martes, 29 de septiembre de 2015

EL APRENDIZ DE BRUJO Y EL ABUSÓN TIMORATO


Tenemos ya una radiografía suficientemente precisa de lo que está sucediendo en la sociedad catalana. Nadie puede alegar ignorancia, a la vista de los resultados de las elecciones. Ocurre, sin embargo, que desde dos bandos opuestos se insiste en considerar significativa la parte concreta de la radiografía que les favorece, e irrelevante la que no les favorece. Lo han hecho, a pocas horas de conocerse los resultados, tanto Artur Mas como Mariano Rajoy, el aprendiz de brujo como el abusón timorato.
Una primera consideración. Se trataba de unas elecciones autonómicas, pero Mas “cantó” un órdago a la grande y las transmutó en plebiscitarias. No había obligación de escucharle, pero el electorado, mayoritariamente, le escuchó. De modo que nos encontramos hoy ante los resultados plebiscitarios de unas elecciones autonómicas. Una situación de hecho enrevesada, cuyas consecuencias oscurecen de forma considerable el panorama político. Lo oscurecen en varias direcciones distintas.
Primero. Lo que habría sido un éxito aclaparador (abrumador) de la lista del president de la Generalitat en unas elecciones simplemente autonómicas, se transmuta en un relativo fracaso desde la lectura – propiciada por él mismo – de las plebiscitarias. La cifra porcentual de votos del llamado “bloque del Sí” resulta a todas luces corta para legitimar la apertura de un proceso constituyente.
Segundo. La construcción de la citada lista del president, atenta a las necesidades del procès pero no al gobierno de la autonomía, pasa a ser un engorro en la nueva situación. La formación de un gobierno y la concreción de una política a partir de las instancias políticas y civiles heterogéneas aglomeradas en esa lista resultaría ya difícil de por sí, y se complica todavía más por la necesidad de contar con los votos de la CUP para una investidura. Convergència, CDC, ha dejado de ser el pal de paller de la construcción de una Catalunya ideal (ideológica); hoy es un componente más de la fórmula híbrida que ha ganado unas elecciones, y el liderazgo de su presidente – el aprendiz de brujo – “no es imprescindible” según comentario emitido por la CUP. Artur Mas, en consecuencia, corre un serio peligro de morir de éxito. Su más bello triunfo personal (no tiene muchos que apuntar en su currículo) está a un paso de convertirse en su tumba política.
Tercero. La condición plebiscitaria virtual de las elecciones ha favorecido la tendencia a concentrar el voto del rechazo en una sola candidatura, y esta no ha sido la del Partido Popular sino la de Ciudadanos. No la del inmovilismo armado de garrote, sino la que reclama a España cambios, diálogo y soluciones no traumáticas. Ciudadanos es una fuerza de centro-derecha, pero no ha recibido en esta ocasión un voto de centro-derecha. Es el primer partido en L’Hospitalet, El Prat de Llobregat, Sant Boi, Castelledefels, Rubí. En Nou Barris, también. Se quiso conjurar, desde las instancias de mando del procès, la abstención previsible del extrarradio barcelonés con una Diada localizada en la Avinguda Meridiana de Barcelona. Pero colocar a millón y medio de personas en un espacio urbano no es lo mismo que conseguir la adhesión de quienes habitan ese espacio urbano sistemáticamente olvidado y desasistido por las autoridades autonómicas. Desde la desafección por la política, los vecinos de Nou Barris y de los municipios del primer cinturón han respondido votando a la opción que les ha parecido más rotundamente alejada de la “política” de las dos “castas” contrapuestas, la de Madrid y la de Barcelona.
Cuarto. Y ese voto militante ha pasado de largo de la candidatura más receptiva en principio a los problemas de la “otra” Catalunya: la que aglutinaba a la vieja y a la nueva izquierda, a ICV-EUiA de una parte, y Podemos de la otra. Una mala lectura de las coordenadas de la situación, una explicación insuficiente, u otras causas, han impedido el despegue de la coalición. Puede ser un fenómeno transitorio, o el indicio de un desajuste potencialmente importante. Lo dirá el tiempo, pero sobre todo el trabajo de los militantes de esas formaciones.
Quinto. El Partido Popular ha recurrido al voto del miedo de una mayoría silenciosa inexistente para retener su cuota de votos catalanes. Era improbable que le saliese la jugada, y no le ha salido. El miedo no ha calado. De la campaña, Mariano Rajoy ha salido más desprestigiado que nunca en el aspecto personal, y más inerme. Como ha señalado un analista, no es que haya perdido “en” Catalunya, es que ha perdido Catalunya. De modo inexorable e irreversible.
Sexto. ¿Puede un candidato al gobierno de España permitirse perder Catalunya en un recodo del camino, como quien pierde el paraguas o el estuche de las gafas? Mariano cree que sí se puede (disculpen la ironía fácil). Tiene puestas sus esperanzas en un juguete nuevo. Es un juguete jurídico, y a Mariano le pirra lo jurídico, de hecho es el cristal desde cuyo color observa la realidad. El juguete en cuestión son las nuevas atribuciones del Tribunal Constitucional. ¿Va a atreverse el abusón timorato a empuñar el garrote constitucional para dispersar a las turbas catalanas?
Es una posibilidad, y contiene una paradoja. La contundencia en la represión puede dar al presidente del gobierno la adhesión de los estratos más cavernarios de la clase política; pero al mismo tiempo, un nuevo agravio del poder central, una injerencia inoportuna, un abuso de poder cierto o presentado como tal, serían el combustible necesario para acabar de inclinar en favor del procès a una parte de la ciudadanía catalana que aún se muestra remisa. No Rajoy, sino España, estaría definitivamente en riesgo de perder por largo tiempo a Catalunya.
Y hay muchos modos de perder un país. La secesión es tan solo uno de ellos.
 

lunes, 28 de septiembre de 2015

INGRAIANOS


El análisis de urgencia de las elecciones catalanas bien puede esperar su turno en este blog; es forzoso dedicar el comentario de hoy a un suceso más apremiante y más trascendente. Ayer murió en Roma Pietro Ingrao.
El arco de su existencia ha recorrido un siglo completo. El 30 de marzo pasado celebrábamos en estas páginas su cumpleaños número cien. Un dato más para la admiración, en un político que, si no ha marcado con su impronta el siglo, ha sido por una razón nada más: porque la lucidez apenas deja huella en las cosas sobre las que se aplica.
En efecto. Hay políticos que buscan ante todo el bastón de mando, sin más mandangas; otros prefieren el brillo de los entorchados, el adorno de los títulos sonoros que envuelven la personalidad en un aura universal de respeto. Unos y otros saben que lo que importa a la posteridad es sobre todo la erótica del poder. Pero también, y por fortuna, existen científicos de la política, hombres y mujeres comprometidos muy a fondo con las ideas y con las personas que les rodean, pero atentos sobre todo a la verdad sin tapujos; dedicados con preferencia a la misión de observar, de analizar, de investigar de forma minuciosa y sin complacencia los fenómenos sociales, sus causas y sus efectos, las acciones y las reacciones que provocan.
Los políticos y políticas de raza de este último tipo encuentran su hábitat natural en la izquierda, y se les suele llamar “ingraianos”.  Existe una razón para ello, y nadie la ha expresado mejor ni con mayor concisión que Riccardo Terzi, un ingraiano convicto y confeso que nos ha abandonado también hace muy poco. De él es la siguiente frase: «La derecha es la simplificación, y la izquierda el pensamiento complejo.»
Rossana Rossanda, que le ha sobrevivido, ha escrito párrafos muy cálidos sobre Pietro Ingrao, sobre su influencia, sobre las distintas ocasiones en las que estuvo en trance de ser investido secretario general del PCI. Tenía el apoyo incondicional de todo el influyente grupo de los ingraianos. No dio el paso decisivo, no cruzó el Rubicón. Hay quien sostiene que le faltó carácter para cruzar rubicones; quizás una explicación más justa sea que consideraba secundarias las cuestiones personales, frente al movimiento colectivo.
Tal vez la huella que deje en la Historia no sea muy profunda; pero sí lo es la memoria que muchos guardamos de sus escritos teóricos y polémicos, y de sus recientes Memorias, hermosas y preñadas de significado desde el título mismo: “Pedía la luna.”
 

sábado, 26 de septiembre de 2015

FORCEJEO DE BANDERAS


(En la jornada de reflexión)

