viernes, 30 de septiembre de 2016

COSAS QUE TAMBIÉN PASARON


Se han cumplido ochenta años del golpe militar que llevó al general Franco al poder, y a España a una conciencia colectiva marcada por un brote paranoico que tiende a confundir y a enredar los conceptos y a variar a conveniencia los puntos cardinales de la ética. La Historia, con mayúscula, escrita por los vencedores, se ha encargado de establecer una síntesis según la cual aquello fue una lucha de España contra la Antiespaña, en la cual se impusieron a fin de cuentas los valores eternos. No hubo una dictadura sino un "régimen autoritario", cuidadoso de preservar la sagrada unidad, la sagrada religión, y las normas elementales de convivencia frente a la barbarie marxista. Determinados aspectos poco ejemplares del régimen franquista se omiten en esa síntesis muy edulcorada; se silencian, por ejemplo, y se pone toda clase de obstáculos al rescate de sus huesos, las decenas de miles de fusilados enterrados en las cunetas, y los exterminios sistemáticos de varones, mujeres y niños en pueblos "rebeldes". También se empequeñece el número de las víctimas, a imitación de otros “especialistas” que niegan las cifras del Holocausto judío: «no fue para tanto…» Hubo algún exceso, se reconoce a regañadientes, pero todo era para bien, porque lo que pretendía la barbarie marxista era destruir España.
Franco fue un padrazo, Millán Astray un hombre “íntegro” con inquietudes sociales. Sí, gritó en una ocasión «Muera la inteligencia y viva la muerte», pero son cosas que no deben sacarse de su contexto. Etcétera. Para resaltar la hombría de bien de los asesinos, la historia oficial no ha dudado en embarrar la personalidad y la ética de las víctimas, que también luchaban por España, aunque por una España diferente, no anclada en unos presupuestos eternos y por consiguiente inamovibles.
En el Born se ha inaugurado una exposición sobre «torturas e impunidades», bajo el título «Això em va pasar», esto me pasó. Les encarezco calurosamente que vayan a visitarla. Comisariada por Javier Tébar, César Lorenzo y Jordi Mir, su sustancia consiste en presentar testimonios personales de “cosas” que también sucedieron pero fueron silenciadas por la historia oficial. Se adivina, a través de los relatos escuetos y en primera persona de una muestra mínima de personas afectadas, la arquitectura gigantesca de la represión, su carácter sistemático y omnipresente, su racionalidad aberrante pero tangible, su siniestra eficacia. Un régimen como el de Franco no dura cuarenta años porque sí. No hubo un poco de mano dura para señalar el camino correcto a quienes (ínfimas minorías fuera cual fuese su número) se extraviaban o se desmandaban, sino un plan completo de aplastamiento de toda disidencia, de aniquilación de toda aquella porción de la realidad del país que en la mente del dictador llevaba la etiqueta de «demonios familiares».
Le debemos un favor más al historiador Javier Tébar Hurtado, un hombre empeñado en rescatar las historias no oficiales, las de los de abajo, las que los vencidos no pudieron escribir y la epopeya de la contestación cada vez más numerosa y más firme a un estado de cosas progresivamente más insufrible para la sociedad española a medida que los años pasaban y la historia corría en otros lugares mientras seguía secuestrada, amordazada e inmovilizada en nuestro país.
Le debemos también un favor más al actual Ayuntamiento de Barcelona. Como en tantas otras iniciativas, se ha alzado un coro de voces en contra de la muestra del Born. Que había una estatua ecuestre de Franco (descabezada), que eso era hacer el juego a no sé quién. Siempre será más útil recordar lo que en efecto pasó (“lo que me pasó a mí”, un matiz importante por su mayor valor pedagógico) que no dejar en el olvido un capítulo siniestro del país que somos todos.
 

