sábado, 12 de agosto de 2023

COINCIDENCIAS QUE NO LO SON

 




Edgar Degas, “La toilette” (arriba), y Mary Cassatt, “El baño” (abajo). Un mismo tema y dos espléndidas soluciones artísticas de mano de dos grandes artistas contemporáneos entre ellos.

 

Mary Cassatt, nacida en Pennsylvania en 1844 pero afincada en París desde la voluntad de seguir una carrera artística, vio en 1877 como el Salón de la Academia rechazaba las dos obras que había presentado a la exposición anual. Era la primera vez que le ocurría una cosa así, en siete años. De su estado de confusión la sacó Edgar Degas al invitarla a presentar alguna cosa al Salón paralelo de los impresionistas, gente peligrosa que prefería utilizar colores puros, que se mezclaban en la retina del espectador, a efectuar previamente de forma ortodoxa la mezcla en la paleta.

Cassatt y Degas no eran dos desconocidos en 1877, y ella tenía ya una buena aliada en las filas de los transgresores, en la persona de Berthe Morisot. Cassat se sumó decididamente al grupo, y Degas le dio lecciones de grabado y pintura al pastel. Tenían sus talleres respectivos a menos de cinco minutos de distancia a pie, y Degas solía acabar su jornada con una visita a su vecina para ver su obra in progress y charlar de pintura.

Los dos tenían preferencia por la figura humana como tema, y muchas inquietudes comunes. No es probable que se diese un romance entre ambos: Cassatt había descartado la vida en pareja como nociva para su carrera, y Degas, diez años mayor que ella, era un soltero empedernido con puntos de vista abiertamente misóginos.

Pero desde el punto de vista artístico, los dos se influyeron y de alguna manera se complementaron. La composición de Cassatt se remonta a 1891. No tengo noticia de la fecha en que fue pintado el cuadro de Degas, pero tanto pudo haber sido antes como después del de ella.

 

jueves, 10 de agosto de 2023

TRANSFIGURACIONES ESTIVALES

 


Federico Martín Bahamontes negociando una revuelta en la “grande route” francesa. Ha fallecido a los 95 años. Ganó un Tour, en 1959, y seis Premios de la Montaña, además de otras carreras en Italia y en España.

 

Todos éramos Bahamontes, en la segunda mitad de los cincuenta. El Tour de Francia tenía una mística propia, e inspiraba un temor reverencial. No era para ciclistas españoles, “nosotros” no sabíamos correr en pelotón, no entendíamos las tácticas, íbamos a nuestro aire sin formar adecuadamente “la grande boucle”, nos dejábamos desbaratar sin abanicos cuando soplaba el mistral. Éramos soldados de guerra de guerrillas, escapadas en solitario, machadas sin apenas consecuencias en la clasificación general.

Teníamos, sí, a Bernardo Ruiz, que subió al podio del Parque de los Príncipes el año 52, y a Miquel Poblet, que ganó al esprint una primera etapa y fue dos días de amarillo: nada en comparación con Louison Bobet o los grandes italianos Bartali y Coppi, o incluso el suizo Koblet y el luxemburgués Charly Gaul.

Y en estas llegó Federico, que se subió en solitario al Tourmalet y se detuvo en la cumbre a la espera del pelotón tomando un helado, porque le daba miedo bajar solo por aquellos vericuetos. ¡Tan español, tan nuestro!, decía la prensa, que le dio el título de Águila de Toledo.

En el pueblo de la sierra donde pasaba el verano con mi primo en casa de las tías, les sonsacábamos una pesetilla para comprar la Marca; entonces no había tele, y tampoco radio que siguiese el evento en román paladino. Nos conectábamos a una emisora francesa de deportes, pero ellos solo hablaban de Anquetil y Poulidor, la nueva generación de maravillas de la ruta. Y la verdad es que no se les entendía, solo pescábamos algún retazo de información.

