Querido José Luis.
Durante diez días hemos estado recorriendo en familia el
Peloponeso de punta
a punta, desde, digamos, Epidauro, hasta Methoni. Hemos
contemplado muchos pedruscos históricos y hemos corrido a refrescarnos en
muchas playas huyendo de un sol que abrasa la piel. De otro lado, han sido diez
días de apagón informativo: sin televisión, sin conexión a internet y sin
periódicos locales o foráneos porque las gentes de estos lugares pasan de tales
moderneces. Sólo en Olimpia, lugar clasificado en el patrimonio mundial y meta
de excursiones en autobús para pasajeros de cruceros mediterráneos, pudimos
encontrar un quiosco de prensa absolutamente extranjera y del género papel
satinado, de cuyas portadas no pudimos sacar gran cosa de provecho. Divorciado
de la actualidad y entregado a mis propios recursos, me he dedicado por las
noches a redactar algunas divagaciones o generalidades que te ofrezco por lo
que valgan, sin ánimo de lucro y a beneficio simplemente de inventario. Ahí
van. (1)
1. CASI TODO NOS
VIENE DE GRECIA
No lo digo para argumentar que una
Unión Europea sin Grecia ni sería Unión ni sería Europea, porque no vale la
pena argumentar lo obvio. Lo digo porque, además de la filosofía, las ciencias
experimentales, el deporte, el teatro y otros muchos inventos, debemos a Grecia
tanto el nombre mismo de la política como casi todo el utillaje concreto de
conceptos y posicionamientos posibles relacionados con ese arte, u oficio, o
quehacer, directamente ligado a la vida de la “polis”. En positivo y en
negativo: de los griegos nos vienen la anarquía y la monarquía, la democracia y
la demagogia, el tirano y el tiranicida. Todo está ahí a mano, ready-made, desde la época antigua. Basta
alargar la mano y elegir el arma de la panoplia que uno desea usar.
Entre esos conceptos básicos de la
política hay dos, extraídos de la geometría o de la topografía, que tienen un
hondo significado: son, expresados en lengua helénica, el Kentro y la Perifería. Susentido
se percibe de inmediato: Kentro es el núcleo, el quid del asunto, y Perifería
todo lo que lo rodea. En la Grecia actual, y considerados tanto los
aspectos políticos como los demográficos, el Kentro indiscutible es Atenas y se
distinguen dos Periferías: la primera comprende todo el territorio incluido
dentro de las fronteras del Estado griego, tanto en el continente como en las
islas, y la segunda Perifería es la de la emigración, la de los griegos
asentados de forma permanente en países extranjeros. Hay bastante equilibrio
demográfico entre los tres grupos, aunque de todos modos Atenas es el de mayor
población de los tres; y el menor, la primera Perifería. La posición de Atenas
es inatacable; es la sede tanto del gobierno como del parlamento, del alto
estado mayor de los ejércitos, de la Administración, de
las oficinas centrales de los bancos y las principales industrias, del
kilómetro 0 de las carreteras, del puerto (El Pireo) y del aeropuerto; incluso
de la conferencia episcopal ortodoxa. Kentro puro y duro todo él, no hay color.
En cuanto a lo que tiene alrededor, un habitante de la primera Perifería tiene
estadísticamente las mayores posibilidades de residir en Salónica, la metrópoli
del norte. (Los tesalonicenses tienen fama de raros para los griegos de Atenas,
que han dado en llamarles “búlgaros”. El tema de la rivalidad entre las dos
ciudades y el curioso apodo acuñado por los atenienses pueden repugnar a muchas
personas de nuestra España, pero no hay remedio, son cosas de aquí y hay que
aceptarlas sin protestar.) Un habitante de la segunda Perifería tiene las
mayores probabilidades estadísticas de residir en Astoria, Brooklyn (Nueva
York, EUA) o bien en Chicago, pero puede que la situación varíe en los próximos
años si se mantiene la acusada tendencia al éxodo de graduados universitarios
griegos a Centroeuropa y a Escandinavia.
