miércoles, 29 de octubre de 2014

ENTRE EL SUSTO Y EL DISGUSTO

Según una opinión publicada en el Correo que se comentaba esta mañana en la cadena SER, la ciudadanía en general se encuentra en un aprieto después del descubrimiento de redes de corrupción organizada en las que ha estado participando un gran número de “gente de bien”, es decir, para entendernos, de beneficiarios mayoritarios de la confianza popular expresada en votos. El aprieto consiste en la incertidumbre de votar «a quienes nos disgustan, o a quienes nos asustan».

Bravo dilema. Interpreta el autor del artículo del Correo que el statu quo nos disgusta pero por otra parte el cambio nos asusta, lo cual viene a resultar peor aún. Este enfoque particular del problema de la corrupción implica una inferencia más sutil: hay que elegir obligatoriamente entre lo uno o lo otro. O sea, yendo al fondo del problema: no es posible darnos un gusto sin susto, y la corrupción resulta tolerable en la medida en que nos previene de males que juzgamos mucho peores.

Una conclusión – en el caso de que la demos por buena, cosa que ni se me pasa por la cabeza – que resulta bastante paradójica. Hubo un tiempo en el que se daba por supuesto, porque así lo difundía la propaganda franquista, que el triunfo de las hordas rojas conllevaría la expropiación forzosa de los pequeños negocios de toda la vida y de los ahorros acumulados céntimo a céntimo, la pérdida de la vivienda familiar, la precariedad, la carestía, la miseria y el hambre. Todas esas catástrofes están presentes ya en nuestro país, sin necesidad de hordas rojas. (Quienes piensen que exagero pueden consultar las estadísticas de la Unicef en su reciente informe sobre España Los niños de la recesión.) Y no vale decir que los malos tiempos pasaron y el futuro será mejor: sabemos que las tarifas de la luz y el agua van a volver a subir el año que viene, lo mismo ocurre con el transporte urbano, es inminente una nueva vuelta de tuerca a la reforma laboral para profundizar en los “progresos” ya alcanzados, y Hacienda prepara una reforma fiscal que reducirá las exenciones por conceptos tales como la vivienda habitual, pero no corregirá el trato de privilegio a las grandes fortunas. Y por si fuera poco, ahora mismo acaban de endeudarnos de por vida a todos los contribuyentes con don Florentino Pérez, para indemnizarlo por el lucro cesante que generará a sus empresas la paralización de la Operación Castor, la cual provocaba movimientos sísmicos incontrolados en las costas de Tarragona.

La pregunta entonces es, ¿por qué elegir entre el disgusto y el susto, si podemos tener las dos cosas votando a los de siempre? La nueva legislatura será como una secuela novedosa de Pesadilla en Elm Street que nos sumergirá en un carrusel de emociones fuertes. Nuestra benemérita clase política apartará de nuestra frágil democracia la sombra de un régimen chavista; combatirá sin tregua el populismo y el asambleísmo, y castigará con multas millonarias y con rigurosas condenas de cárcel a quienes protesten en la vía pública. Es posible que, en justa contraprestación por tal desempeño, siga estafando a los pensionistas, desahuciando a quienes no puedan asumir el peso de sus hipotecas, desmantelando la sanidad pública, estableciendo nuevos copagos y cobrándose el 3% por la adjudicación a dedazo de la obra pública. Son temas que, en opinión de los oráculos y las sibilas del poder, disgustan a la opinión pública, sí, pero no la asustan. La opinión pública está ya más que acostumbrada a tales eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, de modo que adelante.


lunes, 27 de octubre de 2014

YA NO HAY EMPLEO DE POR VIDA



Lo ha dicho Matteo Renzi, el flamante presidente demócrata italiano, al día siguiente de que la CGIL le plantara un millón y medio de personas en Roma manifestándose contra la reforma laboral: «Ya no hay empleo de por vida.» Renzi hizo tan portentosa declaración con dos circunstancias agravantes añadidas: primero, lo dijo como si la cosa tuviera gracia; segundo, se quedó corto.

Te mueres de risa, lo primero. Millón y medio de personas ya talluditas pidiendo algo antediluviano, obsoleto; algo que no existe, que no está en el mercado. E ironizó: «Es como si quieres utilizar un iPhone y le das vueltas buscando la ranura donde tienes que insertar las monedas.» Vaya un chiste de pijo.

Y se ha quedado corto, además. Nadie batalla por un empleo de por vida, en efecto. Se batalla por un empleo, punto. Los sindicatos europeos no reclaman puestos de trabajo vitalicios ni nada por el estilo: sólo «trabajo digno». Lo cual debería ser una redundancia, pero no lo es. Debería serlo porque el trabajo ya estaba, en los tiempos de antes del diluvio, revestido de una dignidad particular. Cualquier trabajo, incluso el más modesto, in illo tempore era nada menos que el pasaporte al cielo de los derechos de ciudadanía. Hoy el trabajo no conlleva ningún derecho anejo, y la metáfora perfecta de la situación en la que se encuentran los derechos de ciudadanía es un iPhone estropeado: no tiene una ranura para monedas, en efecto, y tampoco funciona de ninguna otra manera por mucho que nos esforcemos en apretar botones.