Alfred Bosch, concejal en el Ayuntamiento de Barcelona por ERC, acierta y se equivoca al mismo tiempo cuando pide perdón por haber sacado a relucir una bandera estelada en el balcón de la Casa Gran, en la celebración del día de la patrona. Su gesto provocó el simétrico de la aparición de una bandera española en manos de Alberto Fernández Díaz, concejal por el PP y hermano del actual ministro del Interior. Hubo forcejeos y tirones antes de que las dos enseñas fueran retiradas.
Acierta Bosch cuando pide perdón, al declarar que «no era el momento» de semejante exhibición. Su razonamiento, supongo, es que todavía no se ha votado. El momento adecuado para el despliegue de la estelada llegará, si seguimos hasta el final ese razonamiento supuesto, en la celebración del triunfo independentista.
Mal argumento. En efecto, la escena (bochornosa) del balcón de la Casa Gran va a repetirse y multiplicarse, sospecho, después de la votación del 27S, sea cual sea el resultado que arrojen las urnas. Va a haber flamear de banderas, las de unos y las de otros, y tironeo por ambas partes. Se va a buscar con lupa y a abuchear con saña a los culpables de que el voto no haya sido el que se preveía, el que se deseaba. El clima político no se va a clarificar el “día después”; lo previsible es que se enrarezca más aún. La aventura del procès arrancó mal, entre mentiras, medias verdades, simulaciones interesadas, y un diluvio de recursos a los tribunales para que fueran ellos los que decidieran cuál es el ser verdadero, dónde está el alma tironeada desde los dos lados de una Catalunya virtual, que no real. Se quiso decidir de antemano, por las dos partes y a conveniencia, el final de una historia que no les correspondía decidir a ellas, sino a la ciudadanía. Una aventura que se emprendió así de mal, no podrá acabar bien.
El día de la Mercé no fue un buen momento para exhibir la estelada y/o la española en el balcón que da a la plaça de Sant Jaume, de acuerdo; pero es que ningún momento era ni será bueno para semejante acto. Lo exige el respeto debido a quienes, pese a que no piensan como nosotros, comparten legítimamente el amparo de una institución que se proclama de todos.
Lo sensato sería guardar todas las banderas en el cajón último de una rinconera y dedicarnos a recomponer la convivencia pacífica y el bienestar compartido de una ciudadanía tironeada, mortificada y sacada de sus casillas por los empujones desconsiderados de quienes atienden solo a esencias intemporales y a destinos en lo universal, y desatienden el reparto equitativo de los bienes comunes y el derecho de todos a una porción razonable de felicidad en este mundo.
Este último propósito sería la verdadera razón de ser, el único triunfo posible, de las elecciones catalanas del 27S. Y de todas las elecciones democráticas, por añadidura.
 

jueves, 24 de septiembre de 2015

DEL CRONÓMETRO AL ORDENADOR


Alain Supiot, titular en el prestigioso Collège de France de la cátedra “Estado social y mundialización”, ha plasmado en un libro reciente (La gouvernance par les nombres, Fayard 2015) la mutación actual perceptible en los métodos de organización del trabajo, mediante una imagen feliz: en el imaginario del hombre surgido de la revolución industrial, la vida estaba presidida por el reloj; en el nuevo orden postindustrial, lo está por el computer.
Tiempo habrá para ahondar en todas las secuelas y reseguir los diferentes meandros que se derivan de la reflexión de Supiot. De momento basta con tomar nota de esta imagen deslumbrante.
Para los secuaces del ingeniero Taylor, las palabras claves en la organización científica de la producción eran control, tiempo, productividad: la fuerza de trabajo humana era una máquina ajustable, un mecanismo susceptible de rendir más mediante la estandarización de tareas y la simplificación de movimientos para suprimir todo lo superfluo. En el nuevo paradigma, en cambio, la fuerza de trabajo humana es un input que se introduce en un programa complejo de tratamiento de la información. Taylor prefería un trabajador que no pensara; el nuevo trabajador es, en cambio, una “máquina inteligente”, pero no por eso el trabajo es más humano: se trata de una inteligencia programable y puesta, en todo, al servicio de una programación que se realiza por medios informáticos excesivamente complejos para ser abarcados por una mente humana. Las palabras claves del nuevo trabajo son: programa, feedback (auto-realimentación del sistema) y performance. El tiempo no importa tanto como el objetivo: Supiot explica el caso de una red bancaria que señaló como performance a conseguir por sus empleados, no una determinada cifra de negocios, sino la superación de la cifra alcanzada por las entidades de la competencia, que se iba reflejando en tiempo real en sus pantallas.
Los accidentes de trabajo más frecuentes en el nuevo trabajo no son los físicos, sino los psicosociales: ansiedad, depresión, psicosis varias. Y vuelve a aparecer una característica que ya impregnó toda la era presidida, tanto en el mundo capitalista como en el socialismo real, por la organización de la producción fordista-taylorista. Entonces la fábrica se convirtió en un modelo a escala del mundo y de las relaciones humanas en general: en todos los campos de actividad posibles había unos, los menos, que pensaban, y otros, los más, que se limitaban a ejecutar. Ahora, en cambio, los dos grandes escalones del mando y la obediencia ciega se diluyen, y el mundo ha pasado a concebirse como un gran cruzamiento de bases de datos actualizadas en tiempo real, cuyo output se convierte en ley para todos: para dirigentes y dirigidos, para individuos, grupos, corporaciones, estados e instituciones transnacionales. Supiot señala que, incluso en la época del liberalismo económico, se sometía el cálculo económico al imperio de la ley; con el neoliberalismo actual, es la ley la que queda sometida al cálculo económico.
Las cosas no tienen por qué ir forzosamente en esa dirección, desde luego; pero ese es el nuevo imaginario que deberán afrontar quienes se planteen el objetivo de humanizar el trabajo y convertirlo en un instrumento de autorrealización.
Y hay algo más, que está costando demasiado comprender en una época en la que por todas partes se predica el “fin del trabajo”. A saber, que solo a través de una humanización del trabajo podrá alcanzarse la humanización real y auténtica de todo el resto de las complejas relaciones personales, sociales y políticas.
La democracia se ha detenido a las puertas de la fábrica, dijo en cierta ocasión Norberto Bobbio. Pero las puertas de la “fábrica” (José Luis López Bulla ha propuesto la sustitución del viejo término por el más moderno y adecuado de “ecocentro de trabajo”) habrán de abrirse en las dos sentidos: porque existe una correspondencia oculta, un hilo invisible pero firme, que une trabajo y vida social, “fábrica” y parlamento, organización local de la producción y orden mundial.
 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

EL TRANSFORMISMO DE TSIPRAS Y OTRAS LEYENDAS URBANAS


Constato que a una parte de la izquierda española no le ha caído bien el resultado de las segundas elecciones griegas. Quienes así opinan están en su perfecto derecho, desde luego. En su día se llamó traidor a Alexis Tsipras por plegarse al memorándum doblado de la troika, y digo bien “doblado”, porque el paquete original adelantado como ultimátum por la primera parte contratante se endureció con nuevas y fantasiosas exigencias cuando se supo que los resultados del referéndum favorecían a la segunda parte contratante. Más que de un memorándum se trató de un «Entérese usted de quién manda aquí», y la respuesta de Tsipras vino a ser, en consecuencia, un «Mandan ustedes, faltaría más. Sigamos negociando todo lo demás.»
Tsipras fue calificado de inmediato de traidor por una parte de la izquierda, tanto en Grecia como en España y en otros países. Era inconcebible para muchos que la negociación en curso pudiera continuar. Recuerdo haber escrito entonces algo por este estilo: ¿Tsipras traidor, a quién? Si es a su pueblo, dejemos que sea su pueblo quien lo decida.
Syriza se partió en dos. Según declaración de Nykos Syrmalenios, miembro de su comité central, en una entrevista concedida a principios de septiembre a Steven Forti y publicada en “MicroMega”, entre un 30-35% de sus cuadros se fueron con la escisión. Tsipras hubo de dimitir y convocar nuevas elecciones. No fue la actitud de un “transformista”, y sin embargo hubo voces aquí en España que lo llamaron así. Se trató de una decisión irreprochablemente democrática, y sin embargo ha habido voces en España que lo han acusado de matar a la democracia.
En las segundas elecciones del año, Syriza ha mantenido sustancialmente su apoyo ciudadano, en tanto que la escisión de izquierda ha quedado reducida a la condición de extraparlamentaria. El resultado debería haber tranquilizado el alma escrupulosa de los demócratas que se agarraban a los números del referéndum, pero no; y debería haber moderado las iras de quienes acusaban a Tsipras de traidor y de transformista. Pero tampoco. Seguimos en las mismas. Puesto que la mayoría del pueblo griego apoya a Tsipras, es el pueblo griego el descalificado ahora. Grecia se ha «normalizado», según un analista. Fue un bastión efímero en “nuestra” lucha contra la superpotencia global. Ha sido indigna de “nuestra” confianza.
Esta no es la democracia de Sócrates, se ha lamentado otro analista, y el lamento resulta ambiguo, habida cuenta de la relación problemática – para expresarlo con delicadeza – que mantuvo Sócrates con la democracia ateniense. El contencioso entre ambos finalizó de una forma drástica: fue condenado por la asamblea soberana a beber la cicuta, si recuerdan ustedes la historia. Y la bebió. ¿En qué quedamos, entonces? ¿Estamos glorificando a Sócrates, o a sus ejecutores?
 