jueves, 29 de septiembre de 2016

POLÍTICA ENVASADA AL VACÍO


En la medida en que sea cierto que en democracia cada país tiene el gobierno que se merece, es posible que a nosotros lo que nos ocurre ahora mismo es que no nos merecemos ninguno.
La economía, en cambio, dicen que está prosperando sin gobierno. Me parece muy discutible la afirmación; nuestra economía sigue a flote en una situación de bonanza relativa de la coyuntura, pero sin gobierno volverá a irse a pique a la que se presente la primera marejadilla.
No ha ocurrido aún, sin embargo, en este momento en el que todo parece sujeto a la ley del día de la marmota, condenado a repetirse indefinidamente. Relumbran una vez más los aceros en las esquinas del PSOE, y aparecen diversos signos de malestar en otras formaciones de la izquierda. En la derecha, no. Se exige la dimisión de Sánchez por los malos resultados electorales en Galicia y Euskadi, pero nadie pide la cabeza de Rivera después de la obtención de un resultado inmaculado: 0,0. Eso quiere decir probablemente que los silogismos de la lógica no tienen el mismo valor según la formación que los considera. Quizás, apurando el argumento, significa que la lógica está ausente del quehacer político, con la sola excepción de una lógica ancilar, ad usum Delphini, o sea, para el uso de quien le aproveche.
Lo cual nos lleva a la cuestión casi metafísica de la posibilidad de que la política sea un motor que funciona en punto muerto, un engranaje libre que rueda en el vacío. Hay varios indicios que apuntan en esa dirección:
Uno, la política-espectáculo, en la que el ciudadano espectador da su voto a la mejor performance, sin identificarse a sí mismo ni a sus opciones vitales con ninguna de las propuestas ofrecidas en el escaparate.
Dos, la creciente e insoportable levedad del rol del estado en nuestras vidas. Roto el viejo pacto social, el estado sigue exigiéndonos la misma carga de impuestos pero ha dejado de cumplir las contrapartidas. Los impuestos ya no sirven para financiar los servicios públicos, la sanidad, la educación, la vivienda, las pensiones. Para todos esos fines el ciudadano ha de buscarse la vida (nunca mejor dicho) en el terreno resbaladizo del negocio privado, porque lo público ya no pone ningún remedio a sus necesidades. La política pasa entonces a configurarse como un quehacer sujeto a las leyes generales del mercado, a la compraventa de bienes, servicios y favores con la finalidad de obtener beneficios y cuadrar en positivo los balances. La política-negocio ocupa y da de vivir a un número considerable de personas, dentro y fuera de su propio círculo (hay puertas giratorias para circular de dentro afuera, y viceversa), y en cambio se desentiende de cualquier responsabilidad hacia la sociedad, incluso hacia la fracción directamente política de esa sociedad, que es el electorado.
Tres, se establece a partir de ahí una política-imperativo absoluto, en un sentido aproximadamente kantiano; es decir, como algo sin utilidad inmediata, una superestructura que pesa sobre la sociedad y la oprime sin que se sepa bien por qué. La política no sirve a la sociedad, antes bien es servida por ella, y la razón de ese sinsentido no es ya explicable en términos racionales sino más bien religiosos, como una especie de culto esotérico propiciatorio.
Solo hay un consuelo en este esquema desolador, y es que ahora las grandes crisis políticas afectan solo a la esfera de la política. Lo que está ocurriendo en el PSOE, por ejemplo, no repercutirá a la larga en las opciones de futuro de una izquierda sociopolítica en trance de organizarse. Tendrán consecuencias en el mapa electoral, en la composición de varios parlamentos, en los liderazgos personales de algunas baronías. La sociedad en su conjunto permanecerá inmune ante tales seísmos, porque desde el principio ha estado desconectada del baricentro profundo en el que se generaron.
 

miércoles, 28 de septiembre de 2016

¿EXISTEN LOS DERECHOS SOCIALES?