Izquierda Plural ha presentado en el parlamento español una proposición no de ley sobre el trabajo digno, que incluye cincuenta medidas concretas. Es dudoso que salga adelante ni siquiera su discusión en el hemiciclo, dada la dinámica diseñada al efecto por el reglamento de las Cortes. Si se da la feliz circunstancia, dudosa, de que se les reparta el borrador, sus señorías se quedarán estupefactos/as y probablemente muchos/as se pregunten, como il cavaliere Renzi, para qué demonios poner a discusión cincuenta propuestas razonadas nada menos, Jesús qué plomo, sobre semejante antigualla. 

domingo, 26 de octubre de 2014

ANTES DE LAS ELECCIONES


Las candidaturas del tipo Ganemos conseguirán resultados estimables sin la menor duda en las próximas elecciones municipales: un buen número de concejalías y muy posiblemente algunas alcaldías, bien en solitario o bien, de forma más previsible, a través de pactos de gobierno con otras listas si no se hace efectiva a fin de cuentas la intención apuntada por el gobierno de cambiar las reglas del juego in extremis.

La historia no terminará ahí, en todo caso. Más bien empezará. La política no es una comedia romántica de Hollywood en la que después del Happy End se encienden las luces de la sala y los espectadores marchan a sus cosas. Aquí la película sigue, y puede haber serios problemas de encaje entre los usos habituales de la democracia directa y la representativa. En el sistema de partidos que ha sido el nuestro, los cargos electos disconformes con la orientación colectiva que les llegaba de sus estados mayores han optado en general por el recurso al grupo mixto o al concejal no adscrito para eludir la disciplina y seguir en sus cargos y sus remuneraciones hasta el final del mandato. Si la candidatura de la que provienen dichos cargos se ha formado a partir de un conglomerado de fuerzas sociales unidas tan sólo por un pegamento coyuntural, y los elegidos se sienten reforzados en su representatividad personal después de haber pasado por unas primarias, hay altas probabilidades de que se produzca una diáspora sin precedentes en los consistorios.

Hará falta un plan previo. No me refiero a un programa consensuado y plasmado en un tríptico en papel cuché. Hablo de un plan detallado que incluya obligatoriamente un método de evaluación y verificación punto por punto, plazo por plazo, de todos los aspectos incluidos en el o los programas concertados por el bloque de fuerzas comprometido para la victoria. Es un tema que suele dejarse en el olvido, incluso en el ámbito de funcionamiento de los partidos y de otros institutos más o menos afines, cuando éstos eligen o designan a personas para formar parte de un organismo cualquiera. Ese olvido o descuido en el seguimiento de la actuación de unos representantes cuya conducta compromete a toda la organización que los nombró, ha sido un fallo en el que nuestras izquierdas han incurrido históricamente, y ha dejado un poso perceptible de desencanto e incluso de indignación en la militancia y en la ciudadanía.

Pero no me estoy refiriendo únicamente a conductas individuales ni a cuestiones de ejemplaridad, sino a objetivos políticos colectivos, y al itinerario previsto para alcanzarlos. La asamblea es efímera, y el mandato que otorga es puntual. El seguimiento de un mandato cuatrienal en la casa consistorial de una ciudad mediana o grande, con la complejidad de problemas que implica y la posibilidad permanente de la aparición de urgencias no previstas, no puede resolverse a partir de una batería de nuevas asambleas. Habrá que buscar otras fórmulas. Quizá convenga prever de antemano, antes de las elecciones, la constitución de unos organismos plurales de control y de seguimiento, en contacto permanente tanto con los representantes como con los electores, y responsables también ante estos últimos.


Este es un tema capital, a lo que entiendo. Lo diré al estilo Quijada, compañero inseparable de luchas sindicales hace ya sus buenos treinta y tantos años: o ponemos entre todos hilo a la aguja en este asunto, compañeros, o no nos comemos un rosco.

viernes, 24 de octubre de 2014

CUANDO NO EXISTÍAN PUERTAS GIRATORIAS

Esta es una historia muy antigua acerca de una forma poco común de entender el servicio público y las recompensas y prebendas que cabe esperar de su ejercicio. No debió de ser muy normal ni siquiera en la época en que ocurrió, puesto que se convirtió en una leyenda popular en la Roma republicana y cuatro siglos después todavía la tenía presente Cicerón (en De Senectute, XVI, 56). Cada cual puede establecer las comparaciones pertinentes con situaciones y personas de la actualidad.

En el siglo V antes de Cristo el pueblo latino de los ecuos declaró la guerra a Roma, y ante la emergencia el Senado acordó nombrar dictador al general ya retirado Lucio Quincio Cincinato. La dictadura no tenía entonces las connotaciones que luego se le han adherido; era sencillamente una magistratura excepcional que se concedía por un periodo máximo de tres meses y durante la cual todas las magistraturas restantes quedaban suspendidas.

Una delegación del Senado fue a informar del nombramiento a Cincinato, y lo encontró arando un campo. Abandonó al instante su trabajo, se revistió de sus armas, se puso al frente del ejército y tras una rápida campaña consiguió una victoria decisiva sobre los ecuos. Habían pasado dieciséis días desde su nombramiento.

Corrió entonces a Roma, se presentó en el Senado y declaró que venía a devolver los poderes extraordinarios recibidos.

– ¿Por qué tanta prisa? – preguntaron los senadores, sorprendidos. Y Cincinato les respondió:

– Tengo un campo a medio arar.


jueves, 23 de octubre de 2014

ASALTAR LOS CIELOS



En serio, dentro de las deficiencias excusables que percibo en las dos propuestas, me parece preferible el esquema organizativo de partido que defiende el grupo de Echenique al de Iglesias. Puestos a tomar los cielos por asalto, siempre será más prudente hacerlo en bloque, de forma masiva, que no individualmente y a pecho descubierto. La asamblea de Podemos puede tomar ejemplo de los contingentes de subsaharianos que asaltan, ya que no los cielos, las alturas de las vallas con concertinas de nuestras plazas africanas (hay vídeos muy reveladores), y extraer las consecuencias pertinentes.

