EL SINDICATO EN EL CAMBIO DE PARADIGMA
Dedicado a Paco Puerto, in memoriam
Cuando hablamos de “refundación” [del sindicato], querido José
Luis, no pretendemos hacer tabla rasa de la historia y volver a abordar un
proyecto de sindicato desde el inicio. Quizás una palabra más justa para
calificar eso de lo que estamos hablando sería “refundamentación”, es decir, un
reexamen atento de los fundamentos sobre los que se asienta el edificio
sindical, con atención particular al refuerzo de los pilares, los contrafuertes
y las claves de bóveda que le dan solidez y lo mantienen en pie. Porque el
problema hoy es que el suelo se ha movido: ha habido un corrimiento
generalizado de tierras, un cambio de paradigma, y es necesario consolidar
aquellas partes de la obra que han quedado en precario. En este orden de ideas,
mi intención es apuntar algunas reflexiones de orden general; aprovecharé
además la ocasión para polemizar amistosamente con un artículo reciente de mi
amigo Miquel Falguera en UN
PACTO SOCIAL … POUR QUOI FAIRE?
Ponerlo todo
patas abajo
No es que el
sindicato estuviera cabeza abajo, como decía Marx de la filosofía de Hegel;
pero la expresión “ponerlo todo patas arriba” tampoco acaba de cuadrar con la
situación actual. Ocurre que los problemas serios están en el “suelo” sindical,
en la sociedad en la que se asienta; ahí es donde se han producido fallas
peligrosas que pueden cuartear el edificio sindical y acabar a medio plazo con
su ruina completa. Por tanto, más importante que revolucionar o enmendar por
arriba es la tarea de mirar atentamente hacia abajo, afirmar bien los pies y
“pegarse al terreno” porque ese terreno, el del universo de los trabajadores
asalariados “de ahora”, el del trabajorealmente existente, es lo que sostiene y lo que
impulsa la actuación y la orientación del sindicato. De los sindicatos, si se
quiere pluralizar.
¿Ha
mirado Miquel Falguera en esa dirección, cuando apunta el “welfarismo” como la
rémora de la que debe liberarse el sindicato en las presentes circunstancias? A
mí no me convence la idea de que los indignados son “postwelfaristas” por
analogía con el “postfordismo”. Tampoco me convence, dicho sea de paso, la
visión que tiene Miquel de los Pactos de la Moncloa ;
yo entiendo que fueron unos pactos esencialmente políticos, ideados y
negociados por los partidos políticos. Los sindicatos no tuvieron en ellos iniciativa
ni peso en la negociación, sólo se les dio la oportunidad de adherirse a un
gran consenso político general; y tampoco fue el welfare “el” elemento
trascendente de los acuerdos alcanzados. Volviendo en todo caso a los
indignados postwelfaristas, yo diría que si los parados sin derecho al subsidio
de paro protestan, no lo hacen porque estén en contra del subsidio en sí mismo,
sino en contra de los reglamentos y las cortapisas que determinan su propia
exclusión.
No
concibo una estrategia sindical dirigida a “ganar tiempo” para ver si la
sociedad se conciencia de una vez de que el welfare es una trampa y el
capitalismo popular una engañifa. De hecho, me parece que no corresponde al
sindicato lanzar propuestas a la sociedad civil, sino algo mucho más humilde:
escuchar con atención, encauzar, coordinar y amplificar las iniciativas que
surgen de abajo, y por fin defenderlas ante las instancias del poder. Sean
ambiciosas o no. Casi diría: sean erróneas o no. Porque la médula espinal del
sindicato, la sustancia misma de su razón de ser ahora y siempre, es el amplio
conjunto de los trabajadores asalariados; no una, o varias, vanguardias audaces
y concienciadas de ese conjunto. El terreno de las vanguardias es otro, y
conviene recordar de cuando en cuando, ahora que hablamos de refundación, dos
hitos fundacionales inamovibles: la autonomía del sindicato y su independencia
respecto del poder político y de los partidos.