Todo empezó con una humorada de Milton Friedman, en los años iniciales de la década de los setenta del siglo anterior, el “siglo corto” por antonomasia. Friedman dijo que la única obligación social de una empresa era conseguir unos beneficios lo más elevados posible para sus accionistas. La dimensión social de la empresa, la utilidad de su producción para un colectivo amplio de consumidores, la generación de empleo en el corto, medio y largo plazo, el reparto proporcionado de la plusvalía creada, eran música de gaitas gallegas o escocesas en la visión del pensador de la escuela de Chicago.
Thatcher remachó la suerte anunciando que la sociedad no existe, solo existen individuos en competencia permanente entre ellos. Se desprendió así de golpe de valores intangibles de tanta tradición y prestigio como la fraternidad, la cooperación, la solidaridad y la puesta en común de bienes, experiencias y tradiciones. De pronto, todo un tesoro colectivo inmemorial se convirtió en mercancía, en objeto de compraventa en el mercado.
Si no existe la sociedad, no existen derechos sociales. Algunos de tales derechos sociales figuran en los bronces en los que han sido grabadas para siempre (¿para siempre?) las cartas universales de los derechos y libertades; en consecuencia, se ha producido un laborioso acarreo del concepto de “derecho social”, desde su formulación inicial a otra definición vicaria, según la cual lo que era un derecho colectivo, por ejemplo el de huelga, concebido como un instrumento para el reequilibramiento entre dos fuerzas sociales desiguales y enfrentadas, se convierte en una libertad individual, la de hacer o no huelga, similar a la de ir o no ir a misa. Es decir, anclada en las creencias y las opciones ideológicas particulares de cada alma recluida en su almario.
Desde esta interpretación, arrastrar a la huelga a quien no desea hacerla es concebido como un delito contra las libertades.
La interpretación es un disparate que asesina de raíz la naturaleza social del derecho a la huelga y su racionalidad instrumental. En la idea misma de la huelga está la necesidad de su explicación y de su extensión. Puede discutirse sobre la actuación de los piquetes, sobre sus dimensiones, sobre su carácter más o menos pacífico y sobre la necesidad de un respeto exquisito hacia el mobiliario urbano (que es también un bien común). Puede acudirse a una regulación general de tales temas, aunque lo preferible será siempre la autorregulación. Pero en todo caso los piquetes de explicación y de extensión son consustanciales al derecho de huelga; no son accesorios suprimibles ni reprimibles, salvo en la medida en que rebasen los límites impuestos a un comportamiento cívico.
De otra forma se desnaturaliza el carácter social del derecho tipificado que los trabajadores por cuenta ajena poseen, de parar la actividad laboral a fin de negociar con la contraparte para reemprenderla en mejores condiciones. La huelga no es algo que aparece de pronto ahí, convocada por marcianos, de forma que cada trabajador/ra es libre de deliberar en conciencia si se adhiere o no a ella. Es un movimiento colectivo surgido de abajo, concretado entre todos, dirigido de forma democrática por un comité electivo surgido del consenso de una asamblea, tendente a conseguir un resultado relacionado con las condiciones en las que se desarrolla el trabajo, o con su remuneración. Es un derecho reconocido por todas las grandes organizaciones internacionales, tabulado por así decirlo. Por más que gobiernos como el que padecemos prefieran pasar de puntillas sobre tales cuestiones, y simular la inexistencia de algo tan grosero, tan bárbaro, tan obsoleto en unas relaciones laborales “modernas”.
El próximo mes de noviembre tendrá lugar el juicio de Ricardo Vercher, delegado sindical del Metro de Barcelona, por su presencia activa en un piquete de extensión de la huelga, el 14 de noviembre de 2014. Será la hora de reivindicar que los derechos sociales sí existen; que sí existen las clases sociales y los conflictos entre ellas; y que es necesario habilitar cauces distintos a la represión del más débil para encarar una política tendente a corregir las desigualdades rampantes que nos afligen.
 

martes, 27 de septiembre de 2016

LA JERIGONZA


Podríamos pensar que no existe un remedio si no lo tuviéramos justo delante de las narices como quien dice, en casa del vecino, en Portugal. Allí António Costa preside con tino un gobierno “de retales” en el que participan el Partido Socialista, el Partido Comunista y el Bloco de Esquerda, que es como decir el Podemos portugués. Los medios, siempre malévolos con tales experimentos, lo llaman con ironía “a geringonça da esquerda”. Nos lo cuenta en lavanguardia el siempre agudo Enric Juliana, que da tres notas complementarias capaces entre las tres de explicar el buen funcionamiento de tal anomalía: 1) La elite política portuguesa tiene en estos momentos un nivel superior al de la española; 2) Costa es un hombre “rematadamente hábil”, y 3) Se trata de un gobierno “muy equilibrista”.
Nadie dijo que fuera a ser fácil. Se constata empíricamente que nuestra elite política tiene un nivel bastante bajo, la mayoría tienen que apuntarse las consignas en el puño de la camisa para no olvidarlas en el calor del mitin; que el trasunto español de Costa, Pedro Sánchez, no es hábil (no “rematadamente”, por lo menos), y lo ha venido demostrando desde el pasado 20 de diciembre; y finalmente, que la disposición a los equilibrios sin red es escasa en un contexto en el que las cosas tienden a caer por su propio peso. Lástima. Ya hubo otra ocasión histórica, en 1974, en que desde España mirábamos con envidia a nuestros vecinos de occidente.
La jerigonza no se enseña en los masters, por más que Quevedo se atrevió a dar una clase magistral sobre el tema en nuestro siglo llamado de oro, época en la que las navajadas traperas se estilaban sobre todo en los mentideros literarios, a falta de mentideros políticos terminantemente prohibidos por un rey absoluto y una inquisición religiosa omnipresente. Recuerden: «Quien quisiere ser culto en solo un día / la jeri aprenderá gonza siguiente…»
Hoy, privados de la tutela del poeta satírico, nos vemos reducidos a la jeri aprender gonza con nuestros solos medios, por el sistema, lento pero bien acreditado en el largo plazo, del ensayo y el error. Desde esta modesta bitácora animo a nuestros políticos de las izquierdas plurales a emprender el duro aprendizaje. Necesitamos con urgencia una jerigonza que funcione sí o sí, expresado en el lenguaje del periodismo deportivo.
 