De otro lado, yo diría que no existe en este momento el peligro de que si pierde la votación Pablo Iglesias se eche a un lado, por mucho que amague con hacerlo. El líder indiscutido de Podemos entró en la asamblea con un exceso malsano de dramatismo y con unos tics de prima donna que deberá corregir, mejor pronto que tarde. No es un macho alfa, en efecto; pero da la sensación de que él mismo no ha percibido aún el alcance de sus limitaciones. Lo digo sin ánimo de personalizar: me refiero a limitaciones que son suyas porque son las de todos nosotros, en tanto que individuos.

Vamos a la frase en cuestión: los cielos no se ganan por consenso sino que se toman por asalto. Marx utilizó el cliché del «asalto a los cielos» (era un cliché ya entonces) para subrayar las resonancias épicas de la Comuna de París, cuyos dirigentes prefirieron la muerte a la recaída en la servidumbre; Iglesias recicló el cliché para abonar la propuesta de una dirección unipersonal de partido «ganadora» frente a otra de carácter más colectivo y, en su opinión, perdedora. Detrás de la idea de Iglesias de un liderazgo personal y carismático aparece más o menos explícita la perspectiva de derrotar a Rajoy y a Pedro Sánchez en un duelo personal mediático a tres bandas para el que se siente plenamente capacitado, y ocupar luego a fuerza de votos «la centralidad del tablero político».


Pero el tablero político es bastante más complejo que eso. Más allá de los focos de los platós existen niveles distintos de realidad, frentes de lucha política que los partidos deben considerar y para los que tienen la obligación de estar preparados. Se trata de un trabajo colectivo y plural por naturaleza, un trabajo extenso, en red, en el que han de participar muchas personas más allá del propio núcleo de dirección del partido. Si con la metáfora del asalto a los cielos Iglesias nos está proponiendo algo más que una frase, no es de recibo su menosprecio por el consenso. Desde Gramsci sabemos que el consenso, como expresión concreta de la hegemonía cultural, es un ingrediente imprescindible de todo poder transformador de la realidad social. Luego cabe deducir que también lo es cuando se trata de asaltar los cielos, sean estos los que fueren. No hay contraposición entre consenso y asalto, no es lo uno o lo otro, son las dos cosas. Y es difícil de comprender el alegre menosprecio por parte de Iglesias del gran quebradero de cabeza que históricamente ha supuesto, para la construcción de cualquier bloque de progreso sólido, la política de alianzas.

lunes, 13 de octubre de 2014

LA VIDA ARREGLADA

Al señor consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid no le importaría gran cosa dimitir porque ya tiene «la vida arreglada». Les aconsejo que saboreen la frase, que le den algunas vueltas en el paladar para extraer toda su sustancia. Es una frase que aflora a la superficie de los medios surgida desde los instintos más profundos de una casta.

Se puede decir lo mismo, con algo más de literatura. Madame de Pompadour, según cuentan las crónicas, se vio cierto día de 1757 abordada en el boudoir por su amante el rey Luis XV de Francia. Venía el hombre desencajado: las tropas francesas acababan de ser derrotadas por las prusianas en Rossbach. «¿Qué va a ser de nosotros ahora?», gimió el monarca. Y la bella encogió los torneados hombros y dejó para la posteridad una frase inmortal: «Después de mí, el diluvio.» Hubo en efecto un diluvio, ha escrito un historiador: un diluvio de sangre.

También la inconsciencia, el descuido y la laxitud de criterio de las autoridades sanitarias han podido provocar un diluvio de sangre en la crisis del Ébola. Pero al consejero le trae al soslayo, porque él tiene «la vida arreglada». Que los demás se arreglen también, por su cuenta. Si se equivocan, en el pecado llevarán la penitencia. Incluidos quienes no han pecado, si el contagio se dispara a otros barrios, que siempre serán barrios populares y no exclusivos. Esa no es cuestión que quite el sueño a la Autoridad (a la Austeridad).

Algo parecido debieron de pensar en su momento los dirigentes de Caja Madrid. Los suscriptores de opciones preferentes, los hipotecados, los mindundis, que se apañen como buenamente puedan: yo ya tengo la vida arreglada, el retiro blindado. Y para mejor redondeo, también tengo una tarjeta black. «A mí plin», sería la traducción al castizo de su actitud. O dicho en latín: Fiat Bankia, pereat mundus. En eso estamos.


sábado, 11 de octubre de 2014

QUE VIVA TERESA ROMERO


Quiero que Teresa Romero viva, que se recupere, que deje atrás la pesadilla que está sufriendo y estamos sufriendo nosotros a su lado. Lo merece de sobras. Su conducta como profesional y como persona ha sido irreprochable en todos los aspectos, en todos y cada uno de los detalles, si excluimos o ponemos entre paréntesis ese pequeño gesto instintivo de tocarse la cara con el guante puesto. Una minucia comparada con la desidia y la incompetencia oficial, con el arrumbamiento sistemático (o sistémico, tal vez) de todos los protocolos establecidos, con la displicencia asesina de quienes se empeñaron durante muchos días en ignorar la existencia de un factor cierto de riesgo y en desatender sus consecuencias previsibles, para luego cargar toda la culpa sobre la víctima. «Haberlo dicho antes.» Pues lo dijo, repetidamente, y no fue escuchada. «Es que no llegaba al 38'6 de temperatura.» Además de incompetentes, necios.

