sábado, 25 de mayo de 2013

EL SINDICATO EN EL CAMBIO DE PARADIGMA


EL SINDICATO EN EL CAMBIO DE PARADIGMA




Dedicado a Paco Puerto, in memoriam


Cuando hablamos de “refundación” [del sindicato], querido José Luis, no pretendemos hacer tabla rasa de la historia y volver a abordar un proyecto de sindicato desde el inicio. Quizás una palabra más justa para calificar eso de lo que estamos hablando sería “refundamentación”, es decir, un reexamen atento de los fundamentos sobre los que se asienta el edificio sindical, con atención particular al refuerzo de los pilares, los contrafuertes y las claves de bóveda que le dan solidez y lo mantienen en pie. Porque el problema hoy es que el suelo se ha movido: ha habido un corrimiento generalizado de tierras, un cambio de paradigma, y es necesario consolidar aquellas partes de la obra que han quedado en precario. En este orden de ideas, mi intención es apuntar algunas reflexiones de orden general; aprovecharé además la ocasión para polemizar amistosamente con un artículo reciente de mi amigo Miquel Falguera en  UN PACTO SOCIAL … POUR QUOI FAIRE?


Ponerlo todo patas abajo

No es que el sindicato estuviera cabeza abajo, como decía Marx de la filosofía de Hegel; pero la expresión “ponerlo todo patas arriba” tampoco acaba de cuadrar con la situación actual. Ocurre que los problemas serios están en el “suelo” sindical, en la sociedad en la que se asienta; ahí es donde se han producido fallas peligrosas que pueden cuartear el edificio sindical y acabar a medio plazo con su ruina completa. Por tanto, más importante que revolucionar o enmendar por arriba es la tarea de mirar atentamente hacia abajo, afirmar bien los pies y “pegarse al terreno” porque ese terreno, el del universo de los trabajadores asalariados “de ahora”, el del trabajorealmente existente, es lo que sostiene y lo que impulsa la actuación y la orientación del sindicato. De los sindicatos, si se quiere pluralizar.
¿Ha mirado Miquel Falguera en esa dirección, cuando apunta el “welfarismo” como la rémora de la que debe liberarse el sindicato en las presentes circunstancias? A mí no me convence la idea de que los indignados son “postwelfaristas” por analogía con el “postfordismo”. Tampoco me convence, dicho sea de paso, la visión que tiene Miquel de los Pactos de la Moncloa; yo entiendo que fueron unos pactos esencialmente políticos, ideados y negociados por los partidos políticos. Los sindicatos no tuvieron en ellos iniciativa ni peso en la negociación, sólo se les dio la oportunidad de adherirse a un gran consenso político general; y tampoco fue el welfare “el” elemento trascendente de los acuerdos alcanzados. Volviendo en todo caso a los indignados postwelfaristas, yo diría que si los parados sin derecho al subsidio de paro protestan, no lo hacen porque estén en contra del subsidio en sí mismo, sino en contra de los reglamentos y las cortapisas que determinan su propia exclusión.
No concibo una estrategia sindical dirigida a “ganar tiempo” para ver si la sociedad se conciencia de una vez de que el welfare es una trampa y el capitalismo popular una engañifa. De hecho, me parece que no corresponde al sindicato lanzar propuestas a la sociedad civil, sino algo mucho más humilde: escuchar con atención, encauzar, coordinar y amplificar las iniciativas que surgen de abajo, y por fin defenderlas ante las instancias del poder. Sean ambiciosas o no. Casi diría: sean erróneas o no. Porque la médula espinal del sindicato, la sustancia misma de su razón de ser ahora y siempre, es el amplio conjunto de los trabajadores asalariados; no una, o varias, vanguardias audaces y concienciadas de ese conjunto. El terreno de las vanguardias es otro, y conviene recordar de cuando en cuando, ahora que hablamos de refundación, dos hitos fundacionales inamovibles: la autonomía del sindicato y su independencia respecto del poder político y de los partidos.