lunes, 26 de septiembre de 2016

REFORZADOS POR DEFECTO


Pocas incógnitas llevaban aparejadas las elecciones vascas y gallegas, y se han resuelto en consonancia con los pronósticos previos. Poco terreno hay, entonces, para el análisis cuantitativo minucioso que suele establecerse en estas ocasiones. La trasposición de los datos al panorama de la política estatal da poco de sí.
Una cuestión sí parece de interés, en relación con el bipartidismo imperfecto que nos vemos obligados a soportar. A saber: el PSOE prolonga su declive, aún no irremediable, y el fenómeno plural de las Mareas más Podemos mantiene las posiciones conquistadas y queda comparativamente mejor que su aliado natural en la izquierda. En el otro lado del hemiciclo, Ciudadanos no llega a los mínimos de representación y deja todo el campo al PP, que ha sido capaz a pesar de todo de repetir la única mayoría absoluta remanente en el panorama de las autonomías.
Todo conspira en favor del partido alfa en el tablero estatal. Los populares salen reforzados del trance, siquiera sea por defecto. Con toda probabilidad les bastaría cambiar el candidato (Feijoo, incluso otro nombre cualquiera que aportara cierta novedad, en lugar de Rajoy) y arrojar a los leones a Rita Barberá para conseguir una investidura cómoda, con más apoyos directos y más abstenciones en la cámara. El país está cansado de votaciones y de especulaciones sucesivas, y se resignaría a un nuevo mandato conservador a la espera de una mayor sazón de las izquierdas, perdidas hoy una de ellas en la rememoración de fastos pretéritos, y la otra en experimentos de laboratorio mediático sobre cómo seducir a los votantes (se trata, sí, de conseguir más votos, pero sobre todo de saber qué hacer con ellos, y respecto de este peliagudo tema todavía no nos han dado pistas suficientes).
En estas circunstancias, el PP, por lo que he escuchado esta mañana a Andrea Levy, sigue en las mismas. Insiste Levy en que es Sánchez quien bloquea la investidura, quien debería ceder para facilitar un nuevo gobierno de Rajoy. «Nosotros no hemos cambiado», alega, y ese es el problema principal. Ahogados en cuitas como estamos, metidos en escaramuzas colaterales sobre sorpasos y visibilidades, el único valor que podemos defender aún desde la izquierda es el No a la resurrección de un Rajoy más putrefacto que Lázaro después de pasar tres días en la tumba; el No a la impunidad de los corruptos, de ninguno de ellos pero con mayor razón de los que utilizan el senado como trinchera; y el No a la actual política de “posverdad”, en el tenor de lo que ayer publicaba Sol Gallego Díaz, es decir, la negación desfachatada de las evidencias como elemento esencial para fabricar un consenso social que no existe en la realidad.
La política seguida por el gobierno actualmente en funciones nos está haciendo un daño terrible; pero lo peor es el estilo marianista de hacer política, el de la mentira como elemento de superación de las contradicciones. Las estadísticas manipuladas, los reiterados éxitos mediáticos en la preservación de un estado del bienestar que se deja hundir, la felicidad de unas pensiones cuyos fondos se saquean, los índices de empleo que mes tras mes son los mejores que ha habido en años y años, pero sin que el paro descienda por ello.
Con Rajoy no habrá cambio, ni retorno posible a una democracia normativa, ni propósito de enmienda. Debería ser obligatorio, en bien de la salud pública, que quienes predican la abstención en la investidura incluyan una leyenda parecida a la que consta en las cajetillas de cigarrillos: Ojo, el gobierno de Rajoy mata.
 