Que viva Teresa Romero. Por ella misma en primer lugar, porque me emocionan su profesionalidad y su solidaridad, su empeño en el cumplimiento de un deber muy peligroso y muy mal pagado, que asumió de forma voluntaria y con todas las consecuencias. «Puesta su vida tantas veces por la ley al tablero», para decirlo con Jorge Manrique.

Que viva Teresa Romero. Porque no quiero ni una sola víctima más de esa “austeridad” que según el jefe del gobierno y la colega del FMI «está ya dando sus frutos en España». Ya se ven los frutos. Los recortes matan, los «sacrificios de los españoles» tienen nombres, apellidos y circunstancias concretas, y me rebelo contra la idea de que Teresa Romero, ella precisamente, vaya a sumarse a la demasiado larga lista de víctimas generadas por los despropósitos de unos poderes insensibles.

Que viva Teresa Romero. Será un éxito muy pequeño pero muy nuestro, una flor preservada por la solidaridad de todos en el desierto inclemente de un sistema que escatima recursos financieros y en cambio despilfarra vidas.


Que viva, que viva Teresa Romero.

jueves, 9 de octubre de 2014

INCOHERENCIA

El afán por respetar todas las opiniones acaba por conducir a no respetar ninguna. En mi opinión, es lo que ocurre en este momento en Iniciativa per Catalunya-Verds. Lo digo desde el máximo respeto a la posición expresada y mantenida por la dirección de esta organización en relación con el proceso de consulta todavía no del todo cerrado en Cataluña.

IC-V defiende el derecho a decidir de los catalanes, tanto si lo que deciden es la independencia del país como si optan por soluciones federales u otras que mejoren el encaje de Cataluña en el Estado español. El acento se pone aquí en el derecho irrenunciable e insobornable a decidir de la ciudadanía. Para ello se reclama una consulta seria con unas garantías procedimentales rigurosas. Bien.

En unas circunstancias en las que la legalidad es ya de por sí dudosa o controvertida, por estar sometida la materia al juicio del Tribunal Constitucional, los partidos pro consulta deciden dotarse de una comisión de garantías que supervise la imparcialidad del proceso y la igualdad en la defensa de todas las opiniones. En esa comisión de garantías tienen cabida únicamente expertos reconocidos, y la propia IC-V elige para formar parte de ella a Joaquim Brugué, cuyo sustancioso currículo profesional me ahorro detallar.

Después de la primera reunión de la comisión, Brugué decide dimitir de las funciones que se le han encomendado porque considera que no sólo no hay garantías de imparcialidad en torno a la consulta, sino que también falta la intención política de promoverlas. En síntesis, las fuerzas favorables a la consulta están inclinando a conciencia la balanza de un lado, procurando, eso sí, que no se note mucho. Brugué no toma su decisión a bote pronto, como consecuencia de un calentón. Se toma su tiempo e informa – se supone – sobre lo que piensa hacer a la organización que le ha encomendado la tarea. En todo caso, dicha organización no ha afirmado lo contrario, ni ha declarado haberse enterado “por la prensa” de la circunstancia de la dimisión.

Cuando la dimisión se hace pública, Joaquim Brugué sufre de inmediato lo que ha sido descrito como un linchamiento mediático en las redes sociales. Era algo que él mismo esperaba que sucediese, y que aceptó de antemano al tomar su decisión. Porque el valor civil consiste en dar la cara en situaciones desagradables en el terreno personal, cuando están en juego las propias convicciones. De otro lado, ese encarnizamiento social con el “traidor” viene a ser una demostración a posteriori de lo fundado del dictamen del experto. Hay una complacencia social clara con las continuas transgresiones del papel de árbitro y garante del proceso por parte del gobierno de la Generalitat, y abucheos generalizados a quienes se desmarcan de la vía trazada. No existe en puridad un derecho normal y general a decidir, sino un grupo de personas que se adjudica a sí mismo el derecho a decidir por ti. El obstáculo es suficientemente grave para que se le preste atención detallada desde una perspectiva democrática.

En estas circunstancias, la dirección de IC-V ha emitido un comunicado en el que se advierte que la decisión de Joaquim Brugué ha sido tomada “a título personal” y no refleja la posición de la organización en cuanto a las garantías sobre la consulta. Reclama a continuación “respeto” a la persona y a la opinión de Brugué.

Ahora vienen las preguntas. Primera: ¿Puede ser considerada una opinión “personal” el dictamen de un experto expresamente convocado por la misma IC-V para supervisar las garantías de un proceso que afecta a todo el horizonte de futuro de los ciudadanos de Cataluña? Si llamo a un ingeniero para que me dé su opinión sobre las grietas que han aparecido en mi casa, y me dice que existe un peligro cierto de hundimiento, ¿consideraré “personal” su opinión y seguiré mi vida habitual sin alterar mis planes? Segunda: ¿No existe ningún compromiso político entre la persona que cumple un encargo y la organización que lo ha mandatado? ¿Es “respeto” todo lo que debe IC-V a Joaquim Brugué, por el hecho de haber emitido un dictamen que no ha gustado?

Es incierto el trayecto futuro del procès catalán. Cada día que pasa resulta más difícil sostener la ficción de una unidad de propósito no sólo entre los partidos, sino en el interior de cada uno de ellos. Lo que “nos une a todos” es demasiado etéreo, demasiado alejado de la política diaria. El máximo común divisor entre las distintas aspiraciones de cada cual se sitúa cada día más próximo al cero absoluto. Mantener la indefinición en estas circunstancias tal vez no es la mejor política que puede seguirse. Lo digo con todas las cautelas y con el mayor respeto.


martes, 7 de octubre de 2014

¿VAN AL CIELO LOS POLÍTICOS QUE DIMITEN?