El fin del
paradigma fordista-taylorista
El fin del mundo
se viene predicando desde casi el inicio de los tiempos. Parece que eso del
“fin” despierta un morbo especial entre los aspirantes a profetas, porque hemos
oído anunciar repetidamente el fin del capitalismo, el fin de la clase obrera,
el fin de las utopías, el fin de la historia, el fin de la novela y otros
varios fines, incluidos los fines de ciclo en la disputa de los campeonatos de
fútbol. Suele ocurrir que después ninguna evidencia viene a confirmar tanta
grandilocuencia adivinatoria.
El fordismo puede ser chatarra, pero siguen vigentes en el imaginario
colectivo, y en particular en la práctica sindical, determinados valores
inherentes al viejo paradigma productivo: la fijeza del empleo como
desiderátum, la remuneración de la antigüedad, la relevancia de la categoría
profesional por encima del puesto de trabajo concreto, la pirámide jerárquica
inamovible. Sin embargo, los valores que predominan hoy en la actividad
económica son muy diferentes: movilidad, flexibilidad, polivalencia, capacidad
de reacción, anticipación, horizontalidad en la toma de decisiones.
Características todas ellas incompatibles con el “trabajo abstracto” y el
trabajador-masa predicados por el ingeniero Taylor.
El resultado del forcejeo entre los dos paradigmas es que la empresa clásica,
estructurada según el paradigma taylorista, ha acabado por hacer implosión; se
ha fragmentado hasta pulverizarse. El “centro” asume cada vez una parte menor
del proceso productivo. De un lado se “externalizan” partes de ese proceso,
puramente mecánicas, por la vía de la subcontratación; pero también tareas muy
cualificadas y que implican decisiones trascendentes dejan de estar sujetas al
control absoluto de la dirección interna. Todo el conglomerado financiero,
singularmente en lo referido a las líneas de crédito y la gestión de la deuda,
queda cada vez más pendiente de instancias ajenas a la empresa misma, y lo
mismo tiende a ocurrir en los niveles técnicos de alta cualificación. Si en
otro tiempo cada empresa tenía a orgullo contar con “su” ingeniero y “su”
abogado fijos de plantilla, ahora es seguro que recurrirá a estudios, gestorías
y bufetes externos, por el costo elevado de contar con ese tipo de servicios en
exclusiva. Añádase que ya no se planifica la producción a largo plazo, digamos
por trienios y quinquenios, sino que se suele depender de la aparición
contingente de pedidos externos que es obligatorio satisfacer con eficiencia y
rapidez. Cada mañana pueden estar cambiando los objetivos de producción dentro
de una fábrica o centro de trabajo.
De
este modo la unidad y la cohesión del proceso productivo se disgregan entre el
viejo y el nuevo paradigma, y con ellas se disgregan la unidad y la cohesión de
los trabajadores en el centro de trabajo. Me explicaré mejor con un ejemplo
mínimo, sacado de la vida misma.
El problema de
la espacialización en la coexistencia de los dos paradigmas en la empresa
Pido perdón por
el ringorrango del titulillo, y me apresuro a explicarme.
Hará unos diez años, una empresa editora importante se encontró en un apuro.
Todos sus efectivos estaban volcados en la finalización de una Gran Obra. El
proceso llevaba ya varios meses de retraso, y faltaba por lo menos un año más
para poderlo dar por concluido. En esas circunstancias, recibió de fuera un
pedido tentador para realizar una obra menor, bien pagada pero condicionada a
unos plazos incompatibles con los ritmos previstos para la Gran Obra. El equipo interno no podía asumir
aquello. ¿Qué cabía hacer, renunciar? No, externalizar.
Se recurrió como coordinador de la obra menor a un colaborador externo de
confianza, que resulté ser yo mismo. Una condición indispensable para llevar a
cabo el trabajo era mi presencia permanente en la empresa, en estrecho contacto
con la jefa de redacción.
La sala de redacción era inmensa: tendría más de treinta metros de largo por
unos diez de ancho. La luz del día entraba por unos ventanales situados en uno
de los lados estrechos; en esa área estaban, separados por mamparas
acristaladas, los despachos de la jefa, la vicejefa y su secretaria. Después,
en una doble hilera de mesas colocadas a todo lo largo de la sala hasta la otra
punta, en la que se abría la única puerta de acceso, se alineaba el resto del
personal, por orden rigurosamente jerárquico: tres editores senior, fijos; dos editores-ayudantes
contratados por obra (la Gran Obra );
dos expertos en informática, jóvenes autónomos enrolados con contrato verbal y
promesas inconcretas de continuidad en el futuro; y una secretaria de redacción
procedente de una ETT, cuyo trabajo gustaba y que tenía la ardiente esperanza
de conseguir un tipo de contrato que por lo menos le permitiera cobrar subsidio
de paro el día que dejara la empresa.