martes, 22 de septiembre de 2015

EL CASO DEL CANDIDATO BAILÓN


Donde menos se espera salta la liebre, según el dicho. Y así ha sido. La campaña electoral catalana, cansina y previsible, era de alguna forma el olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido. El forcejeo entre la provocación y la prepotencia alcanzaba las cotas más energuménicas de una espiral rampante de amenazas y contraamenazas. Desde el corralito bancario a renglón seguido de la declaración de independencia, hasta el impago de la deuda autonómica, para llegar a la culminación de la catástrofe más temida e irreparable: la expulsión del Barça de la Liga española. Y de pronto han brotado en el tronco carcomido de la campaña las hojas verdes, fugaces y refrescantes, del baile del candidato del PSC, Miquel Iceta, en plena tribuna de los oradores.
El gesto ha producido una cierta conmoción. El candidato Albiol del PP, un hombre serio si los hay, se ha escandalizado ante el sacrilegio, “¡bailar con la que está cayendo!” Iceta ha tenido que justificarse: el gusto espontáneo por la salsa no es óbice para la seriedad fundamental de las propuestas que defiende. Lo cortés no quita lo valiente. Puede ser de noche y sin embargo llover.
Tiene razón, claro. Menear las caderas al ritmo de Michael Jackson o de Queen, no implica en principio despreocupación por lo que podría ser en el futuro una Liga española de fútbol sin el Barça. Las dos actividades, bailar y prevenir el derrumbe cataclismático de los valores sociales, son compatibles en principio.
Dicho lo cual, también es cierto que son difíciles de compatibilizar. Recuerdo vagamente un ensayo humorístico de Gilbert K. Chesterton en el que relacionaba el ejercicio desinteresado de la danza con el grado de inocencia de los danzantes. Los niños y los corderos, venía a decir, bailan espontáneamente porque su corazón es puro. Todo lo contrario les ocurre a los gusanos y a los diputados.
Pues bien, he aquí la excepción que confirma la regla. Un ex diputado a las Cortes generales, actual diputado autonómico, y aspirante formal a la presidencia de la Generalitat, baila espontáneamente en el pleno ejercicio de sus funciones profesionales. Un milagro de la primavera.
Los candidatos a los diferentes parlamentos se someten por lo general a una preparación intensiva de la campaña, que incluye hasta ahora ejercicios de vocalización, gestualización y expresión corporal. Si Miquel Iceta tiene un éxito sonado en los comicios del 27S, preveo que en adelante los candidatos/as recorrerán el país acompañados por su monitor/ra de danza.
 

lunes, 21 de septiembre de 2015

CRÓNICA DE UNA MUERTE DESMENTIDA


Mark Twain hizo uso en cierta ocasión de su derecho de réplica, en una carta al director de un periódico de amplia circulación, para puntualizar de forma sobria y educada: «Estoy en condiciones de asegurarle que la noticia de mi fallecimiento, adelantada ayer por su publicación, es notablemente exagerada.»
Algo parecido le ha ocurrido a Alexis Tsipras. Fue dado por muerto después del tremendo zasca recibido por los barandas de la cosa global el 12 de julio pasado. Se tragó el sapo. Quien defienda que en política no se deben tragar sapos bajo ningún concepto, es que nunca ha estado en política.
«A éste nos lo vamos a cepillar», anunciaron los Juncker y los Schäuble y los Schulz, aquella noche. El mismo anuncio proclamado por Alfonso Guerra cuando se presentó a las Cortes el Estatut de Catalunya promovido por Pasqual Maragall. Se lo cepilló, en efecto. Hoy los socialistas están donde están en Catalunya, y Catalunya misma está también donde está.
Tsipras ha renovado su liderazgo con holgura. Apenas algún rasguño, después de la batalla. Ha perdido cuatro escaños, pero no los ha ganado su oposición interna, la que lo acusó de traición al pueblo. Quienes han subido, no mucho, pero sí algo, han sido los nazis de Amanecer Dorado. Es algo que les sucede a los barandas con cierta frecuencia: quieren organizar a su gusto el circo y les crecen los enanos. Derrocan al Sha y aparece Jomeini; ejecutan a Saddam Husayn y aparece Osama bin Laden. Asesinan a Osama y ahí está Estado Islámico. La geopolítica tiene sus equilibrios misteriosos, y en este mundo nadie es todopoderoso. Por lo menos, no “tan” todopoderoso.
El pueblo griego ha dado su veredicto sobre el modo como desea ser gobernado, y sobre quién desea que lo haga. Está por ver si toman nota del recado los barandillas de la cosa, o si siguen confundiendo sus propios deseos inconfesables con la voluntad de la mayoría. Nos jugamos muchas cosas en ese envite, y las próximas jornadas electorales en Cataluña, en Portugal y en España van a ser, no decisivas, ojo, pero sí significativas.
Me dolió constatar la soledad de Tsipras en una campaña electoral hecha a contrapelo, contra el desánimo popular de un lado, contra unos medios de comunicación abiertamente agoreros, por otro, y contra un entorno internacional tan frío como un iceberg de los tiempos de antes del calentamiento global. Muchas cosas se pueden decir de Pablo Iglesias, pero él estuvo allí, en plaza Syntagma, dando ánimos a su amigo Alexis.
A otros no los vi.

 

sábado, 19 de septiembre de 2015

LO IMPENSABLE Y LO INDISPENSABLE


Atiendan ustedes a la conclusión a que ha llegado un estudio del Grupo de Investigación de Salud Pública de la Universidad de Alicante: «Ante un mismo problema o necesidad de salud en ambos sexos, hay un menor esfuerzo diagnóstico y terapéutico en el caso de que quien padezca sea mujer.» La conclusión deriva de la evaluación de datos como los siguientes: en la Comunidad de Madrid, la tasa de demora en el tratamiento de la tuberculosis es de 25 días para los varones, y de 42 para las mujeres. O bien: la probabilidad de las mujeres de tener mala salud en los países del Sur de Europa, es superior en un 27% a la de los hombres; en los del Norte, en un 13%; en los del Este, en un 8%. En ningún lugar de Europa la balanza de la salud se inclina a favor de las mujeres en relación con el sexo opuesto.
No es una cuestión de falta de recursos, sino de prioridades, se advierte en el estudio citado. La cosa podría remediarse en parte con medidas tales como la mejora de los servicios públicos para la infancia y los mayores, una tarea que ahora es asumida sobre todo desde el sacrificio personal y la abnegación de la porción femenina de cada familia, lo que provoca de rebote un empeoramiento a largo plazo de la salud de las cuidadoras.
Pero el descuido en la diagnosis y en el tratamiento terapéutico tienen además otras raíces, incrustadas más profundamente en el suelo social. Los datos mejorarían sensiblemente con la igualdad salarial y de condiciones laborales entre trabajadores y trabajadoras; algo que está lejos de conseguirse. Y también con una mayor presencia de mujeres en los lugares donde se toman las decisiones económicas y políticas.
Todo resulta muy lógico, visto desde ese ángulo. La extrañeza surge en el momento de apuntar a las razones por las que en el nivel de la calle las cosas no ocurren así, no se hacen así en absoluto. Es la pregunta que dejó en el aire María Teresa Ruiz Cantero, catedrática de Medicina Preventiva y Salud Pública, que desgranó los datos anteriores en la lección inaugural del curso 2015-2016 en la Universidad citada: «¿Qué es lo que hace que algunas políticas aparezcan como impensables, y otras como indispensables?»
 