domingo, 25 de septiembre de 2016

LA PATA QUEBRADA NO BASTA


Una tuitera que firma “arcitecta” expone de forma concisa el programa de la España eterna y archiepiscopal para nuestras mujeres jóvenes: «Voy a vestir como tú digas y voy a andar por donde tú digas a la hora que a ti te parezca para evitar que un señor me haga lo que no debe.» Es una ampliación aggiornada de un principio de honda raigambre en un país como el nuestro, donde el machismo es una rareza inapreciable, si no inexistente: «La mujer, la pata quebrada y en casa.»
Ejemplo a sensu contrario, esa muchacha que rondaba a deshora por los sanfermines vestida a saber cómo. Cinco caballeros le preguntaron con educación si podían hacer algo por ella, y ella les contestó, o por lo menos así lo han contado al juez instructor, que podía con los cinco y más que hubiere. Luego cambió de opinión. Así no hay forma de entenderse.
Estos asuntos podrían resolverse con una pizca de inteligencia, pero la inteligencia cotiza a la baja en este país. Así se deduce de la manifestación en Madrid de un grupo de demócratas de toda la vida, que objetan el nombre de Avenida de la Inteligencia que la alcaldesa fascista Manuela Carmena ha elegido para una vía pública, porque prefieren el antiguo de Millán Astray. El cual fue un hombre honorable, encantador y cariñoso en extremo según su hija Peregrina, e impulsor según doña Esperanza Aguirre, que de eso entiende un rato largo, de importantes iniciativas sociales.
No importa tanto nada de todo ello, en comparación con la sospecha terrible de que la pata quebrada podría no ser un recurso suficiente para mantener a buen resguardo nuestro tesoro patrio de feminidad recatada. Hay ejemplos ridículos como el de las madres que dejaron a sus hijos encerrados en el coche al sol mientras entraban a pelear por unas rebajas; ejemplos escalofriantes como el de la niña que grabó los malos tratos de su padre, porque de otro modo el juez no la creía; y ejemplos inquietantes como la desaparición de Diana Quer en A Pobra do Caramiñal, no después de una noche de farra sino después de un regreso a casa que fue disimulado ante la policía por su mismísima madre, para que la desaparición pareciera una cosa distinta de como era.
Si en casa tampoco, ¿dónde van a estar seguras las vidas y las conciencias de nuestras muchachas?
 

sábado, 24 de septiembre de 2016

LA POLÍTICA MEDIÁTICA Y EL GAZPACHO


Por fin tendremos en España aquello que tanto echábamos de menos. La Universidad Complutense de Madrid ha diseñado un master de posgrado de 600 horas lectivas, que se desarrollará entre los próximos meses de octubre y junio, sobre el siguiente tema: «Política mediática.» La mayoría del equipo docente, 69 profesores en total, está relacionado con un partido político, Podemos. De este modo parece aclararse algo que ya sospechábamos muchos: la “nueva política” es política mediática; el “asalto a los cielos” preconizado por los dirigentes de la formación se refería a las aulas de posgrado; y la ocupación de la centralidad del tablero se relacionaba con las primeras planas de los medios de comunicación. Quizás en lugar de “tablero” deba leerse “tabloide”.
Mi enhorabuena a los fautores de la iniciativa. El master se desarrollará a partir de cinco módulos, que llevan los siguientes títulos o titulares: 1) Política, mercado y comunicación; 2) Relaciones internacionales y geopolítica; 3) España y nuestro lugar en el mundo; 4) Comunicación, medios e ideología; y 5) Información social y medios de comunicación. Todo, según se advierte a primera vista, adecuadamente superestructural.
Intervendrán en los cursos, por lo general con conferencias de una hora de duración, prácticamente toda la plana mayor de Podemos, compuesta como es sabido por gente muy preparada, y algunos políticos en ejercicio afines al equipo, como el coordinador de IU, Alberto Garzón. La matrícula costará 2.800 euros, precio razonable dadas las características del mercado, según aclara Lucila Finkel, integrante de la comisión de Títulos Propios de la Complutense.
Es posible que tanto esfuerzo pedagógico nos permita a los profanos comprender por qué razón no tenemos un gobierno de progreso en este país, y sí en su lugar un pantanal interminable y con mayor regusto a podredumbre cada día que pasa. De no servir los cursos al menos para eso, cabrá concluir que la política mediática viene a ser lo que el gazpacho de la guardia civil para Fransiscu, un payés de Joanetes, en la Garrotxa, que nos daba incrédulo los pormenores de los ingredientes que le habían pedido los componentes de una patrulla volante (pan mojado, tomate chafado, ajos, pimiento, aceite, sal, agua del grifo), y comentaba escéptico: «Yo no se lo daría ni a mis gallinas.»
 