El fin del paradigma fordista-taylorista

El fin del mundo se viene predicando desde casi el inicio de los tiempos. Parece que eso del “fin” despierta un morbo especial entre los aspirantes a profetas, porque hemos oído anunciar repetidamente el fin del capitalismo, el fin de la clase obrera, el fin de las utopías, el fin de la historia, el fin de la novela y otros varios fines, incluidos los fines de ciclo en la disputa de los campeonatos de fútbol. Suele ocurrir que después ninguna evidencia viene a confirmar tanta grandilocuencia adivinatoria.
         El fordismo puede ser chatarra, pero siguen vigentes en el imaginario colectivo, y en particular en la práctica sindical, determinados valores inherentes al viejo paradigma productivo: la fijeza del empleo como desiderátum, la remuneración de la antigüedad, la relevancia de la categoría profesional por encima del puesto de trabajo concreto, la pirámide jerárquica inamovible. Sin embargo, los valores que predominan hoy en la actividad económica son muy diferentes: movilidad, flexibilidad, polivalencia, capacidad de reacción, anticipación, horizontalidad en la toma de decisiones. Características todas ellas incompatibles con el “trabajo abstracto” y el trabajador-masa predicados por el ingeniero Taylor.
         El resultado del forcejeo entre los dos paradigmas es que la empresa clásica, estructurada según el paradigma taylorista, ha acabado por hacer implosión; se ha fragmentado hasta pulverizarse. El “centro” asume cada vez una parte menor del proceso productivo. De un lado se “externalizan” partes de ese proceso, puramente mecánicas, por la vía de la subcontratación; pero también tareas muy cualificadas y que implican decisiones trascendentes dejan de estar sujetas al control absoluto de la dirección interna. Todo el conglomerado financiero, singularmente en lo referido a las líneas de crédito y la gestión de la deuda, queda cada vez más pendiente de instancias ajenas a la empresa misma, y lo mismo tiende a ocurrir en los niveles técnicos de alta cualificación. Si en otro tiempo cada empresa tenía a orgullo contar con “su” ingeniero y “su” abogado fijos de plantilla, ahora es seguro que recurrirá a estudios, gestorías y bufetes externos, por el costo elevado de contar con ese tipo de servicios en exclusiva. Añádase que ya no se planifica la producción a largo plazo, digamos por trienios y quinquenios, sino que se suele depender de la aparición contingente de pedidos externos que es obligatorio satisfacer con eficiencia y rapidez. Cada mañana pueden estar cambiando los objetivos de producción dentro de una fábrica o centro de trabajo.
De este modo la unidad y la cohesión del proceso productivo se disgregan entre el viejo y el nuevo paradigma, y con ellas se disgregan la unidad y la cohesión de los trabajadores en el centro de trabajo. Me explicaré mejor con un ejemplo mínimo, sacado de la vida misma.

El problema de la espacialización en la coexistencia de los dos paradigmas en la empresa