viernes, 18 de septiembre de 2015

SOBRE LA ANTICORRUPCIÓN SOSTENIBLE


Leo en los periódicos que el Premio Ig Nobel (Innoble) de Economía, galardón “gamberro” según el articulista que se concede y se celebra en la Universidad de Harvard, ha recaído este año en la Policía Metropolitana de Bangkok, por el hecho de conceder sobresueldos a los agentes que se niegan a aceptar sobornos.
El impulsor de los Ig Nobel, Marc Abrahams, los define como distinciones que primero hacen reír y luego pensar. Vamos a practicar un poco ese método.
El sistema establecido por la Policía de Bangkok tiene un punto débil, pero en el cual se encuentra, como suele suceder, la posibilidad misma de remedio. Se trata de lo siguiente.
Por un lado, un intento de soborno no es algo que tenga lugar en pleno día y ante testigos, o como suele decirse, “con luz y taquígrafos”. El sobornador pretende por lo general y salvo rarísimas excepciones permanecer en el anonimato. Es entonces el agente tentado el que denuncia el hecho ante sus superiores. Pero el deseo de ganarse un sobresueldo apetitoso puede inducirle a no ser escrupulosamente veraz: «Uf, ayer intentaron sobornarme nada menos que cuatro tipos de los bajos fondos. Molly, mira a ver si me arreglas los papeles para que pueda recibir la pasta a tiempo para pagar el plazo de la hipoteca del coche.» Por ejemplo.
La denuncia debe ser comprobada de forma fehaciente, y esa cuestión implica dificultades innegables. Por otro lado, un repunte excesivo en la estadística de sobornadores desaprensivos puede poner en situación de grave riesgo los presupuestos ordinarios de la Policía Metropolitana. En el caso de que se supere la cobertura prevista para eventuales sobresueldos, no habrá más remedio que hacer la vista gorda ante nuevos intentos de soborno, o bien buscar fuentes de financiación alternativas para premiar como está reglamentado a los agentes incorruptibles.
Se trata de una doble dificultad peliaguda, pero que por fortuna, como se ha avanzado más arriba, encuentra su solución en ella misma. Veámoslo en la siguiente secuencia hipotética: 1) El agente denuncia el intento de soborno; 2) la autoridad policial comprueba su veracidad a través de la propia fuente; 3) se evalúan las posibilidades de negocio, y desde la oficina superior se llega a un trato justo con el sobornador presunto, ahora llamado “el demandante”; 4) el agente denunciante recibe el sobre extra que ha merecido según las estipulaciones reglamentadas; 5) la oficina superior recibe también la parte correspondiente de premio por las diligencias efectuadas, imprescindibles para llevar a buen puerto la operación concebida en su conjunto; y 6) si después de las gratificaciones anteriores queda aún algún remanente, este se adscribe a un fondo de resistencia dirigido a estimular futuras denuncias.
Es lo que en términos económicos podríamos llamar una política de anticorrupción sostenible.
A estas alturas de la explicación ustedes se habrán dado cuenta ya de la injusticia patente del premio concedido en Harvard. A la Policía Metropolitana de Bangkok se le había adelantado en varios años el sistema implantado por Luis de Bárcenas en relación con los altos cargos institucionales del Partido Popular de España.
 

jueves, 17 de septiembre de 2015

EL MIEDO Y EL QUE NO ES MIEDO


Los sofistas de Atenas – entre ellos Sócrates – ya llevaban a cabo virguerías parecidas. Ahora, en el abanico de recursos de que dispone el comunicador moderno, se encuentra sin falta el fantasioso truco de la doble utilización de un argumento y de su contrario. Excusen que me refiera una vez más a la campaña catalana, es la que tenemos ahora mismo, pero además resulta a la vez un “clásico” vintage en el terreno de los métodos populistas, y un taller donde se atiende con presteza y habilidad al reciclaje y puesta a punto de algunos temas políticos motores que ya rateaban y daban signos de ahogo.
Veamos como ejemplo la cuestión clásica y eviterna del voto del miedo. El PP acaba de irrumpir en la campaña como un elefante en una cacharrería, a través de la ley de reforma del Tribunal Constitucional. «¡Que se vayan preparando los sediciosos!», es su grito de guerra. Se parece mucho al procedimiento de matar moscas a cañonazos, pero es lo que hay.
Fijémonos en cambio en la lista independentista. Aquí el mismo voto del miedo se maneja con mucha más sutileza y floritura, y en una doble dirección. A quien plantea el peso tremendo de las incógnitas que se abrirían después de una declaración unilateral de independencia realizada a través de la rotura consciente del marco de la legislación, las instituciones y los tratados internacionales, se le espeta: «¿Así que tú eres también de los que tienen miedo?»
El tono mofeta y la forma escasamente respetuosa de señalar con el dedo al que se achanta bajo los soportales para resguardarse del diluvio que se avecina, sugieren que votar por la lista de Mas es una prerrogativa de “echaos palante” y que la independencia es una cuestión, bien de testosterona, bien de “ben plantada”, en función de la condición masculina o femenina del amplio espectro transversal de votantes potenciales del invento.
Pongamos que sea así. Pero entonces, ¿a qué viene esta otra muestra del argumentario que circula profusamente por todos los entresijos de la campaña? «Noi, hay que votar independencia, porque si no, estos de Madrid nos van a pasar por encima y vamos a recibir hostias hasta debajo de la lengua.»
No es precisamente un argumento de echaos palante. Hay que emprender una fuga hacia adelante lo más deprisa que se pueda, porque si dejamos que nos pille el toro esto va a ser una carnicería.
Vengo a decir con esto que primero nos llaman a romper con las seguridades (precarias, insuficientes, si se quiere; ponga cada cual el adjetivo que mejor le cuadre) que ofrece el marco legal vigente, y salir a la intemperie desafiando los rayos y truenos del estado de derecho, del Constitucional y de los Tratados de Maastricht y subsiguientes; luego, se nos argumenta que esa misma legalidad vigente (precaria, insuficiente, etc.) mutará en némesis vengativa si optamos por acogernos a las seguridades que nos ofrece. Los rayos y truenos que queríamos evitar los encontraremos multiplicados. De todas formas nos harán desfilar bajo las horcas caudinas.
La barbarie pepera y la alambicada vuelta de tuerca de la lista del Junts pel Sí se dirigen a conseguir el efecto retórico de privarnos de otras alternativas y dejarnos delante de una doble contradicción: o votar a Mas, o votar a Aznar. El voto de la adrenalina o el de la compulsión. El miedo y el que no es miedo. Y también el miedo que nos dan los que nos conminan a votar sin miedo.
 

martes, 15 de septiembre de 2015

¡AY! SIGUIÓ MURIENDO


Si algo sobra en este país son tradiciones bárbaras. La mayoría de ellas han desaparecido. Las que no, encuentran defensores a ultranza por la circunstancia de que son tradicionales, y a pesar del hecho de que son, lisa y llanamente, barbaridades. Se alega que el carácter añejo de la tradición justifica la barbaridad y la envuelve en un aura de nostalgia, pero esa no es lógica cartesiana. No debería tener que ver una cosa con la otra. Más añeja era la tradición de las horcas públicas, y primero se suprimió la muerte como espectáculo. Luego se suprimió también la pena de muerte.
El hecho es que seguimos contando con un censo hispánico de barbaridades con pedigrí. Las barbaridades tradicionales están dotadas además de reglamentos bien especificados. “Rompesuelas” ha consumado esta mañana su carrera mortal en la Vega de Tordesillas. Fernando Savater tal vez diría que su vida de toro bravo había sido idílica hasta ese momento; la presentadora televisiva Mariló Montero ha abundado en el argumento, de hecho.
“Rompesuelas” ha tardado veinte minutos en morir, pero su muerte ha sido declarada nula. ¡Nula, sin efecto, no ocurrida! Al parecer ha sido alanceado por tres personas, por una de ellas desde atrás, y en una zona no permitida. Tres infracciones, nada menos. Se prevén sanciones administrativas. Desde la barbaridad, también se imponen sanciones administrativas. Los reglamentos son taxativos.
Lo correcto, una vez declarada la nulidad de las lanzadas, habría sido retrotraer las cosas a su inicio y hacer que “Rompesuelas” volviera a cruzar el puente sobre el Duero y trotara de nuevo hacia los caballistas apostados en la Vega, para disfrutar de una muerte limpia y deportiva. Sin embargo, no fue posible la enmienda. Se agolparon los aficionados en torno al despojo caído en zona prohibida, quizás alguno de ellos intentó reanimarlo. Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
 