Atenas era ya el Kentro, aunque mucho
más diluido, en la época de Pericles, y gracias a la superioridad estratégica
de su marina de guerra, la llamada talasocracia, se empeñó en dominar por la
brava a las polis próximas y lejanas. Con escaso fruto, tal y como relató
Tucídides. Las polis de la antigüedad clásica estaban en guerra permanente unas
con otras, salvo en dos tipos de ocasiones excepcionales: una, cuando la
presencia de una amenaza extranjera considerable (léase troyanos o persas) exigía
la coalición de todos los griegos en la tarea común; otra, durante las treguas
sagradas que se establecían cada cuatro años para la celebración de los juegos
olímpicos. Es decir, su situación era prácticamente igual a la de nuestro
Estado de las autonomías: todos contra todos salvo contadas excepciones,
cambiando los persas por el FMI o Standard & Poors, y añadiendo a los
juegos olímpicos los mundiales y los europeos de fútbol. Pero con una
diferencia importante: en la Grecia antigua no había Estado. Llamo la
atención del lector sobre el hecho de que “Estado” es una de las pocas palabras
de la política que no procede del griego. Otra de ellas, curiosidades de la
vida, es “federalismo”.
El caso es que Atenas fracasó como
Kentro en la antigüedad; sólo se consolidó una especie de Estado en estas
tierras cuando el relevo de una Atenas de capa caída lo tomó Macedonia, con
Filipo y su hijo Alejandro. Y el ensayo duró poco tiempo, porque quien
realmente consolidó el Estado en la historia fue, como todo el mundo sabe,
Roma, que lo hizo de rebote gracias a un invento genial: la Administración. Casi se podría decir que Jehová hizo toda
la faena sucia en aquellos siete días épicos, y luego Roma le puso la guinda
ala Creación, con el milagro de hacer nacer la Administración de la nada, como había ocurrido con
todo lo anterior. Una vez creada la Administración, ya
podía venir detrás el Estado envuelto en majestad y con todos los atributos de
su prosopopeya.
2. EL ESTADO CONTRA
SÓCRATES
Ahora, claro, la situación es muy distinta y Grecia cuenta
con un Estado internacionalmente homologado cuyo Kentro es Atenas. Los
atenienses son muy conscientes de esa situación. Muchos no son autóctonos de la
capital sino venidos a ella por méritos o antigüedad en el ejercicio de sus
profesiones. Se trata de personas que “han llegado”, y hay en ellas con
frecuencia un punto de ensimismamiento y de autocomplacencia. Se sienten de
algún modo guardianes tutelares de la felicidad de sus compatriotas menos
afortunados; se sienten, en una palabra, importantes.
Cuentan autores antiguos que una
avería obligó a la nave de Alcibíades a varar en la playa de una de las islas
más pequeñas de las Lípari. Su fama, sin embargo, había llegado hasta allí, y
la población se arracimó a su alrededor llena de admiración. Alcibíades se
asombró de ser conocido en un lugar tan remoto, y un aldeano le dijo: “Eso
sucede porque habéis nacido y vivís en Atenas. De habitar en esta isla, mal
podrían difundirse por el mundo vuestro nombre y vuestras hazañas.” Y respondió
el general afortunado: “Es cierto lo que dices. Pero más cierto aún es que si
tú vivieras en Atenas seguirías siendo allí tan necio como lo eres aquí.”
Respuesta que hoy nos produce cierto desagrado por su prepotencia brutal, pero
que los antiguos saborearon como fruto de un ingenio refinado.
Pues bien, el brillo anejo a Atenas se
difumina hoy bastante al tomar la carretera y salir hacia la periferia. Para
decirlo de una vez, el Estado no alcanza mucho más allá de los límites de la
capital. Tomemos por ejemplo la red de transporte viario. El Peloponeso, con su
considerable superficie, dispone tan sólo de una autopista y media. La
autopista completa es la que va de Corinto a Kalamata: es de creación reciente
y el último tramo, de Trípoli a Kalamata, aún no está del todo acabado, aunque
de todos modos ha entrado ya en servicio. La media autopista es la que une
Corinto con Patrás, y es un caso singular. Hace unos años se decidió ampliar y
mejorar la carretera existente. Lo primero que se instaló de la futura
autopista fueron las taquillas de peaje. Después, las obras languidecieron, y
pasado cierto tiempo quedaron paralizadas. Hubo una movida antipeaje, y el
ministro de Fomento compareció para pedir a la ciudadanía paciencia y comprensión:
el gobierno se comprometía a finalizar las obras en un plazo prudencial, pero
mantenía el peaje como única forma de financiar las obras pendientes. Desde
entonces el plazo prudencial ha expirado de largo, pero no la paciencia y la
comprensión de la ciudadanía, que sigue pagando por un servicio que no recibe.
