Cincuenta y unario,
para ser exactos, del XI Congreso del PCI, que se celebró en Roma entre el 25 y
el 31 de enero de 1966. Los problemas que afloraron en aquella efemérides
tienen, vistos desde la actualidad, resonancias muy ilustrativas para quienes
confiamos en la historia como maestra y en el análisis riguroso del pasado como
aguja de marear en las aguas del presente. Estoy, así pues, sumergido en la
lectura de un volumen de Alexander Höbel titulado Il PCI di Luigi Longo (1964-1969), Edizioni Scientifiche Italiane
2010.
Era el primer
congreso de los comunistas italianos después de la muerte de Palmiro Togliatti,
cuya personalidad había dejado una impronta indeleble en un partido de masas
que crecía con un ímpetu desbordante. A lo largo del año 1965 había engrosado
sus filas en casi 235.000 inscritos, y contaba con 11.000 secciones y 31.000
células. Participaron en el congreso 869 delegados, obreros en un 36%,
empleados y técnicos 26%, intelectuales 22%, y 9,5% campesinos, aparceros y
peones del campo (braccianti). Las
mujeres tuvieron una presencia escasa (11%), y también los delegados de las
regiones meridionales (22%). La gran mayoría de los asistentes estaban en una
franja de edad comprendida entre los 31 y los 50 años, y buen número de los delegados
eran dirigentes sindicales, de organizaciones de masas, o del propio partido.
El momento
congresual estaba marcado por diferentes crisis: crisis económica, después de
los años del “milagro italiano”, con numerosos cierres de empresas, despidos y
vueltas de tuerca de los monopolios para afirmar su predominio en el mercado
(fusión de Montecatini y Edison, con una cuota de mercado del 80% en Italia).
Crisis política del centro-izquierda gobernante, con Aldo Moro imponiendo desde
la presidencia sus recetas de gobierno y su vocación atlantista (son los años
de los bombardeos masivos en Vietnam) a los socialistas de Nenni y a los
democristianos críticos de Fanfani. Y crisis, finalmente, en el interior del
propio PCI, en el que conviven dos visiones distintas sobre la situación y la
forma de afrontarla. La “derecha” se agrupa en torno a la personalidad de
Giorgio Amendola, que por su parte manifiesta una gran incomodidad (“me fuerzan
a situarme en posiciones que no he defendido nunca”); la “izquierda” tiene su
cabeza visible en Pietro Ingrao, al que le ocurre algo parecido, porque de él
tiran hacia posiciones fraccionales algunos grupos menores, los conocidos como cinesizzanti (pro-chinos). El “centro”
lo ocupa el secretario general Luigi Longo, un hombre de consenso en torno al
cual se agrupa una pléyade de dirigentes que ven no solo deseable sino posible
una síntesis entre las dos posturas confrontadas: Berlinguer, Chiaromonte,
Natta y el secretario de la CGIL, Novella, entre ellos.
En el terreno
político, la controversia principal se desarrolla en torno a la coexistencia
pacífica y a la política de alianzas. No es posible, dicen los radicales,
tender la mano a quienes están bendiciendo las bombas lanzadas sobre Vietnam.
Sin embargo, el mundo católico no es un bloque homogéneo: lo muestran el viaje
del alcalde de Florencia Giorgio La Pira a Vietnam para entrevistarse con Ho
Chi Minh (noviembre de 1965), desautorizado tanto por Moro como por las autoridades
soviéticas, pero amparado por las comunidades de base cristianas y los
comunistas italianos y vietnamitas. Lo muestran los repetidos llamamientos del
pontífice Pablo VI en favor del cese de los bombardeos y de un acuerdo de paz.
En el terreno
económico, hay una base de consenso en todo el partido en torno a la lucha por
una programación democrática desde el Estado en contra de la codicia de los
monopolios. La izquierda ingraiana ve, no obstante, la necesidad de ir un paso
más allá, y exigir desde las movilizaciones de masas un tipo de programación
estatal no solo antimonopolista, sino anticapitalista. Se parte de la percepción
de un peligro cierto de integración de las bases obreras en la lógica de fondo
del capitalismo, lo cual obliga a dar la batalla en todo el frente, puesto que
la disyuntiva es, en términos gramscianos, la hegemonía o bien una revolución
pasiva.
Tanto desde las
posturas de derecha como desde el centro de Longo y Berlinguer se rechazaron las
tesis de Ingrao, si bien se le dieron todas las oportunidades de airearlas y
explicarlas. No era posible ir más allá de la programación democrática,
consensuada con una mayoría de fuerzas en el parlamento; y en cualquier caso,
dado el carácter de los monopolios, “programación democrática” equivalía ya a “programación
anticapitalista”. Tal fue la tesis aprobada finalmente.
Hubo en cierto modo
en las sesiones del Congreso una partida de pingpong entre dirigentes, aunque
Amendola se mantuvo al margen y centró su discurso en los problemas del
desempleo y la emigración. La intervención de Ingrao fue saludada con una tempestad
de aplausos y bravos; también la de Pajetta, que le dio la réplica al día siguiente.
Las dos posturas contaban con numerosos incondicionales. Ingrao se había comprometido previamente con Longo a respetar
la norma del centralismo democrático y defender con todas las consecuencias la
línea validada por el Congreso. Longo, por su parte, impuso la permanencia de
Ingrao en la dirección renovada, a pesar de una campaña furibunda en contra, llevada a
cabo por gente de peso como Alicata, Napolitano y Sereni (no por Amendola). Los
cinesizzanti abandonaron el partido
poco tiempo después, incluidas entre ellos personas tan valiosas como Rossana
Rossanda y Lucio Magri.
La valoración de
los resultados del XI Congreso sigue siendo materia de discusión, incluso a
cincuenta años de distancia. Fue una pena, en todo caso, la polarización en
torno a dos posiciones diferenciadas entre ellas pero situadas en el mismo eje
de coordenadas: es decir, más o menos avanzadas, pero basadas en los mismos
presupuestos y moviéndose en la misma dirección.
La polarización
impidió valorar con claridad suficiente propuestas interesantes como la de
Bruno Trentin, que en esta ocasión no se alineó ni con la derecha ni con la
izquierda. Esto es lo que dice Höbel que ocurrió durante la discusión en la Comisión
de Tesis del borrador del Informe de Longo al Congreso, el 15 de julio de 1965:
«Trentin tiene una posición más matizada: la “racionalización
capitalista es incapaz de absorber las reformas”; esto “determina desconfianza
y presiones extremas”, pero también una posible “soldadura entre la acción
reivindicativa y la lucha por las reformas”. Con el centro-izquierda, ha sido
derrotada “la ilusión de poder manipular para una política de reformas la
maquinaria del Estado, sin modificarla”, y de este modo adquiere mayor
importancia el nexo “entre programación, reformas y creación de nuevos centros
de poder democrático”, entes locales in primis.» (A. Höbel, loc. cit., p. 167.)
Son polémicas que nos
llegan, en medio de los enredos acuciantes del presente, como un eco lontano, como las notas del segundo violín
en algunos conciertos de Vivaldi.