La Marca lo traía todo negro sobre blanco, con un día de retraso. En las primeras etapas, perdidas para la causa si no estaba Poblet, nuestra Águila llegaba a la meta el 132º, por ejemplo, y perdía regularmente un buen cuarto de hora al día. Todo cambiaba cuando la Grande Boucle llegaba a Pau y empezaban los Pirineos (Luchon, Bagnères de Bigorre…). Ahí éramos los amos, Federico se empinaba sobre el sillín y se hacía el vacío a sus espaldas. El Aubisque (nunca pronunciamos “Obisc”) por las dos caras y el Tourmalet de postre. Federico iba solo, Anquetil solo estaba atento a la rueda de Poupou, el Gran Perdedor. Nosotros hacíamos cola delante del quiosco de la plaza a partir de las diez, cuando ya había llegado el tren de Madrid que traía la prensa, para ser de los primeros en leer la Marca con toda la información y clasificaciones de la etapa del día anterior. El único galardón que avizorábamos en esos días críticos era el Premio de la Montaña. El Tour, con su prestigio intacto, era el Nunca-Jamás de nuestros sueños, durante tres semanas. Nos habíamos transfigurado en Bahamontes alzado sobre su sillín.


miércoles, 2 de agosto de 2023

LA DUDOSA UTILIDAD DE LO PRÁCTICO

 


Descanso durante una excursión a Petaludes, el Valle de las Mariposas, en el centro de la isla de Rodas. La foto es del mes de junio; por fortuna, los incendios recientes han respetado este santuario natural. (Foto, Carmen.)

 

Una caída tonta me ha dejado un dolor intermitente en el costado izquierdo. Soportable a ratos, a ratos no. Después de varios días de convivencia asidua con antiinflamatorios y paracetamoles, he acabado por recurrir a las Urgencias del Hospital de Calella, aquí al lado. Resulta que tengo dos costillas rotas, la octava y novena del costillar izquierdo, para ser precisos. Me estoy tratando, pero mi minusvalía añadida no favorece mi inspiración escritora. No sé la razón, solo que es así. Ignoro cómo pudo arreglárselas Cervantes, con todo su altísimo ingenio, para escribir a pesar de esa mano izquierda seca.

Sin ganas de escribir, entonces, he encontrado el tiempo y la paciencia para leer “La utilidad de lo inútil”, de Nuccio Ordine (Barcelona, Acantilado Quaderns Crema 2013, traducción de Jordi Bayod, 29ª edición). Ordine ha recibido el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades de 2023, y fallecido muy recientemente de forma inesperada.

El libro es excelente. La idea central se desarrolla a partir de un entramado de voces singulares de épocas diferentes. Aristóteles, por poner un ejemplo, reclama una ciencia libre para un hombre libre; Leopardi desprecia la “utilidad” de vuelo rasante por la que el hombre se identifica a sí mismo con el dinero.

Quizás el apunte más significativo (pág. 81) sea la afirmación de Marc Fumaroli que relaciona la adquisición de conocimientos con el crecimiento de la autonomía humana. Este crecimiento se relaciona directamente con la prestación de trabajo (onerosa o gratuita, subordinada o autónoma, trabajo de cualquier clase). Lo “útil” sería entonces lo “práctico”, lo mensurable, lo hacedero a corto plazo en un círculo estrecho de posibilidades; mientras que el único progreso real accesible a la humanidad ha de llegar a través de nuevos contenidos universales, no codificados previamente, y grávidos de potencialidades de cambios futuros.

Lo cual tiene poco que ver con los algoritmos y las inteligencias artificiales, que conforman a los humanos como inteligencias subordinadas a una “utilidad” exterior y aleatoria, relacionada con la posición en los mercados y la ganancia material.

Del iluminista Gotthold Ephraim Lessing (citado en pág. 133) es la siguiente afirmación comprometida: «La valía del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla. Porque las fuerzas que incrementan su perfección solo se amplían mediante la búsqueda de la verdad, no mediante su posesión. La posesión aquieta, vuelve perezoso y soberbio.»

En el mundo actual los avances científicos de orden práctico reposan por lo general en forma de patentes de explotación en las cajas fuertes de los bancos, y el esfuerzo de las personas individuales y los colectivos sociales por alcanzar verdades más duraderas y universales, es desestimado. Nuccio Ordine apostilla: «La posesión y el beneficio matan, mientras que la búsqueda, desligada de cualquier utilitarismo, puede hacer a la humanidad más libre, más tolerante y más humana.»