lunes, 14 de septiembre de 2015

CUANDO LA INDEPENDENCIA ES LO ÚNICO IMPORTANTE


Mi profundo respeto a todos los que creen en la independencia como la solución a los males de Catalunya. Mi profundo desprecio a quienes encabezan esa odisea azarosa desde la despreocupación y la irresponsabilidad. Se escamotean los datos, se tergiversan las cifras, se retuerce el sentido de las leyes, se airean medias verdades y se utilizan los argumentos más peregrinos para disparar contra todo lo que se mueve alrededor del campo específicamente independentista.
Importa muy poco cómo va a ser la Catalunya futura, siempre y cuando sea independiente. Como si la independencia fuera garantía de convivencia, de prosperidad y de buen gobierno. Pero si empezamos por arruinar la convivencia, comprometer la prosperidad y respaldar la trayectoria de un gobierno manifiestamente corrupto, ¿qué clase de Catalunya independiente nos vamos a encontrar al final del trayecto?
Hace unos días, Raül Romeva, el cabeza de la lista independentista, fue entrevistado para la BBC. El entrevistador le preguntó por la sombra de corrupción que gravita sobre los valedores principales del proyecto soberanista. Romeva debió de tener un momento de obnubilación y pensar que estaba hablando (en correcto inglés) para TV3, en lugar de para la BBC. Respondió que hay más corrupción en España que en Catalunya, y que precisamente con la independencia los catalanes esperábamos librarnos de la corrupción española.
No es cuestión de más o de menos, vino a responder el periodista inglés. Con la independencia podrán librarse ustedes de la corrupción ajena, pero no de la propia.
Muy cierto. La primera medida de una hipotética asamblea constituyente del flamante nuevo estado propio independiente sería decretar una amnistía para los delitos económicos de la etapa anterior. Borrón y cuenta nueva. Las deudas con el Estado español, las transferencias, los gastos previsibles de defensa y de cooperación internacional, la situación respecto de la Unión Europea, se abordarían con la misma alegría desbordante. Tabla rasa con todo. Sería estupendo ver el talante de nuestros prohombres y nuestras promujeres en las espinosas negociaciones a que darían lugar todos esos ajetreos.
Pero de las enseñanzas derivadas de nuestros dos grandes educadores, la literatura de masas y el cine, se deduce que viene a ser aproximadamente inútil para un ex convicto intentar empezar desde cero una nueva vida, porque las sombras más oscuras del pasado acuden puntuales a la cita para asediarlo con la certeza de que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague.
Horacio lo expresó de otra manera: quienes surcan la mar cambian de cielo, pero no de alma. Esa alma roñosa por las viejas cuentas pendientes es la que timonea la nave que se dispone a partir rumbo a Ítaca.
 

domingo, 13 de septiembre de 2015

RICCARDO TERZI HA MUERTO


Milanés, nacido el 8 de noviembre de 1941, militante temprano en el PCI, en el que desempeñó entre 1975 y 1981 el cargo de secretario provincial del Milanese. Riccardo Terzi destacó ya en esa época en el frente cultural, y se hizo notar por sus posicionamientos críticos, siempre razonados y coherentes, que levantaron algunas ampollas ocasionales entre los defensores orgánicos de la línea política de la dirección del partido. La paciencia y la ironía (título que dio a una recopilación de ensayos de contenido político y sindical escritos entre 1982 y 2010) fueron sus armas en esa esgrima de alta escuela.
Centró su trabajo en la actividad sindical a partir del año 1983. Fue secretario general de la CGIL de la Lombardía desde 1988 hasta 1994. Desde esta fecha hasta 2003 fue responsable de políticas institucionales de la CGIL nacional. Volvió a la Lombardía en 2003 como secretario general regional de la Federación de Pensionistas (SPI-CGIL), y fue elegido en 2006 secretario nacional de esta entidad. Falleció en la noche del viernes 11 al sábado 12, víctima de una enfermedad fulminante.
En España es conocido sobre todo a través de las traducciones hechas por José Luis López Bulla. Un ensayo suyo sobre «Sindicato y política» dio origen a un animado debate en la blogosfera de habla española. Quien firma esta nota compuso una versión reducida de un curioso debate epistolar de Terzi con Fausto Bertinotti publicado en 2014 en Italia bajo el título de “La discorde amicizia” (“Desacuerdos amistosos” en la versión española).
Desde el convencimiento de que el mejor homenaje posible a la talla intelectual y humana de Riccardo Terzi es leerlo, se ofrece a continuación uno de sus textos más significativos y representativos, fechado en el año 2005. La traducción es, como de costumbre, de José Luis López Bulla.
 