Se debatió el lugar que había de ocupar yo. La jefa defendía un despachito
aparte, pero el gerente entendió que aquello sería tanto como romper la
pirámide jerárquica: yo no podía tener un símbolo de status superior al de los
editores senior. La solución que encontró fue colocar mi mesa en el extremo de
la sala, justo al lado de la puerta y enfocada hacia los ventanales de la otra
punta. Era el rincón más oscuro; pero al romper mi mesa la alineación con las
de las demás personas, se insinuaba una condición laboral singular. También, y
con la intención de “cubrir las apariencias”, se me asignó una dependencia
formal a efectos de consultas con uno de los editores senior.
No
se sostuvo aquella ficción más allá de unos pocos días. Como la jefa de
redacción me llamaba a consultas a su despacho, el editor senior se quejó de
que yo le puenteaba; de inmediato hubo que cambiar la anterior explicación y
hacer pública mi autonomía. Luego, los colaboradores externos que yo coordinaba
venían a sentarse a mi mesa para pedir instrucciones o hacer sus entregas, y la
jefa de redacción tomó la costumbre de hacer lo mismo para seguir la marcha
general del proceso. Se produjo primero una bipolaridad en el reparto de los
espacios de la sala, y más adelante, a medida que avanzaba la obra en la que yo
estaba implicado y las decisiones se hacían más urgentes, lo que hubo fue una
inversión completa de la jerarquía espacial. Todas las líneas de tensión de la
sala convergieron hacia la mesa de al lado de la puerta.
Como
mi trabajo duró algo más de un año, viví allí dentro los ecos de un convenio
general. El presidente del comité de empresa entraba a informar de la marcha de
la negociación, y había de recorrer dos tercios de la sala para llegar a la
altura de las únicas personas afectadas: los tres redactores senior y la
secretaria fija. La jefa y su vice pasaban de convenios, y el resto de los
presentes estábamos situados en otro paradigma.
Cinco
años después de acabado el trabajo que me llevó allí, la implosión se había
consumado: la jefa se despidió, la vice y los tres editores seniors fueron
jubilados (dos de ellos anticipadamente), la sala se alquiló con toda esa parte
del edificio a una empresa creo que de seguros, y todo el trabajo de redacción
quedó externalizado y precarizado. El paradigma fordista quedó reducido a
chatarra, pero el postfordista se autodestruyó. No sólo desaparecieron puestos
de trabajo, la empresa también perdió: prestigio, influencia, cuota de mercado,
sin hablar de un capital humano valioso absolutamente desperdiciado. El
resultado no era ni inevitable ni fatal, pero la dirección lo afrontó como una
catástrofe natural, un granizo repentino que arruina la cosecha, y el comité de
empresa se vio impotente para reaccionar, no por falta de voluntad, sino de
instrumentos.
La
moraleja de este cuentecillo es que el nuevo paradigma no destruye empleo ni
arruina empresas por sí mismo, pero plantea problemas imposibles de abordar
desde el paradigma anterior, aferrados todos los protagonistas a las viejas
certezas. Hay una inadecuación general de las mentalidades y de los
instrumentos a la nueva situación que dibuja en el modo de producir la
conjunción entre los avances de las tecnologías y las dificultades crecientes
de financiación. Se destruye empleo y se arruinan empresas para nada, de un
modo absurdo. La solución es probablemente muy compleja, pero al menos uno de sus
ingredientes está claro: abrir un nuevo diálogo, ir hacia un gran pacto social.