Pido perdón por el ringorrango del titulillo, y me apresuro a explicarme.
         Hará unos diez años, una empresa editora importante se encontró en un apuro. Todos sus efectivos estaban volcados en la finalización de una Gran Obra. El proceso llevaba ya varios meses de retraso, y faltaba por lo menos un año más para poderlo dar por concluido. En esas circunstancias, recibió de fuera un pedido tentador para realizar una obra menor, bien pagada pero condicionada a unos plazos incompatibles con los ritmos previstos para la Gran Obra. El equipo interno no podía asumir aquello. ¿Qué cabía hacer, renunciar? No, externalizar.
         Se recurrió como coordinador de la obra menor a un colaborador externo de confianza, que resulté ser yo mismo. Una condición indispensable para llevar a cabo el trabajo era mi presencia permanente en la empresa, en estrecho contacto con la jefa de redacción.
         La sala de redacción era inmensa: tendría más de treinta metros de largo por unos diez de ancho. La luz del día entraba por unos ventanales situados en uno de los lados estrechos; en esa área estaban, separados por mamparas acristaladas, los despachos de la jefa, la vicejefa y su secretaria. Después, en una doble hilera de mesas colocadas a todo lo largo de la sala hasta la otra punta, en la que se abría la única puerta de acceso, se alineaba el resto del personal, por orden rigurosamente jerárquico: tres editores senior, fijos; dos editores-ayudantes contratados por obra (la Gran Obra); dos expertos en informática, jóvenes autónomos enrolados con contrato verbal y promesas inconcretas de continuidad en el futuro; y una secretaria de redacción procedente de una ETT, cuyo trabajo gustaba y que tenía la ardiente esperanza de conseguir un tipo de contrato que por lo menos le permitiera cobrar subsidio de paro el día que dejara la empresa.
         Se debatió el lugar que había de ocupar yo. La jefa defendía un despachito aparte, pero el gerente entendió que aquello sería tanto como romper la pirámide jerárquica: yo no podía tener un símbolo de status superior al de los editores senior. La solución que encontró fue colocar mi mesa en el extremo de la sala, justo al lado de la puerta y enfocada hacia los ventanales de la otra punta. Era el rincón más oscuro; pero al romper mi mesa la alineación con las de las demás personas, se insinuaba una condición laboral singular. También, y con la intención de “cubrir las apariencias”, se me asignó una dependencia formal a efectos de consultas con uno de los editores senior.
No se sostuvo aquella ficción más allá de unos pocos días. Como la jefa de redacción me llamaba a consultas a su despacho, el editor senior se quejó de que yo le puenteaba; de inmediato hubo que cambiar la anterior explicación y hacer pública mi autonomía. Luego, los colaboradores externos que yo coordinaba venían a sentarse a mi mesa para pedir instrucciones o hacer sus entregas, y la jefa de redacción tomó la costumbre de hacer lo mismo para seguir la marcha general del proceso. Se produjo primero una bipolaridad en el reparto de los espacios de la sala, y más adelante, a medida que avanzaba la obra en la que yo estaba implicado y las decisiones se hacían más urgentes, lo que hubo fue una inversión completa de la jerarquía espacial. Todas las líneas de tensión de la sala convergieron hacia la mesa de al lado de la puerta.
Como mi trabajo duró algo más de un año, viví allí dentro los ecos de un convenio general. El presidente del comité de empresa entraba a informar de la marcha de la negociación, y había de recorrer dos tercios de la sala para llegar a la altura de las únicas personas afectadas: los tres redactores senior y la secretaria fija. La jefa y su vice pasaban de convenios, y el resto de los presentes estábamos situados en otro paradigma.
Cinco años después de acabado el trabajo que me llevó allí, la implosión se había consumado: la jefa se despidió, la vice y los tres editores seniors fueron jubilados (dos de ellos anticipadamente), la sala se alquiló con toda esa parte del edificio a una empresa creo que de seguros, y todo el trabajo de redacción quedó externalizado y precarizado. El paradigma fordista quedó reducido a chatarra, pero el postfordista se autodestruyó. No sólo desaparecieron puestos de trabajo, la empresa también perdió: prestigio, influencia, cuota de mercado, sin hablar de un capital humano valioso absolutamente desperdiciado. El resultado no era ni inevitable ni fatal, pero la dirección lo afrontó como una catástrofe natural, un granizo repentino que arruina la cosecha, y el comité de empresa se vio impotente para reaccionar, no por falta de voluntad, sino de instrumentos.
La moraleja de este cuentecillo es que el nuevo paradigma no destruye empleo ni arruina empresas por sí mismo, pero plantea problemas imposibles de abordar desde el paradigma anterior, aferrados todos los protagonistas a las viejas certezas. Hay una inadecuación general de las mentalidades y de los instrumentos a la nueva situación que dibuja en el modo de producir la conjunción entre los avances de las tecnologías y las dificultades crecientes de financiación. Se destruye empleo y se arruinan empresas para nada, de un modo absurdo. La solución es probablemente muy compleja, pero al menos uno de sus ingredientes está claro: abrir un nuevo diálogo, ir hacia un gran pacto social.
¿Pacto? Pour faire quoi?  Pues bien, no estoy hablando de un gran pacto por arriba entre el gobierno, los partidos y los sindicatos. Estoy convencido, igual que tú, Miquel, de que no valdría absolutamente para nada, en este momento y con estas condiciones de partida. Me refiero a un pacto por abajo, en la base, a ras de tierra. Un pacto dentro de las empresas para la innovación no sólo en tecnología, sino en el aprovechamiento del capital humano, de la inmensa riqueza en saberes  concretos, en experiencia y en imaginación, que el taylorismo ha despreciado durante muchas décadas para postular un trabajo abstracto, oscuro, unidimensional, desprovisto de cualidades. Un pacto que puede facilitar la supervivencia de muchas empresas y situar al mismo tiempo en su justo lugar, dentro de ellas, a unos trabajadores dotados de más iniciativa y capacidad de decisión, más conscientes, con más saberes y más recursos. Un diálogo así dentro de las empresas tendría además otras virtudes: abriría las puertas a la democracia en el trabajo y a la solidaridad renovada (refundada) entre trabajadores; crearía empleo; y finalmente, daría una señal fuerte y clara para abrir nuevos capítulos de negociación colectiva en ámbitos superiores a la empresa y para crear una dinámica diferente incluso en la acción política.
Hay un largo camino a recorrer en ese horizonte, pero una condición es inexcusable: empezar por el principio, mirar hacia abajo. Y otra cosa. La iniciativa y el protagonismo del diálogo en cada empresa corresponderá al conjunto de los trabajadores, sin exclusiones ni diferenciaciones, con su propia dirección; pero a partir de la puesta en marcha de cierto número de experiencias piloto, el sindicato –los sindicatos- podrá jugar un papel destacado en el proceso, informando y ayudando a extender las iniciativas. Por esta vía, con una presencia sindical pormenorizada de discusión y tutela de ese proceso capilar, se podrá avanzar hacia las precondiciones para un pacto social de características no ya puntuales sino globales. Pero antes el sindicato habrá de cambiarse a sí mismo, para ajustar su discurso, su línea de actuación, sus instrumentos de intervención y su organización interna al nuevo paradigma. Si no he agotado con esta entrega la paciencia del editor de este blog ni exasperado a los lectores, me propongo abordar el tema en un comentario posterior. No es un tema fácil, y pido ayuda –a vosotros en primer lugar, José Luis y Miquel- porque temo que mis luces no me basten.