Ya sé que es una ingenuidad preguntarlo, pero pongamos que estoy hablando de un cielo metafórico, de un cielo no exactamente como el que se describe en el catecismo de Ripalda, aunque en algunos aspectos debe de parecérsele mucho.

Un primer indicio curioso es el de ese parlamentario inglés que ha dejado de forma sonada la política porque no le daba para llegar a fin de mes. Aquí no estamos en Inglaterra, es sabido; en Inglaterra no tienen tan perfeccionado como aquí el sistema de las puertas giratorias, ni ese curioso juego de espejos, al estilo de la escena final de La dama de Sanghai, que permite una ilusión de ubicuidad, de modo que el lugar donde aparece la imagen no es nunca el mismo lugar donde se encuentra realmente la persona reflejada. Pero aun y con todo, algunos elementos novedosos de nuestra política patria hacen pensar.

Tomemos el caso Gallardón. Dimite con pompa y circunstancia de la política y al día siguiente se le encuentra en un consejo político del que nadie tenía noticia clara y que le proporciona 80.000 euros anuales en contraprestación de una reunión semanal. Nada del otro mundo, por cierto. Nadie se creerá que ese hombre ha dejado la política por ochenta mil anuales. De haberse tratado de ochenta mil mensuales estaríamos más cerca del precio real de mercado de un animal político (lo digo en el sentido aristotélico de la expresión, zoon politikon, ya saben ustedes) de semejante calibre.

Tiene que haber algo más. Bastante más, incluso. Hubo un tiempo en que los políticos patrios se aferraban a sus cargos con tanta desesperación como si la poltrona fuera el tópico clavo ardiendo. Pero desde hace algún tiempo la cosa ya no ocurre, por lo menos en determinados ambientes y en relación con determinadas personas. José María Aznar lo dejó sin que nadie le obligara, y aquello pareció en su momento una suspensión de las leyes físicas que conciernen a la vida política. Lo dejó Esperanza Aguirre, que nunca ha ocultado sus ambiciones (legítimas, por supuesto), alegando motivos inconcretos de salud que el tran tran de la vida cotidiana posterior no ha justificado. El mismo Gallardón, a quien sería injusto calificar de ambicioso porque lo que siempre le ha caracterizado es un afán polimorfo de servicio convertido en adicción irresistible, ha transitado de la presidencia de la Comunidad a la alcaldía de Madrid y de ahí al ministerio de Justicia, antes de abandonarlo todo debido – según la explicación oficial – a la decepción que le ha producido un traspié legislativo menor.

¿Y qué se fizo el rey don Juan?, preguntaríamos en coplas al estilo de don Jorge Manrique. ¿Qué se fizo Rodrigo Rato? Después de circular con un movimiento uniformemente acelerado por diversos altos cargos públicos nacionales e internacionales de mucho tronío, y de ingresar en el negocio publiprivado con la dirección de una entidad bancaria que no nombro para no mentar la bicha en estas páginas virtuales cándidas como los lirios del campo, ¿dónde está ahora exactamente? ¿Qué hace, de dónde cobra? La perspectiva es inquietante. Tanto más cuanto que Ana Botella ya ha anunciado que no tiene intención de estrenarse en unas elecciones populares y que prefiere retirarse a la vida privada. ¿Con lo puesto? ¿Así no más, sin tan siquiera un beso de despedida a ese pueblo madrileño que tanto la adora?


Debe de haber en alguna parte, en un repliegue del continuo del espacio-tiempo, en la letra pequeña de una partida olvidada de unos presupuestos apócrifos, un cielo fabricado exprofeso para los políticos que dimiten. No un cielo como el del Ripalda, pero casi.

domingo, 5 de octubre de 2014

ORGULLO DE PARTIDO

Orgullo de partido, así traduce Manuel Sacristán la «boria di partito» de la que habla Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel.  Es exacto, pero conviene añadir un matiz importante. Para hablar simplemente de orgullo, la lengua italiana ya posee la voz orgoglio. Se emplea boria en un sentido más peyorativo. Es orgullo no legítimo, torcido; es altanería, vanagloria, fachenda. El lector interesado puede encontrar la expresión y sus porqués en A. Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores, 1970. Pág. 347 ss.

He ido a dar con ese texto empujado por la sensación de que podía añadirse aún alguna sustancia a la reflexión que sobre los partidos políticos de hoy mismo entonó Javier Aristu con “Callejero perdido” en su blog En Campo Abierto, y que yo adorné desde una segunda voz o un eco lontano con el texto publicado ayer en este Punto y Contrapunto. Añado ahora más voces al coro. Son voces ya añejas, pero o mucho me equivoco o sus argumentos encajan al dedillo, por sorprendente que parezca el hecho, en la situación actual. Hablan para vosotros, queridos lectores, Gramsci-Sacristán por un lado, y Vladimir Ilich Lenin por otro (en un cameo breve pero jugoso), traídos a cuento por Paolo Spriano (Turín 1925 – Roma 1988), que fue historiador y profesor de historia de los partidos políticos en la Universidad La Sapienza de Roma. En 1987 Spriano redactó un texto corto, “Boria di partito”, para un libro de bolsillo publicado por l’Unità en conmemoración del cincuentenario de la muerte de Gramsci. El volumen se titula «Gramsci. Le sue idee nel nostro tempo», y esta es la aportación de Spriano:

«La expresión “boria di partito” ha entrado en nuestro vocabulario político, como tantas otras de Gramsci, sin una precisión suficiente sobre el sentido en que empleó el término. En una nota de los Quaderni, Gramsci razona sobre el proceso de desarrollo de un partido político, en el momento en que alcanza «una tarea precisa y permanente». El cuándo llega ese momento da lugar a muchas discusiones y, con frecuencia, «también, desgraciadamente, a una forma de orgullo que no es menos ridículo y peligroso que el “orgullo de las naciones” de que habla Vico.» Y en la misma nota, más adelante, el autor vuelve sobre el término: «Hay que despreciar el “orgullo” de partido y sustituirlo por hechos concretos.»
            »¿A qué partidos se refieren el juicio y la advertencia gramsciana? Su discurso tiene un carácter general, y para entender el ámbito histórico y la complejidad de sus razonamientos conviene examinar (con la ayuda preciosa del índice temático de la edición Gerratana) todos los textos relacionados con el tema del partido político, el cesarismo, el parlamentarismo, etc., que tienen de hecho un carácter circular. La referencia más precisa en este caso va dirigida tal vez a los partidos demócratas y socialdemócratas, para los que ya el Gramsci dirigente, en su informe de agosto de 1926, había señalado «tres estratos»: el estrato restringido de dirigentes e intelectuales, las masas influidas por el partido, y ese otro estrato que hoy llamaríamos de los militantes, que une y pone en contacto al «grupo de los capitanes» con las masas.
            »En la nota de los Quaderni, no obstante el lenguaje necesariamente críptico, el discurso de Gramsci abarca asimismo la naturaleza del partido obrero, revolucionario. Se da una llamada no sólo a la disciplina y a la fidelidad necesarias, sino además a las soluciones que el partido debe saber indicar para los distintos problemas puestos sobre el tapete; en otros términos, a la función dirigente nacional que el partido puede asumir. Únicamente en este caso cabe hablar de un partido «formado».
            »Y aquí, si abarcamos el conjunto de las observaciones y de las constantes de la inspiración de Gramsci, nos damos cuenta de que, si bien parte de una concepción terzinternacionalista del partido, que subraya la primacía del grupo dirigente, tiende a superarla tanto a través del relieve que da a la cuestión de la hegemonía, de la influencia cultural que ejerce, como con la puesta en guardia contra una separación de la masa social que el partido quiere representar, so pena de transformarse así «en un cuerpo superpuesto que responde a una lógica distinta». El partido, por tanto, debe reaccionar «contra el espíritu de rutina, contra las tendencias a momificarse y resultar anacrónico». De otro modo, la burocracia interna amenaza con convertirse en «una fuerza conservadora peligrosa».
            »La concepción de un partido abierto a la sociedad, que sabe moverse en el interior de ésta, de un partido de masas, volvemos a encontrarla en otra nota importantísima, aquella en la que Gramsci precisa que «en la política de masas decir la verdad es una necesidad política». Es decir, no está enunciando un principio moral, sino más bien una condición para que el partido mantenga el ligamen con las propias raíces, ese ligamen que le posibilita llevar a cabo una acción en el seno de la sociedad. A Gramsci no le gustan los mitos como tejido conectivo, ni los carismas de este o aquel dirigente, y tampoco considera «eterno» un partido. Una sociedad sin clases será una sociedad sin partidos. En consecuencia, no hipotiza el partido único como expresión de esa sociedad nueva. Al mismo tiempo estudia la vida política, y en particular la vida parlamentaria, como reflejo de las mutaciones ocurridas, de las crisis que se presentan «en momentos históricamente vitales».
            »No aparece en Gramsci ninguna infravaloración de las instituciones representativas. Y en este punto, conviene añadir, sus instrumentos de evaluación no son distintos de los empleados por Lenin cuando analizaba, en un escrito de 1912, los partidos políticos existentes en la Rusia zarista. Lenin polemizaba con quienes consideraban «las instituciones representativas, los parlamentos, las asambleas de representantes del pueblo, como inútiles e incluso perjudiciales.» «No – escribió –, donde no hay instituciones representativas las mistificaciones, las mentiras políticas y las supercherías de toda especie proliferan aún más, y el pueblo cuenta con menos medios para desenmascarar el engaño y descubrir la verdad.» Para Gramsci, «destruir el parlamentarismo no es tan fácil como parece», y el parlamentarismo «implícito» es mucho más peligroso que el «explícito», porque «posee todos sus defectos sin tener sus valores positivos.»
            »Eso no significa, bien entendido, que por ejemplo el PCI de hoy no haya ido más allá de Gramsci o de Lenin en la concepción del partido o en la de la democracia política. Significa simplemente que aquellos dos grandes teóricos rechazaron cualquier esquematismo al indagar la relación entre representantes y representados.»