¿Pacto? Pour faire quoi? Pues bien, no estoy hablando de un
gran pacto por arriba entre el gobierno, los partidos y los sindicatos. Estoy
convencido, igual que tú, Miquel, de que no valdría absolutamente para nada, en
este momento y con estas condiciones de partida. Me refiero a un pacto por abajo, en la base, a ras de tierra. Un
pacto dentro de las empresas para la innovación no sólo en tecnología, sino en
el aprovechamiento del capital humano, de la inmensa riqueza en saberes
concretos, en experiencia y en imaginación, que el taylorismo ha despreciado
durante muchas décadas para postular un trabajo abstracto, oscuro,
unidimensional, desprovisto de cualidades. Un pacto que puede facilitar la
supervivencia de muchas empresas y situar al mismo tiempo en su justo lugar,
dentro de ellas, a unos trabajadores dotados de más iniciativa y capacidad de
decisión, más conscientes, con más saberes y más recursos. Un diálogo así
dentro de las empresas tendría además otras virtudes: abriría las puertas a la
democracia en el trabajo y a la solidaridad renovada (refundada) entre
trabajadores; crearía empleo; y finalmente, daría una señal fuerte y clara para
abrir nuevos capítulos de negociación colectiva en ámbitos superiores a la
empresa y para crear una dinámica diferente incluso en la acción política.
Hay
un largo camino a recorrer en ese horizonte, pero una condición es inexcusable:
empezar por el principio, mirar hacia abajo. Y otra cosa. La iniciativa y el
protagonismo del diálogo en cada empresa corresponderá al conjunto de los
trabajadores, sin exclusiones ni diferenciaciones, con su propia dirección;
pero a partir de la puesta en marcha de cierto número de experiencias piloto,
el sindicato –los sindicatos- podrá jugar un papel destacado en el proceso,
informando y ayudando a extender las iniciativas. Por esta vía, con una
presencia sindical pormenorizada de discusión y tutela de ese proceso capilar,
se podrá avanzar hacia las precondiciones para un pacto social de
características no ya puntuales sino globales. Pero antes el sindicato habrá de
cambiarse a sí mismo, para ajustar su discurso, su línea de actuación, sus
instrumentos de intervención y su organización interna al nuevo paradigma. Si
no he agotado con esta entrega la paciencia del editor de este blog ni
exasperado a los lectores, me propongo abordar el tema en un comentario
posterior. No es un tema fácil, y pido ayuda –a vosotros en primer lugar, José
Luis y Miquel- porque temo que mis luces no me basten.
Las reformas,
para los reformistas
Soplan
vientos de fronda en el mundo laboral, y hete aquí la paradoja tantas veces
señalada: la bandera de las reformas la esgrimen las derechas, en tanto que las
izquierdas se muestran conservadoras. Es cierto que se trata de unas reformas
hostiles a los trabajadores asalariados y a sus intereses, pero también lo es
que no hay demasiadas razones para conservar a todo trance lo que teníamos
antes. Retados como estamos todos a un pulso decisivo con el capital, no vale
demasiado la pena enrocarnos en una trinchera defensiva y librar una batalla de
desgaste con el único objetivo de salvar lo que se pueda de un welfare
agujereado y descosido, reducido a estas alturas a una colección de jirones y
remiendos.
Lo
diré con las palabras de Bruno Trentin, que suenan nuevas y flamantes en tu
traducción reciente, José Luis: «…
la impotencia de los movimientos reformadores y los sindicatos se expresa
nítidamente en una legislación social, que podríamos definir de “desregulación
asistida”. Es decir, sustancialmente, mediante la acumulación de excepciones a
una regla que, en realidad, no tiene ya ninguna validez universal. Sin que
transpiren las líneas de una reforma general de las relaciones de trabajo, del
contrato de trabajo y de una redefinición de los derechos personales del
trabajador en una empresa y en un mercado orientados al uso flexible de la
fuerza de trabajo.» (pág. 280
de La ciudad del trabajo).
Años después de la publicación del libro, la “desregulación asistida” de la que
hablaba Bruno sigue ganando cada día nuevos espacios, y los movimientos
reformadores y los sindicatos aún mantienen la misma estrategia defensiva. La
concreción de un gran pacto por el empleo surgido de abajo podría ser el
elemento catalizador de una situación nueva, en la que los partidos de progreso
y los sindicatos tomen la ofensiva con la propuesta de reformas profundas.
Trentin propone tres grandes objetivos para esas reformas: las relaciones de
trabajo en general, el contrato de trabajo y los derechos personales del
trabajador en la empresa y en el mercado. Voy a detenerme en particular en el
más concreto y palpable de los tres.
