solo se percibe de forma adecuada mirando de abajo arriba.
Pero no he encontrado una buena foto desde ese punto de vista particular; las
fotos son planas y no reflejan bien lo que es hueco, lo suspendido, lo que gravita.
En una rápida
escalada de posiciones, Matera ha pasado de ser la vergüenza de Italia a sitio oficial
del patrimonio de la humanidad; y este año, Capital Europea de la Cultura.
No hay
incompatibilidad entre los tres títulos; también Auschwitz es al mismo tiempo la
vergüenza del mundo y patrimonio de la humanidad. Patrimonio de una humanidad avergonzada de sí misma. La humanidad tiene rincones
oscuros que es preciso visitar de cuando en cuando, para no olvidar que existen; que no todo se reduce a
palacios y a catedrales, a capiteles corintios, inscripciones en bronce y
techos con alegorías pintadas.
La fisonomía de Matera
es característica porque presenta de forma muy gráfica y primaria el doble
rasero perceptible en todas las aglomeraciones humanas: aquí queda a la vista
tanto lo que se muestra como lo que normalmente se esconde; lo que asoma por
encima del umbral de la conciencia colectiva, y lo subterráneo, lo subliminar,
lo indecible.
Luisa Levi,
turinesa, neuropsiquiatra infantil, que visitó Matera en el año 1935 de paso para
encontrarse con su hermano Carlo desterrado en Aliano, cuenta lo que vio al
descender la ladera empinada de un “cono invertido” que tenía la forma “con que
en la escuela imaginábamos el infierno de Dante”. Callejuelas estrechas en fuerte pendiente, escaleras, vueltas
y revueltas, cuevas superpuestas unas a otras y habitadas por una humanidad
doliente, aglomeración de chiquillos que le mendigaban no una moneda o un
caramelo, sino “u chini”, la quinina.
Así concluye su
descripción: «Habíamos llegado al fondo
del hoyo, a Santa Maria de Idris, que es una hermosa iglesia barroca, y, al
alzar la vista, vi por fin aparecer, como un muro oblicuo, toda Matera. Desde
allí tiene el aspecto de una ciudad de verdad. Era como si las fachadas de
todas las grutas, que parecen casas, blancas y alineadas, me miraran, con los
agujeros de las puertas como ojos negros. La verdad es que es una ciudad
bellísima, pintoresca e impresionante.»
La belleza puede
ser sombría, puede ser terrible. También es bello, a su modo, el infierno de la
Commedia de Dante. “I Sassi” de
Matera, ese despeñadero en el que las casas aparecen para quien las contempla
desde abajo como el desplome congelado de una avalancha catastrófica de piedra
y escombros, tiene un valor particular como ejemplo de formas de vida en
el subsuelo, tomando en más de un sentido el término “subsuelo”.
Y de alguna forma este
austero conjunto monumental tiene también relación con ese plano inconsciente
que todos los humanos cargamos en nuestro interior, y que con tanta agudeza
cartografió Sigmund Freud: algo primario, caótico, innombrable, descarnado,
harapiento, que el buen burgués rechaza y condena los domingos a la hora de la
misa, pero que mantiene celosamente a su disposición los días laborables porque
esa doble estructura le resulta funcional para su propio bienestar.
Desde ese punto de vista el
éxito turístico actual de Matera viene a ser, también, una paráfrasis de la
idea del retorno de lo reprimido que estudió el clínico vienés.