Se cumplen cien
años de la Constitución de la República de Weimar, sin duda el intento más
elaborado de puesta en marcha de una democracia socialmente avanzada en el
mundo. Antonio Baylos, siempre atento a enlazar las “bellas tradiciones” jurídicas
del pasado con la brega del presente, y siempre pedagógico en sus
explicaciones, celebra la efemérides con un post lleno de sustancia para la reflexión
(1).
La República de Weimar
sucedió en el tiempo al Imperio Prusiano derrotado en los campos de batalla de
la primera Gran Guerra, y fue derribada por la ascensión resistible pero no
resistida del nazismo. No fue un mero paréntesis, sin embargo. Fue un ensayo de
utopía cotidiana para ahora mismo, la afirmación de una democracia basada en el
derecho de todos a un trabajo digno, y de una sociedad universal de
trabajadores de distintas clases estructurada a partir de ese principio.
Concebida como
superación de dos dictaduras preconizadas, la del capital y la del proletariado,
sucumbió al choque más violento que ha conocido hasta ahora la historia de la
humanidad. Tuvo la desgracia de ser adelantada de un tiempo nuevo y de una
civilización perfeccionada en un momento de cuchillos largos y de cristales
rotos, de ajuste de cuentas pendientes y de saldo y finiquito por derribo entre
los grandes imperios colonialistas. La realidad cruda del balance de las cuentas
de resultados se disfrazaba entonces con la misma retórica de las patrias que
ahora rebrota con fuerza; pero aquel nacionalismo ful era tanto más tóxico
entonces cuanto más novedoso. Sus poderosos efectos destructivos no habían sido
aún experimentados, y tanto la casta de los políticos como la de los banqueros
se vieron capaces de contener la expansión de esos efectos y mantener in vitro la barbarie en un formato
inofensivo, para su propio beneficio.
La Historia ha dado
cuenta de hasta qué punto se equivocaron.
Por eso no recordamos
la Constitución de Weimar como un fracaso sonado, a pesar de que fuera
calificada por la organización internacional radical de los trabajadores como “socialfascismo”,
sino como la vía, en buena parte aún sin explorar, para una solución que sigue
pareciéndonos posible aunque en su momento fuera abortada.
Dejó escrito
Altiero Spinelli, cuya figura he rememorado en estas páginas hace pocas fechas
(2), que el valor de una idea no se demuestra en último término por su éxito,
sino por su capacidad de resurgir después las derrotas. En ese sentido las
propuestas de democracia avanzada de la Constitución de Weimar, del mismo modo
que la idea de una Europa federal defendida con ahínco por Spinelli, son faros
que siguen alumbrando a las generaciones actuales y animándolas, con el guiño
de su luz, a volver a intentarlo, siempre y una vez más.