Por un nuevo
contrato de trabajo
Este
no es un tema fácil, porque choca con algo que he mencionado en otro momento,
el imaginario de los trabajadores y de las izquierdas. La costumbre inveterada
quiere que el contrato de trabajo “normal” y deseable sea el que se suscribe
por tiempo indeterminado y obliga al trabajador a prestar servicios también
indeterminados a una empresa a cambio de una compensación dineraria más unos
incentivos. A cambio de la fijeza en el puesto de trabajo, la dirección se
atribuye la facultad omnímoda de dictar las normas reglamentarias y las
modalidades concretas de la prestación del trabajador, establecer los horarios
y los ritmos, y cambiarlos a su conveniencia. Por su parte, el trabajador queda
obligado a una obediencia estricta a las indicaciones de la dirección sobre la forma
de realizar su tarea. Estamos, en resumen, en el paradigma fordista-taylorista
puro y duro: en el trabajo abstracto y el trabajador-masa.
Con
la quiebra del paradigma, también ha quebrado la norma contractual. Por una
parte y tal como lo indica Trentin en el texto citado, se han acumulado las
excepciones, los tipos distintos de contrato y de subcontrato, hasta que la
“regla” ha perdido toda validez universal. Pero también en el contrato “tipo”
se ha roto el equilibrio entre prestación y contraprestación. El trabajador ha
perdido la seguridad de la posesión de su puesto de trabajo, amenazado hoy
incluso por circunstancias meramente subjetivas (¡la previsión de pérdidas
futuras!) Tampoco su salario ha quedado inmune: puede sufrir recortes, y de
hecho los sufre. Por el otro lado del contrato, ninguna cortapisa al poder
omnímodo del empleador sobre la organización del trabajo ha tratado de
reequilibrar la balanza de derechos y obligaciones entre las partes.
La
batalla por una reforma justa del contrato de trabajo debería surgir al calor
del gran pacto “por abajo” para el empleo que he intentado esbozar en la
primera entrega de estas reflexiones. Porque no se trata sólo de reflotar el
mundo del trabajo sumergido y conseguir para los jóvenes, para los parados,
para los inmigrantes, para los marginados, un empleo cualquiera, un empleo
legal y punto. Se trata de ofrecer a todos los asalariados, ellos y los otros,
oportunidades iguales, derechos civiles y posibilidades de autorrealización en la prestación de su trabajo legal. En
ese empeño el mundo del trabajo heterodirigido podrá contar con el apoyo y la
alianza de la pareja de hecho más trascendente del siglo xx (he leído con
frecuencia esta feliz expresión en trabajos de José Luis López Bulla; ignoro si
es frase suya o tomada a préstamo de otro autor): a saber, la formada por el
sindicalismo y el iuslaboralismo. Trentin, jurista de formación además de
sindicalista, lo indica así: «No
sólo el mercado laboral, sino también el derecho del trabajo, tiene que basarse
en nuevas reglas y en la afirmación de nuevos derechos» (La ciudad del trabajo, pág. 282).
El
nuevo contrato de trabajo debería hacer emerger, según Trentin (véanse en
especial las págs. 266-267 del libro citado), lapersona concreta del trabajador como sujeto que pacta
una prestación concreta de trabajo y adquiere no sólo unos
compromisos, sino también unos derechos frente a su empleador, y una esfera de
autonomía que éste no puede transgredir ni ignorar. El contrato debe describir
también de forma específica el objeto del contrato de trabajo, su duración,
su cualificación, sus características; ya no vale la referencia a un trabajo
abstracto, una prestación innominada de “fuerza de trabajo” utilizable por el
empleador a su albedrío. De este modo la relación laboral asciende desde su
anterior carácter cuasi-servil para entrar en el terreno de un pacto asumido
libremente entre ciudadanos, con derechos y obligaciones recíprocos a los que
deben atenerse.
No
va a ser fácil sacar adelante un nuevo contrato de trabajo del tipo indicado,
por lo que supone de cambio profundo, de revolución, en todo el sistema de
relaciones laborales y en el reconocimiento de derechos concretos, derechos
civiles, de puertas adentro de las fábricas. Trentin prevé una resistencia a
ultranza del taylorismo rampante que todavía impregna todo el universo del
trabajo asalariado. Será en todo caso una batalla en la que los adversarios
retornarán a sus “seres naturales”. Las derechas se situarán a la defensiva, en
posiciones resistencialistas; las fuerzas progresistas, a la ofensiva.