La autonomía del sindicato
Riccardo Terzi
El principio de la autonomía del sindicato forma parte, desde hace ya tiempo, de aquel conjunto de fórmulas ideológicas sobre las que parece que existe un consenso general.
La autonomía no tiene unos adversarios declarados, pues la opinión más corriente es que se trata de un problema definitivamente resuelto. Esta es una opinión que me parece precipitada y superficial. Las representaciones ideológicas tienen una compleja relación y, con frecuencia, son contradictorias con la realidad; nunca es un buen método juzgar una determinada realidad social sobre la base de sus estructuras de autorrepresentación.
La investigación científica es tal sólo cuando sabe penetrar más allá del velo de las ideologías. Todavía vale, hoy, la tesis de Marx: es la existencia lo que determina la conciencia, y no al revés. Si, no obstante, nos quedamos en el nivel de las representaciones, acabaremos rápidamente fuera del camino, fuera de la capacidad de observación objetiva de los fenómenos histórico-sociales. Por ejemplo, debemos concluir que la democracia política se ha realizado ya plenamente porque ha vencido en el terreno ideológico, presuponiendo una coincidencia entre ideología y realidad que sólo es raramente un dato a verificar.
El consenso unánime no es nunca una señal de fuerza sino de ambigüedad: cuando todos dicen lo mismo, todos están autorizados a interpretarlo de las maneras más diferentes. La palabra que entra en el lenguaje del sentido común paga el precio de perder su valor cognoscitivo, su capacidad de señalar un confín en oposición a otras palabras y conceptos. La palabra queda ritualizada y, de ese modo, es inofensiva. Tengo la impresión que también la autonomía está entrando en el reino de las palabras que han perdido su significado.
En un reciente Congreso de la Fiom, advirtiendo quizá la usura de la palabra “autonomía”, Claudio Sabattini lanzó el eslogan de la “independencia” del sindicato. Esta palabra suscitó una fortísima polémica y, finalmente, se la dejó morir. Fue un momento revelador que demostraba como un simple deslizamiento terminológico, aparentemente inocuo, podía ser piedra de escándalo, haciendo aflorar todo el fondo oscuro de hostilidad y resistencia que parecía removerse. Es la prueba de la existencia de un problema que está lejos de resolverse. En realidad, aquella propuesta era criticable, no por su supuesto radicalismo sino al contrario: por el significado más restrictivo que tiene la palabra “independencia”.
La independencia del sindicato se ha conseguido substancialmente porque no hay un punto de decisión externo que le pueda imponer sus condiciones. Pero el concepto de autonomía representa algo más fecundo. No sólo significa estar al margen de las interferencias sino saber tener, en su propio ámbito exclusivo, las razones constitutivas de su propia regulación.
Autonomía o independencia
Como bien saben los países excoloniales, la independencia es sólo el primer paso, que modifica solamente los aspectos formales y no los substanciales; el camino a la autonomía exige un proceso más arduo para construir un propio y original modelo de organización social.
A la independencia le basta la ausencia de coerción externa; a la autonomía le conviene una fuerza interna de autoorganización. Pero esto no es sólo un problema del sindicato sino de toda la sociedad que se encuentra en una condición inestable, en una incierta transición, pues no se ha trazado de manera clara la relación de la política con la sociedad civil.
Las autonomías sociales siguen todavía confinadas en ámbitos residuales, corporativos y periféricos, mientras que el sistema político tiende a ocupar todos los espacios disponibles, según una lógica invasora; y también tiende a imponer a todo el cuerpo social una forma de bipolarización forzada: la relación de la sociedad con la política se convierte en una relación de vasallaje. Bajo ese perfil, el pasaje a la llamada “segunda república” ha representado un claro retraso, una restricción posterior de los espacios de autonomía.
Según la ideología de la actual mayoría parlamentaria, en su versión fundamentalista -que casi nadie ha sabido o querido contrastar- toda la vida democrática se reasume, sin residuos, en el mecanismo de la competición bipolar ya que la democracia no es más que la legitimación popular de la autoridad del gobierno. Son claramente visibles todos los efectos perversos que derivan de esta concepción en los campos de la justicia, la información y en la vida de las instituciones porque no hay ninguna función posible de regulación imparcial y todo está sujeto a las necesidades contingentes de la lucha política. El cuadro que resulta es el de una competición que lo invade todo, rompiendo de esa manera el equilibrio constitucional basado en el balance "des pouvoirs". Hubo ilusos que, con la introducción del sistema mayoritario, pensaron que se aligeraría la invasión de los partidos y se valorizaría la autonomía de la sociedad civil; sobre todo ello afloró una amplia literatura retórica. Ocurrió justamente lo contrario: la sociedad civil fue totalmente colonizada.
En los partidos políticos, que por lo menos tenían una función de promoción de la participación democrática, han ingresado oligarquías cada vez más restringidas e irresponsables. Es en este cuadro donde todas las palabras tradicionales de nuestro vocabulario político (democracia, autonomía, participación, pluralismo) sufren una violenta torsión y corren el peligro de perder todo su significado original. Y es que hemos entrado en un escenario totalmente nuevo que ha subvertido las formas de la política, las reglas, los actores y las estructuras organizativas. El viejo aparato ideológico de carácter liberal-democrático sobrevive cansinamente como un hecho residual en un contexto que lo deforma y lo zarandea; se usan las mismas palabras, pero las relaciones objetivas tienen ya otra naturaleza. También el sindicato se ha metido en esas albardas. Se le reconoce formalmente su autonomía pero en la realidad es muy fuerte la presión para obligarle a alinearse en la competición del bipartidismo; en esas condiciones, el sindicato se convierte en uno de los muchos campos de batalla donde se juegan las relaciones de fuerza de la política. Así las cosas, las actuales divisiones son la consecuencia de esta presión y el signo de una dificultad objetiva para mantener su autonomía social. De un lado, la autonomía declina en términos corporativos, intentando gestionar los pocos espacios residuales de una concertación cada vez más asfixiada; por otra parte, hay una acción sindical que asume las formas de oposición política, de la lucha frontal: de la movilización para una alternativa de gobierno. En ambos casos, peligra la autonomía del sindicato, como sujeto social. Las divisiones sindicales son, pues, el reflejo del nuevo clima político. Por ahora, no se trata de una ruptura irreversible, pero conviene tener claridad que sin un esfuerzo decidido para invertir la ruta, la situación puede precipitarse rápidamente.
La política ha cambiado
La tendencia en curso, si no se corrige, puede conducir a una crisis definitiva de la experiencia unitaria del sindicalismo confederal; es decir, puede suceder que la lógica de la bipolarización política prevalezca y que, también, el sindicato se vea envuelto en ese terreno. Incluso ello puede suceder con independencia de las intenciones subjetivas, mediante una cadena de consecuencias de los procesos que no se sepan controlar y que escapen de su alcance. Todavía más, lo que cuentan son los procesos reales y no sus reflejos ideológicos. Así pues, la autonomía no es efectivamente un resultado adquirido y consolidado; por el contrario, es un aspecto totalmente problemático.
Todavía no se ha valorado, en toda su dimensión, la radical mutación de cultura política que se consumó con el colapso de la Democracia Cristiana como perno central del sistema político. La cultura democristiana era una cultura de mediación, fundada en el reconocimiento del pluralismo político y las autonomías sociales, y que confiaba en la política la responsabilidad de una síntesis como salida y no como acto imperativo: se trataba de una capacidad general de relación con la sociedad italiana y con sus articulaciones reales.
El principio de la autonomía de los sujetos sociales entraba, pues, orgánicamente en la estrategia democristiana, no sólo por razones de ductilidad táctica sino como orientación de fondo de la elaboración del catolicismo democrático, que siempre concibió la sociedad, en sus articulaciones concretas, como un conjunto de cuerpos sociales intermedios, como un entramado de relaciones interpersonales que el Estado debe saber reconocer y tutelar sin imponer su propio orden exclusivo.
El principio de la subsidiaridad (un aspecto importante de la doctrina social de la Iglesia) significa concretamente que existe un primado de la sociedad y que el Estado es sólo un regulador a posteriori para resolver los problemas y los desequilibrios que traspasan el ámbito de la autonomía social. Se puede criticar el resultado de esta orientación porque lo que resultó de todo ello es un equilibrio conservador. Pero se trata de un equilibrio abierto que deja espacio a la iniciativa social. Naturalmente no hubo una correspondencia total entre el planteamiento teórico y la acción concreta de gobierno; además, también la DC desarrolló frecuentemente la lógica de la ocupación del poder. Pero, aunque se moviera en un cuadro teórico que dejaba muchos espacios abiertos, ha sido en tales espacios donde se ha podido desarrollar positivamente la experiencia del movimiento sindical unitario. Con la actual mayoría de centro-derecha, esta orientación se ha arruinado totalmente: Berlusconi no es el heredero de la DC sino su enterrador. Una vez conseguida la legitimación popular, todo se dispone según un orden jerárquico; es decir, quien no se adapte a este orden debe ser silenciado porque se enfrenta a la soberanía democrática que está condensada en el vértice del Estado y en el jefe carismático elegido por los ciudadanos. En este esquema teórico el concepto de autonomía está totalmente privado de sentido. Toda la estrategia del centro-derecha tiene como claro hilo conductor el objetivo declarado de reconducir las autonomías sociales bajo el dominio de la soberanía política, ya se trate de la Magistratura o de los órganos de información, ya lo sea de las instituciones de garantía o de la representación social. El poder no está ya dispuesto a mediar y negociar, a construir las decisiones mediante las vías del diálogo y del consenso. La concertación queda sustituida por el decisionismo político. El proceso no es ya el camino de la sociedad al Estado, entendido éste como regulador en última instancia, sino la transmisión jerárquica del poder, de arriba hacia abajo.
De manera que no existe ninguna dialéctica entre poder y representación, entre función de gobierno y autonomías sociales, porque la democracia se agota en el acto fundante que confiere al gobierno la plena legitimidad y los poderes absolutos.

Verticalización o autonomía
La democracia deja de ser un proceso plural en el que concurren las diversas representaciones que se articulan en la sociedad; deja de ser un proceso de corresponsabilización y participación, y se reduce al ejercicio del poder legítimamente constituido.
En esta oposición de dos modelos democráticos alternativos, podemos encontrar verticalización o desarrollo de las autonomías, concentración del poder o pluralismo de las representaciones, el sentido más profundo de la dialéctica política entre derecha e izquierda en la fase actual.
Pero esto no se da por descontado: es sólo una posibilidad, la desembocadura de un recorrido, pero no es, ahora, una alternativa evidente e inmediatamente visible.
La derecha ha enseñado sus cartas, pero la izquierda todavía está oscilante y no ha elaborado una concreta estrategia. No se trata sólo de la resistencia y de la fuerza de la inercia de una vieja cultura estatalista. Si fuera así, la situación no sería alarmante, porque tarde o temprano las resistencias se acaban, y lo que se orienta al declive puede ralentizarse pero no puede impedir su final. Las dificultades de la izquierda, la opacidad de su discurso, que le impide constituirse como una alternativa democrática convincente, no están esencialmente en su pasado, en su tradición, sino en el trayecto en el que se han metido para superar la tradición.
La izquierda ha corregido sus esquemas ideológicos tradicionales e incluso los ha liquidado demasiado brutalmente. Pero, ¿en qué dirección? Si el punto crítico de aquella tradición estaba representado, en mi opinión, por la sobrevalorización de la política y de su función reguladora (de la idea de la” primacía” de la política que llevaba en sí tendencias dirigistas y autoritarias), si la necesaria renovación consiste en conjugar con nuevos términos la relación entre política y sociedad, si este es el tema, es francamente difícil volver a trazar en esa dirección una línea seria de investigación.
La izquierda no ha trabajado su autonomía social, se ha limitado a seguir la onda y ha pensado que la innovación significa democracia personalizada, mediática, tránsito de la estructura colectiva del partido a la función carismática del líder.
Basta mirar todas las discusiones de estos años: no existe la sociedad italiana, no hay el devenir de una nueva representación social; sólo la disputa teológica sobre la consubstanciación del Olivo y la izquierda, además de la disputa, ya más terrenal, en torno a las tareas que se deben realizar en el interior de esta nueva unión mística.
En el tránsito a la “segunda república”, como pasaje de la democracia de la representación a la democracia de la investidura directa, también la izquierda ha estado plena y conscientemente atrapada.