(Por la traducción, Paco Rodríguez de Lecea y, en los textos de Gramsci entrecomillados, Manuel Sacristán Luzón)

sábado, 4 de octubre de 2014

LA DECONSTRUCCIÓN DE LOS PARTIDOS

Javier Aristu encabeza una reflexión propia acerca de los partidos políticos (1) con dos versos de Bob Dylan: Cuánto tiempo puede existir una montaña antes de ser bañada por el mar. Referida a los partidos políticos, la pregunta se responde sin vacilación: poco tiempo, muy poco, la verdad. Habla Javier de algunas sedes, emblemáticas hace algunos años y hoy desaparecidas o convertidas en otra cosa. Hubo un tiempo en que las sedes centrales de los partidos políticos eran como templos, arcanos de lo sagrado a los que acudían los iniciados para participar en los ritos del culto. Nunca fue muy allá la influencia de aquellos recintos herméticos en el bullir de las calles, pero sí se dio una intención manifiesta de influir. En estas páginas se ha hablado en alguna ocasión del proyecto y el trayecto, y de sus diferencias y correlatos en la praxis política. En las sedes de los partidos se ponía a punto el proyecto, el diseño. Cuando el proyecto iniciaba por fin su itinerario en las calles y en las fábricas (in illo tempore, quizá conviene aclararlo, las fábricas, esas otras sedes de lo social cuyo callejero también amenaza hoy con perderse, formaban parte importante del proyecto de los partidos), el flamante vehículo minuciosamente diseñado por los comiteles centrales empezaba a abollarse y averiarse debido al choque con la dura realidad. Pero a veces ese vehículo llegaba, con todo, a alguna parte. El mundo se movía.

Ahora el proceso se ha invertido. Es la calle, el ruido y los humores de la calle, el estímulo que provoca la respuesta del proyecto político. El largo plazo, la previsión, han desaparecido. Se trata de ofrecer soluciones ready-made a las pulsiones a corto plazo de los estados de opinión, a los trending topics. Si un escándalo con unas tarjetas B de crédito produce una indignación detectable una mañana, puede apostarse a que los portavoces de los partidos introducirán en sus plataformas nuevas medidas de control e incompatibilidades. El proyecto es banal, y el trayecto efímero. Lo que predomina es la inmovilidad, la adaptación al medio, acompañada en general por la autosatisfacción que genera en la clase política la circunstancia trascendente de haberse conocido.

Con estas premisas, las sedes (los templos) de la política han perdido todo su anterior carisma. Allí ya no se discute ni se proyecta, la elaboración de las alternativas se ha externalizado siguiendo la tendencia general de la producción de bienes y servicios. Los centros de elaboración de los partidos políticos han sido deconstruidos y recompuestos en forma de asesorías, gabinetes, pools y think tanks de diversos pelajes. Las montañas cuyas cimas apuntaban al cielo se han derrumbado, y el mar baña mansamente sus detritos fragmentados.

Pero esa realidad no es negativa en sí misma. Los partidos eran y en cierto modo son aún dinosaurios o catedrales góticas con dificultades para la adaptación urgente a los cambios profundos que han aparecido en el medio ambiente ecológico y en el teológico. Los nuevos ejes de coordenadas exigen otra forma de elaborar y un tiempo de reacción mucho más rápido a las novedades, respecto del paradigma que primaba en los años del fordismo. Hoy ya no es admisible la respuesta de Henry Ford al periodista que le preguntaba si el comprador de un Ford T podía elegir el color de su automóvil: «Claro que puede elegirlo, siempre y cuando lo elija de color negro.» La mutación que representa un paradigma nuevo impone algunos trabajos añadidos a todos los agentes políticos y sociales. Todo está en discusión, y también las formas de la discusión son novedosas. Lo importante en el fondo es adónde se quiere ir, aunque sea utilizando el GPS. Y tomar como base para la nueva praxis un lampedusismo distinto: «Cambiarlo todo para que todo cambie.»



jueves, 2 de octubre de 2014

CAERÁ SOBRE NOSOTROS TODO EL PESO DE LA CÚPULA



El análisis del gasto público en España en los tres últimos años revela que el peso de la política de austeridad lo han soportado las autonomías y – en mayor medida aún – los municipios, mientras que el Estado no sólo no ha reducido su cuota de gasto sino que incluso la ha aumentado en alguna décima. Los presupuestos para 2015 se ratifican en el mismo criterio. Dejemos a un lado a Catalunya, cenicienta en el reparto del gasto como indicador fiable de que la respuesta de Rajoy a los soberanistas no es otra que el viejo pero no eficaz remedio del ajo y agua. (No sólo se les niega el derecho a decidir; también el derecho a discutir.) Mientras tanto el Estado español se dispone a emerger incólume de la austeridad. Los recortes seguirán teniendo una localización preferente en las áreas de la sanidad y la educación, profundizando en su deterioro, mientras que la burocracia mantendrá en términos absolutos – luego acrecerá en términos relativos – sus dimensiones y su peso en el presupuesto.

Un peso ya muy considerable, difícil de soportar para las estructuras del país real. En las antiguas catedrales, la arquitectura no era sólo ciencia sino también símbolo. Así, por ejemplo, las campanas, voz del Señor, se colocaban en el punto más alto de la construcción, y sobre el crucero de la nave se asentaba, sobre pilastras o sobre tambores, una cúpula que simbolizaba el cielo protector, la providencia divina. El peso de esa cúpula y de la bóveda de la nave sobre la estructura de sustentación representaba un problema técnico importante. Además de exigir un grosor y una fortaleza considerables a los pilares y las columnas del interior, hacía necesario reforzar los muros con contrafuertes e incluso con arbotantes exteriores, que dan a nuestros templos vistos desde el aire ese extraño aspecto de arañas gigantes. Con todo, no siempre se podía evitar el pandeo de los muros, y en más de un caso sonado cúpula y bóveda se derrumbaron sobre los fieles.