Las reformas, para los reformistas

Soplan vientos de fronda en el mundo laboral, y hete aquí la paradoja tantas veces señalada: la bandera de las reformas la esgrimen las derechas, en tanto que las izquierdas se muestran conservadoras. Es cierto que se trata de unas reformas hostiles a los trabajadores asalariados y a sus intereses, pero también lo es que no hay demasiadas razones para conservar a todo trance lo que teníamos antes. Retados como estamos todos a un pulso decisivo con el capital, no vale demasiado la pena enrocarnos en una trinchera defensiva y librar una batalla de desgaste con el único objetivo de salvar lo que se pueda de un welfare agujereado y descosido, reducido a estas alturas a una colección de jirones y remiendos.
Lo diré con las palabras de Bruno Trentin, que suenan nuevas y flamantes en tu traducción reciente, José Luis: «… la impotencia de los movimientos reformadores y los sindicatos se expresa nítidamente en una legislación social, que podríamos definir de “desregulación asistida”. Es decir, sustancialmente, mediante la acumulación de excepciones a una regla que, en realidad, no tiene ya ninguna validez universal. Sin que transpiren las líneas de una reforma general de las relaciones de trabajo, del contrato de trabajo y de una redefinición de los derechos personales del trabajador en una empresa y en un mercado orientados al uso flexible de la fuerza de trabajo.» (pág. 280 de La ciudad del trabajo).
         Años después de la publicación del libro, la “desregulación asistida” de la que hablaba Bruno sigue ganando cada día nuevos espacios, y los movimientos reformadores y los sindicatos aún mantienen la misma estrategia defensiva. La concreción de un gran pacto por el empleo surgido de abajo podría ser el elemento catalizador de una situación nueva, en la que los partidos de progreso y los sindicatos tomen la ofensiva con la propuesta de reformas profundas. Trentin propone tres grandes objetivos para esas reformas: las relaciones de trabajo en general, el contrato de trabajo y los derechos personales del trabajador en la empresa y en el mercado. Voy a detenerme en particular en el más concreto y palpable de los tres. 