Tradicionalistas y renovadores
Si los tradicionalistas, ligados al viejo aparato ideológico, no disponen ya de instrumentos para entender la evolución de la sociedad moderna, los renovadores son todavía más improductivos, porque la única idea que tienen en la cabeza es la del bipartidismo político; y todo debe ser sacrificado en base a ello. En este esquema de total simplificación no hay espacio para el análisis de los sujetos sociales, de su dinámica y su autonomía; sencillamente, no tienen la percepción de los movimientos de la sociedad civil.
El único problema es la construcción del sujeto político que puede triunfar en la competición bipolar: es totalmente secundario plantearse con qué base social, con qué programa, con cuál relación con el sistema económico. El sujeto político, así, es un sujeto místico que nace de la nada.
Si los tradicionalistas piensan en una sociedad ya superada, con una dialéctica de clase que no se corresponde a la actual morfología social, los renovadores han resuelto simplemente el problema desplazando de su universo mental todo tipo de análisis de la sociedad y de su dinámica interna. De ahí que la autonomía social -si se toma en serio y se asume como base de una nueva perspectiva estratégica- es un tema que rompe y trastorna todos los análisis políticos corrientes. Eso puede ser para la izquierda un nuevo punto de arranque en la construcción de una estrategia política que asuma un claro carácter alternativo respecto al modelo plebiscitario de la derecha, pero ello no ha sucedido; hasta ahora no ha sucedido. No basta atacar a Berlusconi para ser alternativos. Por otra parte, la sedicente izquierda radical es sólo más agresiva en este ataque, pero mantiene el mismo modelo de la personalización de la política.
Si el problema es solamente Berlusconi, se trataría de encontrar un nuevo líder que gane, y todo el resto se mantendrá. Pero, entonces, no se comprenderá que, tras Berlusconi, hay un bloque social, un proceso que afecta a la sociedad italiana y es ahí donde se debe intervenir políticamente. Pero ello requiere un pensamiento político: es lo que aparece como sospechoso a quien lo reduce todo a propaganda e inventiva. Explorar el tema de la autonomía social significa buscar todo el amplio espacio intermedio entre las dos polaridades del Estado y del mercado. Y, una vez superadas las antiguas antinomias, los opuestos ideologismos, aparece siempre menos claro que una sociedad compleja no puede ser gobernada ni con la imposición “de arriba” ni con la adaptación pasiva a la lógica del mercado. Se trata de construir una compleja red de mediaciones sociales.
 
