Riccardo
Terzi tiene la virtud de
proponer siempre temas esenciales. No puede ser más oportuna su llamada a
recuperar la vieja solidaridad: a desentrañar su sentido último y a
desarrollarla de una manera eficaz en un contexto, el de la globalización,
particularmente hostil. Porque corren los tiempos de “la” cólera, diría,
parafraseando un título famoso de Gabriel García Márquez.
Explora Terzi, en su artículo “La idea de la solidaridad” (1), los límites
y el alcance de la pulsión solidaria, y destaca acertadamente su carácter
universal. Es falsa y perversa la solidaridad limitada a un grupo en pugna con
otros diferentes, ese tipo de solidaridad que funciona a partir de la
identificación de los “míos” frente a los otros. Porque el sujeto de la
solidaridad es siempre la persona en cuanto tal, y no un grupo (étnico,
religioso, etc.) o una clase social; la solidaridad, dice Terzi, está directamente
conectada a la condición humana, afecta a la “autonomía” y a la “dignidad” de
la persona, de todas las personas.
Apunta Terzi dos grandes corrientes de tradición solidaria: el socialismo y
el cristianismo. La afirmación es cierta sin la menor duda, pero entiendo que
conviene ahondar más en esta cuestión. No el socialismo, sino la socialidad; no
el cristianismo, sino la religión, son las bases de la pulsión solidaria. La
socialidad nace en la historia, o mejor dicho en la prehistoria, de la humanidad
con la división del trabajo; la religión nace con la necesidad, estrechamente
conectada a la anterior, de organizar los colectivos humanos según un principio
de jerarquía. Milenios antes de que nacieran el cristianismo y el socialismo,
los neandertales cazaban el mamut con estrategias colectivas que implicaban la
coordinación precisa y la puesta en común de esfuerzos de orden muy diverso. No
sólo los de los cazadores: las mujeres tejían, preparaban las redes y guardaban
el fuego, y los ancianos instruían a los niños de corta edad en las costumbres
y los tabúes del clan, y también en las técnicas y las habilidades que
necesitarían más adelante para sobrevivir. La primitiva división del trabajo en
el grupo garantizaba el alimento, el abrigo y la seguridad de todos. Y fue en
ese proceso complejo, en el que de la actuación diligente de cada miembro
dependía un resultado favorable o adverso para la colectividad, en el que cada
nuevo día exigía la coordinación de los esfuerzos comunes para superar una
apuesta a vida o muerte, en donde echó raíces sólidas el sentimiento de la
solidaridad, y donde nacieron la socialización y con ella todo el progreso del
género humano. Con el paso del tiempo creció y se diversificó la división del
trabajo, y también la solidaridad se transformó, se extendió y se perfeccionó.
La idea central, en todo caso, siguió siendo la misma: cada uno trabaja no sólo
para sí sino para el conjunto, el intercambio de bienes y de servicios favorece
a todos, y ese proceso implica y exige también la atención a los miembros más
débiles e indefensos de la colectividad. Por el contrario la tendencia al
individualismo y el egoísmo, siempre presente también en la historia de la
humanidad, condujo a la aparición triunfal de la propiedad privada, que el joven
Marx consideró una perversión atroz de la naturaleza; y, andando el tiempo,
generó otras secuelas indeseables, como las actuales finanzas especulativas
globalizadas.
Encuentro poco sentido, de otro lado, a la distinción que apunta Terzi
entre una tradición solidaria “socialista” dirigida a combatir las causas del
sufrimiento y la marginación, y una tradición “cristiana” volcada a remediar
los efectos. Si se refiere a la Iglesia católica en particular, es forzoso
reconocer que en muchas ocasiones ha practicado una labor asistencial abnegada,
pero sin cuestionar las políticas concretas que generaban desigualdad y
marginación. Mi abuela llamaba a ese género de práctica poner “paños
calientes”, y lo consideraba de escasa eficacia curativa. También es cierto que
el socialismo real descuidó el bienestar concreto de los trabajadores, de “sus”
trabajadores, en aras a potenciar un partido y un Estado todopoderoso que
habían de ser los guías de una emancipación social siempre relegada al futuro.
Hemos estudiado a fondo con el maestroBruno Trentin esos avatares, y
hemos dejado escritas en su lugar las críticas oportunas (2). Lo importante hoy es, en todo caso, la necesidad de
actuar a un tiempo y de forma coordinada tanto contra las causas como contra
los efectos de una política de rapiña y de abuso que margina a sectores muy
definidos y cada vez más amplios de la sociedad.
Dicho con las palabras de Terzi: «En la realidad se ha abierto un sinfín de
contradicciones, sociales y culturales, que no puede ser afrontado sólo con los
recursos de la ética y con la reclamación de derechos, sino que exige
estrategias políticas y capacidad de gobierno y regulación de los procesos.
Hasta ahora no ha habido soldadura alguna entre el discurso ético y el discurso
político.» Dicho de otra forma: el discurso político predominante está
desguazando paso a paso las instituciones del welfare, que expresaban una
solidaridad social insuficiente sin duda, pero al menos pública y expresa. El
trabajo ha dejado de ser contemplado como una actividad colectiva fuente de
riqueza y de progreso, y menos aún como un valor significativo en la
estructuración de la sociedad. La sociedad, en consecuencia, se desestructura
progresivamente en medio de la “indiferencia globalizada” a la que tal vez se
refería en su alocución el papa Francisco. El Estado “democrático” deja a la
ciudadanía abandonada a sus propios recursos y afronta sin pestañear una etapa
de pérdida neta en la calidad de vida de los ciudadanos, o, para decirlo de
nuevo con Terzi, en la «autonomía» y la «dignidad» de las personas.
Pues bien, está claro que hemos perdido la senda del bienestar y del
progreso. La aldea global se ve enfrentada una vez más a la alternativa de
sobrevivir o perecer. Hemos de volver a salir a cazar el mamut: con nuevas estrategias,
con técnicas novedosas, con alianzas hasta ahora inverosímiles, pero estamos
todos convocados a la supervivencia. Como ha sucedido siempre, el trabajo, el
compromiso, la solidaridad, la cooperación, la primacía de lo colectivo por
encima del egoísmo individualista, son las armas de las que disponemos. Con
ellas hemos de conquistar un futuro que, como ha dejado escrito el profesor
Fontana, hoy y para nosotros ha pasado a ser “un país extraño”.
(1) LA IDEA DE LA
SOLIDARIDAD, Riccardo Terzi.
(2) Bruno
Trentin. La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo en http://capaspre.blogspot.com.es/