Por un nuevo contrato de trabajo

Este no es un tema fácil, porque choca con algo que he mencionado en otro momento, el imaginario de los trabajadores y de las izquierdas. La costumbre inveterada quiere que el contrato de trabajo “normal” y deseable sea el que se suscribe por tiempo indeterminado y obliga al trabajador a prestar servicios también indeterminados a una empresa a cambio de una compensación dineraria más unos incentivos. A cambio de la fijeza en el puesto de trabajo, la dirección se atribuye la facultad omnímoda de dictar las normas reglamentarias y las modalidades concretas de la prestación del trabajador, establecer los horarios y los ritmos, y cambiarlos a su conveniencia. Por su parte, el trabajador queda obligado a una obediencia estricta a las indicaciones de la dirección sobre la forma de realizar su tarea. Estamos, en resumen, en el paradigma fordista-taylorista puro y duro: en el trabajo abstracto y el trabajador-masa.
Con la quiebra del paradigma, también ha quebrado la norma contractual. Por una parte y tal como lo indica Trentin en el texto citado, se han acumulado las excepciones, los tipos distintos de contrato y de subcontrato, hasta que la “regla” ha perdido toda validez universal. Pero también en el contrato “tipo” se ha roto el equilibrio entre prestación y contraprestación. El trabajador ha perdido la seguridad de la posesión de su puesto de trabajo, amenazado hoy incluso por circunstancias meramente subjetivas (¡la previsión de pérdidas futuras!) Tampoco su salario ha quedado inmune: puede sufrir recortes, y de hecho los sufre. Por el otro lado del contrato, ninguna cortapisa al poder omnímodo del empleador sobre la organización del trabajo ha tratado de reequilibrar la balanza de derechos y obligaciones entre las partes.
La batalla por una reforma justa del contrato de trabajo debería surgir al calor del gran pacto “por abajo” para el empleo que he intentado esbozar en la primera entrega de estas reflexiones. Porque no se trata sólo de reflotar el mundo del trabajo sumergido y conseguir para los jóvenes, para los parados, para los inmigrantes, para los marginados, un empleo cualquiera, un empleo legal y punto. Se trata de ofrecer a todos los asalariados, ellos y los otros, oportunidades iguales, derechos civiles y posibilidades de autorrealización en la prestación de su trabajo legal. En ese empeño el mundo del trabajo heterodirigido podrá contar con el apoyo y la alianza de la pareja de hecho más trascendente del siglo xx (he leído con frecuencia esta feliz expresión en trabajos de José Luis López Bulla; ignoro si es frase suya o tomada a préstamo de otro autor): a saber, la formada por el sindicalismo y el iuslaboralismo. Trentin, jurista de formación además de sindicalista, lo indica así: «No sólo el mercado laboral, sino también el derecho del trabajo, tiene que basarse en nuevas reglas y en la afirmación de nuevos derechos» (La ciudad del trabajo, pág. 282).
El nuevo contrato de trabajo debería hacer emerger, según Trentin (véanse en especial las págs. 266-267 del libro citado), lapersona concreta del trabajador como sujeto que pacta una prestación concreta de trabajo y adquiere no sólo unos compromisos, sino también unos derechos frente a su empleador, y una esfera de autonomía que éste no puede transgredir ni ignorar. El contrato debe describir también de forma específica el objeto del contrato de trabajo, su duración, su cualificación, sus características; ya no vale la referencia a un trabajo abstracto, una prestación innominada de “fuerza de trabajo” utilizable por el empleador a su albedrío. De este modo la relación laboral asciende desde su anterior carácter cuasi-servil para entrar en el terreno de un pacto asumido libremente entre ciudadanos, con derechos y obligaciones recíprocos a los que deben atenerse.
No va a ser fácil sacar adelante un nuevo contrato de trabajo del tipo indicado, por lo que supone de cambio profundo, de revolución, en todo el sistema de relaciones laborales y en el reconocimiento de derechos concretos, derechos civiles, de puertas adentro de las fábricas. Trentin prevé una resistencia a ultranza del taylorismo rampante que todavía impregna todo el universo del trabajo asalariado. Será en todo caso una batalla en la que los adversarios retornarán a sus “seres naturales”. Las derechas se situarán a la defensiva, en posiciones resistencialistas; las fuerzas progresistas, a la ofensiva.
Quiero insistir en algo que ya he mencionado antes: el camino de las reformas debe transitarse en toda su longitud, desde el principio hasta el final. Subrayo ahora: no hay atajos posibles. Cabe la posibilidad, por altamente improbable que sea, de que una oportunidad propicia surgida a partir de imprevisibles cambios en las correlaciones de fuerzas permita plantear en el parlamento, y obtener el voto favorable, de una ley que imponga un contrato de trabajo del tipo que estamos proponiendo Trentin y yo. Si los trabajadores no han asumido antes esa reivindicación, no la han hecho apasionadamente suya, la ley tendrá el mismo destino que las 35 horas semanales que fueron implantadas en Francia en su día.
         La reforma del contrato de trabajo, en cualquier caso, no será un movimiento aislado, una escaramuza librada en un rincón de un campo de batalla volcado hacia objetivos más trascendentes. Se trata de un proyecto que pone el trabajo en el centro mismo de la vida y de la política, que implica una profunda movilización social y ciudadana, que contiene un embrión de proyecto de sociedad nueva. No va a ser “cosa sindical”, meramente. Para tener éxito requerirá la participación encarnizada también de las fuerzas políticas. En el caso, claro está, de que las fuerzas políticas de progreso despierten algún día del ensueño en que están sumidas y dejen de ocuparse de los juegos de palabras y los brindis al sol en que entretienen hoy sudolce farniente parlamentario.