Hoy se recurre para evitar tales inconvenientes a cúpulas geodésicas. Su estructura viene a ser la de la sección de un icosaedro partido por su eje principal. La multiplicación de puntos de anclaje y nódulos de resistencia dispuestos en red permite aligerar los materiales y proporciona una estructura autosostenible cualesquiera que sean su altura y sus dimensiones. En teoría es posible, y se llegó a estudiar la solución en determinado momento, cubrir una ciudad como Houston con una gigantesca cúpula geodésica estable e inmune a los movimientos sísmicos. Se trata de un «cielo protector» más aéreo y ligero, más seguro también, y que gravita en menor medida sobre los humanos que se apiñan bajo su cubierta. Todo el secreto consiste en renunciar a la verticalidad, a la jerarquía y al esfuerzo al límite de los materiales, e insistir por el contrario en la multiplicación, la cooperación y el sostén mutuo que proporcionan al interactuar entre ellos los miles de nódulos que conforman la estructura.

La arquitectura conserva su simbolismo social. El procedimiento de construcción es al mismo tiempo un índice de la conformación de la sociedad a la que sirve. Propongo que recurramos también en política a la geodesia, sin esperar a que se precipite sobre nosotros todo el peso de la cúpula.


miércoles, 1 de octubre de 2014

LEAN A FRED VARGAS

Fred Vargas es el nombre de pluma de la medievalista y autora de novelas policiacas Fréderique Audoin-Rouzeau, como comprobarán con toda comodidad mediante un simple clic en su buscador. Este verano visité el FNAC de Perpignan con la esperanza, contra todo pronóstico, de que hubiera un nuevo título de ella entre las novedades del “roman policier”. No era así. Fred Vargas es muy rápida en el diseño de las tramas de sus novelas – en quince días, según ha declarado, puede tener listo el asunto – pero muy lenta en la escritura. El carácter muy acusado y singular de ciertos personajes secundarios, las inflexiones del habla de la calle, los tópicos y los prejuicios comunes, los refranes, los miedos atávicos, conforman la sustancia de su obra, de una alta calidad literaria. Confiesa haber reelaborado la trama de una de sus novelas y reescrito un capítulo entero para traer a cuento una réplica de un diálogo que se le ocurrió y le gustaba mucho: ocho o diez palabras en total.

Un ejemplo de sus mecanismos característicos de elaboración y de expresión se encuentra en Más allá, a la derecha, quizás su novela más “política” porque aborda el tema de la ideología del fascismo, emanada a partir de la historia como un virus maligno que va a inocularse de forma casi inadvertida en la vida cotidiana: ese fascismo implícito del que estima lícito disponer de la vida de personas “inferiores” desde su propia condición de “ser superior”. Pues bien, la investigación policiaca arranca en esa novela a partir de dos indicios mínimos y axiomáticamente despreciables: una caca de perro (literal), y la llamada de alarma de una anciana, jubilada después de largos años de profesión en las aceras, que explica desolada: «Me hacen menos caso que a una puta vieja. En fin, es lo que soy.»

En Más allá, a la derecha y en otras novelas publicadas hace ya una veintena de años, aparece en papeles protagonistas o coadyuvantes el grupo de los “Evangelistas”, que conviven de manera bastante aleatoria en un viejo caserón. Son tres estudiantes de Historia que preparan sus respectivas tesis: Lucien (Lucas) es experto en la historia de la Primera Guerra Mundial; Mathias (Mateo) es un prehistoriador de desaliño infinito en la vestimenta y cuya vocación presumible sería vivir desnudo como los cromañones que estudia; y Marc Vandoosler (Marcos), tímido, abrupto y contradictorio, es medievalista. No se trata de personajes à clef, pero sí hay un juego de correspondencias: Marc sería la propia Fred, Lucien su hermano real Stéphane Audoin-Rouzeau, y Mathias un compañero de Facultad del que durante algunos años, según testimonios de otros condiscípulos, fue amiga inseparable.

En las novelas más recientes el triunvirato de los Apóstoles, sin desaparecer por completo, ha dado paso a otro triunvirato diferente y más contrastado: el comisario Adamsberg es intuitivo y nebuloso; su ayudante Danglard es por una parte un archivo viviente sobre todo lo divino y lo humano, y por otra un inepto sin remedio para la vida común; Violette Rethencourt, finalmente, una agente tan inmensa en su constitución física como eficiente en todos los aspectos de la vida práctica, ejerce de ángel de la guarda de los dos.
  
Para consolarme de la falta de novedades, he releído la última entrega hasta la fecha de Fred Vargas, El ejército furioso. Pertenece al ciclo de Adamsberg versus los grandes miedos latentes en el subconsciente del hombre moderno. Este ciclo empezó, tal vez de modo casual, en 1999 con El hombre del revés, una versión moderna del hombre-lobo; y se consolidó con Huye rápido, vete lejos, en el que la resurrección de la peste negra es el desencadenante del pánico colectivo de un barrio suburbano de París. Después del éxito fulgurante de esta última novela, han aparecido La tercera virgen, sobre los inmortales; Un lugar incierto, sobre los vampiros, y El ejército furioso, en torno a la leyenda celta de las procesiones de las ánimas, que en Normandía toman el nombre de Mesnie Hellequin, como en Galicia se conocen por la Santa Compaña.


Los arquetipos culturales y los miedos atávicos forman la urdimbre de estas historias, cuyo desarrollo y desenlace se mantienen, sin embargo, con toda firmeza en el terreno del realismo y de la deducción lógica. Es una doble bienaventuranza, porque al lector de un policiaco le atraen las leyendas antiguas y le apetece saber más sobre ellas, pero tenderá a considerar cualquier solución de orden sobrenatural o preternatural al enigma planteado como un intento tramposo del autor de dar gato por liebre.