El resto de la red viaria del
Peloponeso es escuálida, deficiente y caótica. Firme descarnado, ancho
irregular, falta de pintura, señales de tráfico desaparecidas, prioridades
dudosas. La distancia entre ciudades ha dejado de calcularse en kilómetros,
sino en el tiempo que se tarda en recorrerla: la media no va más allá de los
treinta o cuarenta kilómetros por hora si el viajero no tiene la mala suerte de
ver invadida la calzada por un rebaño de cabras o por un camión o un tractor
detenido que bloquea el paso mientras procede a la carga o descarga de algún
producto de la tierra. Otros ejemplos: la oficina de correos de una población
puede estar instalada en la panadería o un pequeño comercio, nunca en un
edificio oficial; los viejos se arrimarán allí a partir del día del fin de mes
para esperar la llegada del sobre de su pensión, que ahora es más escuálido y
llega con más irregularidad. Etcétera. Cabe concluir que Atenas como cabeza
visible del Estado griego no goza de una gran popularidad en los pueblos de
Laconia, de Arcadia o de Mesenia. En la playa de Mavrobouni, al sur de Gythio,
después de darnos un remojón tardío nos sentamos a cenar en una taberna junto a
la playa. El patrón nos ofreció freír unas anchoas “que esta mañana aún estaban
en el mar”, y que acompañamos con una gemistá (tomates al horno rellenos de
arroz). Añadió el hombre por iniciativa propia una bandeja de habichuelas
verdes, “pero sólo para que las prueben, no se las cobro, son de mi huerto”. La
cena fue opípara y la cuenta moderada. El IVA, que oficialmente está al 23%,
nos lo rebajó al cero por ciento. “Yo cobro el IVA a quien quiero, y a quien no
quiero, no.” Así están las cosas entre el Estado y los ciudadanos. Cuando el
primero no cumple sus sacrosantas obligaciones, la ciudadanía se considera con
licencia para hacer otro tanto.
Todo esto, José Luis, me ha llevado a
plantearme una hipótesis acerca de Sócrates. Es sabido que Sócrates fue
condenado a beber la cicuta por el areópago ateniense, que lo consideró un
corruptor de la juventud por sus enseñanzas. Y se bebió la cicuta. Testimonios
de la época dejaron constancia consternada de que la intención de los
legisladores nunca fue eliminar físicamente al filósofo. Lo encontraban
molesto, eso sí, un incordio, un pejiguera, un yayoflauta. Emitieron una
especie de voto de castigo para obligarle a hacerse humo, a largarse de la
polis por la puerta de atrás, a buscar refugio, como la flor y la nata de la
aristocracia ateniense opuesta al régimen, en las islas jónicas o en el Asia
Menor.
Pero Sócrates se bebió la cicuta. Sus
motivos fueron argumentados de manera más o menos oficial por su discípulo
Platón. Es necesario, dijo que Sócrates dijo, el mayor respeto a las leyes de
la ciudad, incluso y sobre todo cuando esas leyes son injustas.
Siempre se ha sospechado que ese
argumento, un monumento a la estupidez inherente a la corrección política, era
propiedad intelectual de Platón, y no de Sócrates. Al fin y al cabo Platón era
un estatalista convencido, autor de la Politeia (la República), un engendro
político que quiso llevar a la práctica en la corte de Dión de Siracusa. La
cosa acabó como el rosario de la aurora, y tanto el tirano como el filósofo
mudaron precipitadamente de aires para evitar males mayores. Pues bien, si
Platón era un lassalleano convencido con veintitantos siglos de adelanto, nunca
pudo decirse lo mismo de su maestro Sócrates, tal vez el más genuinamente
griego de todos los filósofos atenienses. Por eso mi hipótesis es que, si en
efecto pronunció las palabras que Platón pone en su boca, lo hizo con ironía, y
conviene recordar que la ironía fue el fundamento esencial de su dialéctica. Lo
que hoy está sucediendo en Grecia nos da un argumento más de que Sócrates no
exhibió en su hora final un respeto desmedido hacia un parlamento alicorto y
refunfuñón, sino, muy al contrario, un desprecio indisimulado. Si este es el
trato que dais a un ciudadano libre, ahí os quedáis. Yo me apeo en marcha.