La perspectiva de la refundación del sindicato
        
Acabo mi larga epístola con una breve referencia a las cuestiones “domésticas” del sindicato. Algo he dicho antes sobre los comités de empresa. La nueva realidad de un trabajo subordinado que se desarrolla en unidades fragmentadas, con trabajadores aislados entre sí por más que estén inmersos en un mismo proceso de producción, y con formas distintas de implicación y de participación, ha dejado obsoleto un mecanismo de representación y de defensa que partía de la idea fordista de la fábrica como un universo cerrado y autosuficiente.
         Pero el caso es que los comités siguen vigentes en la legislación. No es posible anularlos de un plumazo. Mientras llega la oportunidad forzosamente lejana de un cambio legislativo, el sindicato habrá de trabajar en las empresas desde una doble perspectiva: no perder pie en los comités, y al mismo tiempo buscar nuevas formas de contacto, de simpatía, de relación y de afiliación con el magma de trabajo precario sometido a las torturas del nuevo paradigma posfordista.
         No acaba ahí el asunto, evidentemente. Hay todo un repertorio de problemas que van acumulándose en la agenda sindical y que exigen soluciones nuevas a las urgencias de la crisis y a las sacudidas tectónicas provocadas por el forcejeo entre el viejo paradigma fordista y el nuevo posfordista, dos metafóricas ruedas de molino que al ludir una con otra trituran el empleo y arrojan a la nada a los trabajadores. Estos problemas afectan de forma colateral también a la estructura del sindicato, a su organización, a su tensión ideal, a su vida interna. Será necesario repensar, desde las formas de encuadramiento y la presencia del sindicato en el territorio, pasando por los nuevos cometidos que han de asumir las federaciones y las uniones, hasta la composición misma de los órganos de dirección, sin perder de vista la importancia creciente del contexto internacional, con la necesidad de una mayor coordinación en dicho contexto de las eventuales iniciativas.
         Pero si con lo escrito hasta ahora he hecho gala de un atrevimiento inaudito, el entrar a opinar sobre los temas internos del sindicato caería de lleno en la impertinencia. Quiero declarar antes de poner punto final mi confianza intacta en los sindicatos, y en que las personas que los dirigen sabrán encontrar las soluciones pertinentes a todo este cúmulo de problemas; además de mi esperanza consistente en que el sindicalismo, en nuestro país como en el mundo, seguirá ocupando un lugar destacado en un futuro más amable.


jueves, 2 de mayo de 2013

EL CENTAURO SINDICATO Y LAS CASTAÑUELAS

Fascinado por la metáfora del profesor Romagnoli sobre el  EL SINDICATO Y EL CENTAURO,  he pedido a José Luis López Bulla una explicación más detallada sobre su significado, y José Luis en contrapartida me invita a expresar mi propia opinión al respecto. Invitación aceptada.

        
En su origen el sindicato es una asociación de productores o de trabajadores en defensa de sus intereses comunes. A partir de esos inicios modestos y eminentemente privados, el sindicalismo empieza a plantearse históricamente metas más ambiciosas y a representar ante los poderes públicos derechos, intereses y reivindicaciones de estratos cada vez más amplios y diversificados de trabajadores asalariados: nacen las uniones, las federaciones y finalmente las confederaciones, unas apolíticas, otras plurales, y otras aun, políticamente decantadas y posicionadas. En cualquier caso, todas siguen instaladas en el ámbito de lo privado y el mandato que reciben para representar a los trabajadores depende únicamente de su relación directa e inmediata con ellos.
        