Una red de mediaciones
En resumen, entre estos dos extremos del Estado y del mercado, es el médium de la sociedad quien debe saber organizarse, según su propia línea autónoma de acción, según su propio ritmo, una vez vistos los objetivos comunes de cohesión social, integración, calidad del desarrollo, que pueden alcanzarse sólo mediante una práctica sistemática de concertación entre diversos sujetos, sociales e institucionales.
Es en este espacio social intermedio donde el sindicato puede desarrollar mejor su función, y si se comprende dicho espacio (tanto en relación al Estado como al mercado) ello acabará sorprendiendo por su potencialidad y fuerza expansiva.
Para el sindicato no es indiferente la calidad del sistema democrático, porque de ello depende su función, su capacidad de interactuar eficazmente con las instituciones políticas y hacer valer en el proceso de decisión el conjunto de intereses que se propone representar. El sindicato exige a la política la garantía de estas condiciones, la construcción de un cuadro democrático dentro del cual pueda intervenir con su propia autonomía. Ello no configura ninguna relación privilegiada con una determinada parte política, ninguna forma de colateralismo. Simplemente se trata sólo de la definición de una arquitectura político-institucional que reconozca el papel autónomo de las organizaciones sindicales y su derecho a concurrir, mediante unos concretos procedimientos de diálogo y concertación, a la determinación de las decisiones políticas y su impacto social. Es decir, el principio de autonomía tiene unas globales implicaciones políticas e institucionales que deben explicitarse. No es sólo el final de la “correa de transmisión”; no es sólo la ruptura de un vínculo de dependencia del partido político: bajo este perfil, mucho antes de la disolución de la “corriente comunista”, decidida por Bruno Trentin, las relaciones con el partido político se habían modificado sustancialmente, eran relaciones de diálogo entre iguales y no de supeditación.
Si nos referimos a la situación actual, es claro que el poder de condicionamiento de los partidos políticos es casi nulo, y hasta parece existir un proceso opuesto, es decir, una capacidad de presión política de parte de los dirigentes sindicales, como lo demuestra evidentemente la situación sindical-política de Sergio Cofferati. Pero esta oscilación del péndulo en las relaciones partido-sindicato se sitúa, sin embargo, en el interior de un horizonte teórico que piensa las dos funciones: la política y la sindical, como dos lados de un único sistema, como dos caras sólo funcionalmente distintas de un proceso común. El punto superior de conjunción es el concepto de “movimiento obrero”, que es donde se reasumen y articulan los diversos planos de la acción: diversos en su instrumentación técnica, pero con una perspectiva común. Toda nuestra historia tiene esta base teórica; es la historia de un único proceso, articulado pero compacto, ya que existe una línea de continuidad que relaciona la dimensión social con la política y con la ideologia. Debemos interrogarnos si este esquema teórico puede ser practicado útilmente todavía, y si tiene una correspondencia con la realidad.
Creo que esa compacta se ha disgregado, y que ya hoy es sólo una representación ideológica sin una relación con los procesos reales. Incluso por ello, aquella idea de la unidad orgánica entre lo político y lo social no es ya un elemento de fuerza porque no se aguanta sobre bases reales. Pero se convierte en un desconcierto porque tiene forzosamente dos planos que, cada vez, son más netamente distintos, y que entrambos tienen necesidad de desarrollar plenamente las razones de su propia autonomía.
Dos dinámicas
El discurso sobre la autonomía no va en una sola dirección: la autonomía social tiene como necesaria correspondencia la autonomía política. Se trata de dos dinámicas diferentes, y no es útil sobreponerlas: el sindicato no puede ser el brazo operativo al servicio de un proyecto político, ni el partido puede ser una estructura parasindical que se limita a vehicular las exigencias sindicales al terreno institucional.
Naturalmente para un partido de izquierda, que quiera seguir siendo tal, la ruptura del modelo teórico del “movimiento obrero” no puede significar de ninguna manera una ralentización de la cuestión social, de seguir siendo una fuerza instalada en la realidad del trabajo y de sus conflictos. La autonomía de la política no consiste en seguir confinados en una dimensión jurídico-institucional o en el discurso abstractamente ideológico sobre los valores: significa interpretar políticamente la sociedad e intervenir en sus líneas de conflicto y en sus equilibrios de fuerza. La dimensión política observa, de hecho, las relaciones de poder en la sociedad y la cualidad social de las políticas públicas: este es un campo de intervención del partido de izquierda, sin delegar al sindicato su tarea, aunque ejercitándola en primera persona. La autonomía no es la delimitación de diversas “áreas de competencia” (a cada uno, según su oficio) sino la dialéctica que se desarrolla entre sujetos diversos, con funciones distintas, sobre un mismo terreno de la sociedad y su organización.
Los dos planos son distintos, conceptual y pragmáticamente, porque, de un lado, existe una función de proyección, y, por el otro, hay una tarea de representación: unas funciones que se entrecruzan, pero no son reducibles la una a la otra. Las raíces profundas de la autonomía sindical están en la representación. Ahora bien, ¿qué significa representar? Puede haber una representación abstracta, ideológica, presunta, que nace del exterior del sujeto social, como esquema teórico interpretativo que se superpone a los procesos reales. Es el esquema leninista de la conciencia de clase, que puede ser sólo elaborada por un sujeto político externo. Por el contrario, la representación sindical es el proceso real de autoorganización del trabajo: un proceso totalmente inmanente que sigue el ritmo de la experiencia concreta cotidiana de los sujetos sociales. El movimiento sindical no contempla la teoría como fuente reguladora de la praxis, sino que, al revés, acompaña a la práctica social, sigue sus oscilaciones y experimentos, y concibe la teoría solamente como el resultado, siempre provisional, de esa praxis.
La representación, en este sentido, es sólo el resultado de una práctica social, y se empequeñece cuando esta práctica no se activa. Existe sindicato y hay representación sólo cuando existe un proceso social que lleva al resurgir de la subjetividad del trabajo, a su reconocimiento y a la organización práctica de sus demandas. Por eso, el sindicato nunca puede vivir de rentas, sino que está expuesto a la verificación, y debe renovar incesantemente su relación de confianza con el mundo del trabajo que está en continua transformación. Bajo ese perfil, la situación actual de las confederaciones sindicales presenta no pocos problemas; no me parece que tengan una adecuada responsabilidad. El problema está en el hecho de que la actual fuerza representativa del sindicato es el resultado de una concreta etapa histórica, caracterizada por un modelo de organización social, hoy ya liquidado, mientras que todos los nuevos procesos de descomposición del trabajo y el nuevo archipiélago social, que se desprende de ello, no han encontrado todavía una respuesta sindical, y además la estructura sindical parece funcionar más como elemento de estabilización que de innovación. A la larga, esta separación entre fuerza consolidada y el descubrimiento de nuevos territorios sociales puede determinar una situación de crisis, cuando se bloquea la función de la representación. Si el hecho de representar es siempre un proceso abierto, este carácter de apertura es absolutamente decisivo en el momento en que cambia estructuralmente la configuración del mundo del trabajo.
Representar al trabajo que cambia
Por lo tanto, se trata de representar al trabajo que cambia en una fase de vertiginosas transformaciones gracias al impacto de las nuevas tecnologías, las nuevas estrategias organizativas de las empresas, la creciente globalización de los mercados; y estos cambios estructurales determinan nuevas formas de conciencia subjetiva, nuevas representaciones culturales; no cambia, pues, sólo la condición material del trabajo sino también la subjetividad del trabajador. Para superar este desplazamiento del sindicato ante el cambio social, es preciso repensar toda su estructura organizativa, de tal modo que se proyecte no a la conservación, no a la reproducción de una identidad estática, sino a la sindicalización de los nuevos campos que hoy no cuentan con la acción sindical.
El modelo organizativo hoy prevalente en todas las grandes confederaciones no está en condiciones de desarrollar estas tareas; no está predispuesto, en función de un amplio programa, a experimentar y a conseguir una nueva sindicalización. Es más, copia la forma del partido político de masas: centralización, grupo dirigente profesionalizado que concentra en sí mismo todas las opciones estratégicas, definiciones de una “línea política” a la que tienen que uniformarse todas las estructuras periféricas; y a este esquema deben sacrificarse incluso los recursos que son decisivos para conseguir un proceso renovador: los recursos para la experimentación, la autonomía, la libre circulación de las experiencias y promoción de nuevos líderes. En una palabra, estamos en la clásica situación de burocratización, que asegura estabilidad y permanencia, pero no está en condiciones de producir renovación.
Y con ello volvemos al problema de la autonomía. Si captamos el valor más profundo de la autonomía, ésta no sólo debe guiar las relaciones externas, sino también el proceso interno de recambio organizativo y de reelaboración del proyecto político. Para ello es necesario un modelo no centralizado y jerárquico, sino abierto, capaz de coger en su seno todos los estímulos de una sociedad en movimiento y poder representar todas las nuevas demandas, sin meterlas en un esquema preconstituido.
La representación es un movimiento en dos direcciones: una acción por arriba que fija los parámetros políticos con la idea de construir la coordinación solidaria de los intereses, y una acción desde abajo, que alimenta el flujo creativo y pone en entredicho todas las síntesis políticas provisionales imponiendo un proceso continuo de verificación democrática y reelaboración programática. La burocratización se concreta cuando funciona sólo la línea de transmisión de las decisiones de arriba hacia abajo y se obstruye el proceso inverso, con la consecuencia de que el sindicato acaba por asumir una forma política, no funcionando el intercambio social a través del cual se realiza la representación. Partiendo de esta concepción del sindicato, como sujeto autónomo representativo, toman sentido dos temas cruciales: el de la unidad y el de la democracia, los cuales se presentan como asuntos conexos que deben tratarse conjuntamente en su recíproca relación de implicaciones.
Unidad y democracia
La representación social tiene en sí una natural disposición unitaria, porque es la expresión inmediata de una condición colectiva y de una praxis social; efectivamente, podemos verificar en la historia del movimiento sindical cómo los momentos de fuerte movilización “por abajo” son, también, momentos de máxima unidad. Las divisiones son interferencias externas, incursiones de la política o de la ideología o sólo una dimensión de la autodefensa de las grandes estructuras burocráticas. Ya Di Vittorio dejó bien a las claras este punto. El habló de “una unidad de carácter social, que domina las mismas diferencias de opinión”, de “una base esencial de principio, que sostiene la unidad de los trabajadores de todas las categorías”, los cuales “pueden estar divididos por ideologías, opiniones políticas”, pero más allá de ello se encuentran unidos en la identidad de la condición social. Estamos en 1947 cuando, al poco tiempo, la unidad se rompe: es la fuerza de la política la que destruye la autonomía del sujeto social, y esta dialéctica se hará presente más veces en la historia del sindicalismo italiano.
También la actual crisis de las relaciones unitarias puede ser interpretada en esta clave: como efecto de una politización, de una presión del sistema político que exporta al movimiento sindical sus tensiones y turbulencias; la politización genera una competición hegemónica entre las mayores confederaciones y, también, en el interior de todas ellas. Para desbloquear esta situación hay que referirse a la autonomía del espacio sindical. Lo ha reconocido con coraje Guglielmo Epifani en una reciente entrevista: es necesario un trabajo de resindicalización. Y aquí el paso decisivo lo debe dar la CGIL, porque nosotros somos los más expuestos (por nuestra historia, por su mayor relación con las iniciativas políticas, por la propia biografía de sus dirigentes) al riesgo de usar la representación como un arma política. Es indicativo el hecho que las articulaciones internas de la CGIL han sido siempre articulaciones de partido, y todavía lo continúan siendo, a pesar de la disolución oficial de las corrientes. La CGIL está más fuertemente condicionada por el debate que se ha abierto en la izquierda por el encontronazo en el interior de los Democratici della Sinistra, sufriendo desde varios ángulos una presión hacia su connotación como fuerza de oposición que suple la debilidad de los partidos.
Será interesante verificar en el próximo futuro sobre qué línea se orientará la dirección de Epifani y si conseguirá verdaderamente que tome cuerpo el proyecto de resindicalización. Por otra parte, la CGIL tiene perfecta razón cuando sostiene que la unidad sindical es posible sólo sobre la base de un sistema de reglas democráticas compartidas. Autonomía significa literalmente dejarse guiar sólo por las propias reglas internas: ello se opone tanto a la dependencia del exterior, como al gobierno de lo arbitrario y de la fuerza. La debilidad y evanescencia de las reglas de la democracia sindical son un serio obstáculo al ejercicio de la representación, porque se introduce, así, una quiebra de la relación entre representados y representantes, consignando a los grupos dirigentes un poder totalmente discrecional. La unidad sindical, de la que hablaba Di Vittorio, puede ser sólo la salida de un proceso responsable de diálogo y mediación donde se dé voz y legitimidad a todas las posiciones diversas; y sólo un procedimiento auténticamente democrático puede realizar una síntesis compartida y dirimir las cuestiones controvertidas.
La democracia es, pues, la forma donde la unidad puede realizarse. La CSIL es, en esa dirección, quien debe dar el paso decisivo, abriéndose a un diálogo para definir unas comunes reglas democráticas: sobre todo, unas reglas intersindicales, autónomamente decididas sobre las que sucesivamente puede haber una legislación que les dé cobertura y hacerlas obligatorias para todos. Así, la unidad, en sustancia, puede ser el resultado de dos procesos paralelos: resindicalización y democratización.
Una vez reconstituidas las condiciones para un sindicato que ejerce la representación social, se trata posteriormente de ajustar las cuentas con las condiciones políticas. Si el cuadro político-institucional no ofrece ningún instrumento de concertación ni ninguna forma de coparticipación responsable en las decisiones, se pierde una condición esencial. La otra cara de la representación es la negociación. Representar no es un fin en sí mismo, pero debe incorporarse a un proceso político donde el sujeto sindical se mide con otros sujetos y otros intereses, con todos los problemas del equilibrio general del país. Este proceso supera la unilateralidad, va más allá de la dimensión corporativa y asume una dimensión nacional. Pero si se queda bloqueado, sino existe un interlocutor político, la representación no tiene su salida natural, y puede traducirse en formas de maximalismo veleidoso o de corporativismo. De ese modo se cierra el círculo y se corre el riesgo de volver al punto de partida.
Esta es la difícil contradicción de esta fase. La dificultad está en el hecho de que la autonomía sindical tiene necesidad de encontrar una salida política, pero con el actual gobierno de centro-derecha no existen las condiciones para una interlocución mínimamente eficaz. Sin embargo, no se trata de una situación totalmente bloqueada porque el sistema político tiene todavía algunas articulaciones, es decir, no es un régimen compacto y monolítico del todo.