Quiero
insistir en algo que ya he mencionado antes: el camino de las reformas debe
transitarse en toda su longitud, desde el principio hasta el final. Subrayo
ahora: no hay atajos posibles. Cabe la posibilidad, por altamente improbable
que sea, de que una oportunidad propicia surgida a partir de imprevisibles
cambios en las correlaciones de fuerzas permita plantear en el parlamento, y
obtener el voto favorable, de una ley que imponga un contrato de trabajo del
tipo que estamos proponiendo Trentin y yo. Si los trabajadores no han asumido
antes esa reivindicación, no la han hecho apasionadamente suya, la ley tendrá
el mismo destino que las 35 horas semanales que fueron implantadas en Francia
en su día.
La reforma del contrato de trabajo, en cualquier caso, no será un movimiento
aislado, una escaramuza librada en un rincón de un campo de batalla volcado
hacia objetivos más trascendentes. Se trata de un proyecto que pone el trabajo
en el centro mismo de la vida y de la política, que implica una profunda
movilización social y ciudadana, que contiene un embrión de proyecto de
sociedad nueva. No va a ser “cosa sindical”, meramente. Para tener éxito
requerirá la participación encarnizada también de las fuerzas políticas. En el
caso, claro está, de que las fuerzas políticas de progreso despierten algún día
del ensueño en que están sumidas y dejen de ocuparse de los juegos de palabras
y los brindis al sol en que entretienen hoy sudolce farniente parlamentario.
La perspectiva
de la refundación del sindicato
Acabo mi larga
epístola con una breve referencia a las cuestiones “domésticas” del sindicato.
Algo he dicho antes sobre los comités de empresa. La nueva realidad de un
trabajo subordinado que se desarrolla en unidades fragmentadas, con
trabajadores aislados entre sí por más que estén inmersos en un mismo proceso
de producción, y con formas distintas de implicación y de participación, ha
dejado obsoleto un mecanismo de representación y de defensa que partía de la
idea fordista de la fábrica como un universo cerrado y autosuficiente.
Pero el caso es que los comités siguen vigentes en la legislación. No es
posible anularlos de un plumazo. Mientras llega la oportunidad forzosamente
lejana de un cambio legislativo, el sindicato habrá de trabajar en las empresas
desde una doble perspectiva: no perder pie en los comités, y al mismo tiempo
buscar nuevas formas de contacto, de simpatía, de relación y de afiliación con
el magma de trabajo precario sometido a las torturas del nuevo paradigma
posfordista.
No acaba ahí el asunto, evidentemente. Hay todo un repertorio de problemas que
van acumulándose en la agenda sindical y que exigen soluciones nuevas a las
urgencias de la crisis y a las sacudidas tectónicas provocadas por el forcejeo
entre el viejo paradigma fordista y el nuevo posfordista, dos metafóricas
ruedas de molino que al ludir una con otra trituran el empleo y arrojan a la
nada a los trabajadores. Estos problemas afectan de forma colateral también a
la estructura del sindicato, a su organización, a su tensión ideal, a su vida
interna. Será necesario repensar, desde las formas de encuadramiento y la
presencia del sindicato en el territorio, pasando por los nuevos cometidos que
han de asumir las federaciones y las uniones, hasta la composición misma de los
órganos de dirección, sin perder de vista la importancia creciente del contexto
internacional, con la necesidad de una mayor coordinación en dicho contexto de
las eventuales iniciativas.
Pero si con lo escrito hasta ahora he hecho gala de un atrevimiento inaudito,
el entrar a opinar sobre los temas internos del sindicato caería de lleno en la
impertinencia. Quiero declarar antes de poner punto final mi confianza intacta
en los sindicatos, y en que las personas que los dirigen sabrán encontrar las
soluciones pertinentes a todo este cúmulo de problemas; además de mi esperanza
consistente en que el sindicalismo, en nuestro país como en el mundo, seguirá
ocupando un lugar destacado en un futuro más amable.