En los momentos de apogeo del Estado social, mediado el siglo xx para la mayoría de los países europeos –y con considerable retraso en España, ya que aquí bajo el franquismo existía una versión peculiar (vertical) del sindicato, único, de afiliación obligada, de carácter público y con representación en Cortes; un engendro fascista no asimilable a ningún sindicato digno de este nombre--, se produce un salto de cualidad y los sindicatos democráticos adquieren connotaciones de instituciones también públicas, puesto que trabajan junto al gobierno y los partidos políticos del arco parlamentario en asegurar la estabilidad y el progreso del sistema. Para simplificar las complejas mediaciones entre el poder estatal y la sociedad civil, se establece entonces una “representatividad” presunta de orden general que se reconoce por ley a determinados sindicatos que han acreditado un arraigo suficiente. Éstos quedan calificados para negociar y decidir determinadas cuestiones en nombre de todo el universo de los trabajadores asalariados: no sólo los convenios colectivos de eficacia general sino además, y de forma más peligrosa, otros pactos globales, con intervención del propio gobierno, referidos a cuestiones sociales.

Así queda plasmada la naturaleza centáurida del sindicato. Posee una representación “propia” derivada de su arraigo en el suelo social: de su afiliación, de las formas de encuadramiento que establece, del grado de democracia interna que practica, etc. Y sobreañadida, una “presunción” o ficción jurídica que le otorga una representación general en determinados órdenes señalados en las leyes.
        
Hoy las políticas de la derecha para el manejo de la crisis global que nos aflige han arrumbado el Estado social y amenazan cercenar todas las connotaciones “públicas” de los sindicatos y expulsarlos al limbo de lo irrelevante. La fuerza misma de las cosas empuja a una reconsideración global de la posición del sindicato en relación con la sociedad civil y ante el Estado.
         Y la solución no está en la invocación clásica del paralítico que se cayó por el barranco: “¡Virgencita, que me quede como estoy!” El peligro de una reafirmación de la condición híbrida del sindicato, supuesto que se soslayen las tormentas políticas que se avecinan, es que la inercia adquirida por la presencia continuada en ámbitos institucionales lleve al sindicato a sustituir de forma abusiva su representación propia por la ficción de una representación general y no discriminada. Que hable por los trabajadores sin consultar en concreto a los trabajadores. De esta forma su credibilidad se resiente, su representación real disminuye, y sectores crecientes del universo asalariado se apartan, e incluso se enfrentan con él, y reclaman, a través de la democracia directa de las asambleas, “más” democracia a secas.

         Tenemos al centauro enfermo. Y está por decidir si ha de ocuparse de su dolencia el médico o el veterinario. Romagnoli no aclara a quiénes corresponden en su metáfora estas dos figuras: dice sólo que encontró la pregunta plausible. Intuyo que también en este punto se refiere a la dicotomía de lo público y lo privado. De un lado la posibilidad de buscar una reafirmación en el ámbito de lo público, a través de un gran “pacto de Estado” con cambios de legislación que dibujen un sindicato funcionarial, una especie de apéndice de la administración para la gestión del empleo. O bien, en el ámbito de lo privado, a través de la búsqueda exterior de alianzas, adhesiones o correas de transmisión varias con partidos, movimientos u organizaciones diversas, sin tocar los órganos internos. Las dos vías resultan de corto recorrido; ninguna de las dos ofrece unas perspectivas medianamente viables, y de hecho así se sugiere en la respuesta de Romagnoli, que es un acto de fe en el sindicato y en sus potencialidades: en épocas de tribulación, el propio sindicato es capaz de aplicarse el remedio oportuno.

         Volvemos así al tema de la autorrefundación, del autosanamiento del sindicato. Insinúa Romagnoli, o acaso me lo figuro yo, que esa operación sólo es posible a través de una vuelta a los orígenes, es decir de la reconsideración atenta del vínculo de confianza en el que reposan la relación directa con los trabajadores concretos y el carácter de la mediación sindical para la defensa de los derechos y las aspiraciones del mundo del trabajo heterodirigido. Tema morrocotudo el de la refundación, te decía yo; un sobrero reservón y marrajo que aguarda en los toriles a punto de salir al ruedo y que habrá que lidiar “sí o sí”, como se dice ahora en la jerga de las gestas deportivas. Al respecto conviene recordar la cita que hacía Eugenio D’Ors de alguien que encabezaba su método para aprender a tocar las catañuelas con la siguiente recomendación: “Las castañuelas no hay obligación de tocarlas, pero de hacerlo, es preferible tocarlas bien que tocarlas mal.” Igual pasa con la refundación del sindicato. Sólo que estas catañuelas, sí hay obligación de tocarlas.