viernes, 23 de septiembre de 2016

REGRESO


Estoy en casa. Tres palabras nada más, pero cuánta capacidad de sugerencia. La casa de uno puede no ser gran cosa, casi nunca es en efecto gran cosa, pero su valor sentimental, su capacidad de acogida, la comodidad implícita en la sabia disposición a mano de todos los utensilios y cachivaches que uno desearía tener a mano en cualquier momento de necesidad o de curiosidad, todos esos parámetros se disparan a valores exponenciales en el momento en el que uno entra de nuevo en contacto con ella, de vuelta de cualquier otro lugar. No importa qué otro lugar. Hay momentos en que lo otro, por más que sea infinitamente mejor, aparece como genéticamente incapacitado para suplir las bellas cualidades de lo objetivamente malo que conocemos desde siempre. El mecanismo del reconocimiento se activa con mucha mayor rapidez que el de la comparación.
Estoy en casa: fórmula mágica.
Un fulano llamado Du Bellay pasó cuatro años en Roma dedicado a menesteres diplomáticos de no mucha monta, y a su vuelta a la casa natal, el castillo de la Turmilière en la comarca del Liré, Anjou, Francia, escribió un poema en alejandrinos impecables que empieza del modo siguiente: «Heureux qui comme Ulysse a fait un beau voyage…»  El lector habrá de creerme bajo palabra si le digo que Du Bellay era un plasta; pero, en la cuestión de este corto poema, la petó. Ha quedado a través de los siglos como la expresión acabada de la añoranza del paisaje familiar evocado desde una lejanía más o menos exótica. «Más [me place] mi pequeño Liré que el monte Palatino…» Convengamos en que el château de la Turmilière no debía de ser una zahúrda, pero la fuerza del sentimiento del poeta le lleva a colocar la humilde pizarra por encima de los mármoles soberbios, como material de construcción óptimo.
El día del regreso, cuando menos. Es muy posible que el día después Du Bellay empezara a añorar de manera frenética las lujosas antecámaras de los palacios del monte Palatino y los deliciosos meandros de los conspires diplomáticos de altos vuelos, en la compañía amistosa, aunque siempre con un punto ambiguo de doble filo, de cardenales y condotieros.
 

jueves, 22 de septiembre de 2016

LOS ICONOS Y SU PODER EXAGERADO DE REPRESENTACIÓN


El título se las trae, no he encontrado uno más adecuado para lo que pretendo expresar. Es sencillo, sin embargo; me refiero al zurriburdi que ha provocado en los medios la aparición (calculadísima con toda probabilidad) de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón enfrentados sobre cuestiones de estrategia, en el curso de una charla mantenida en su universidad de verano.
Una imagen, según una formulación muy conocida, vale más que mil palabras. Eso era antes. Ahora un icono anula las mil palabras, o dos mil, o más, de modo que solo la imagen misma sobrevive retroalimentada en sí misma. No es motivo de reflexión aquello en lo que discrepan los dos líderes, sino el hecho mismo de la discrepancia. Lo demás desaparece, y en el halo resplandeciente del liderazgo se empieza a vislumbrar en el planeta Podemos una disyuntiva artificial: o se es pablista (como Monedero, que se ha apresurado a sumarse de forma espontánea a la performance), o iñiguista.
Mi hija Albertina, que ha visitado París este agosto, me cuenta cómo las multitudes de turistas, cámara o teléfono inteligente en mano, se apretujaban en el museo del Louvre alrededor de la Mona Lisa y de la Victoria de Samotracia, y desertaban en cambio de la admiración por la Virgen de las Rocas y otras obras de Leonardo de Vinci, o por otras esculturas notables del helenismo postclásico. Se daba además con profusión el engreimiento instintivo del selfie, que nos lleva a eternizar nuestra propia imagen junto al icono: Mona Lisa y yo. Mejor aún: yo y Mona Lisa.
En un mundo abarrotado de signos y de información redundante, y escaso en cambio de tiempo para la exploración de las zonas en penumbra y los terrenos menos obvios, la gente tiende a renunciar al análisis y a volcarse sin reservas en lo seguro, en lo inmediatamente identificable, en la comunión íntima con la marca patentada. No hay otra explicación; la historia del arte (que es la historia de la evolución de técnicas de representación muy complejas) acaba por resumirse en un canon de imágenes estereotipadas, que trascienden no solo su época sino, más aún, su propia capacidad icónica de representación.
Y del mismo modo, la complejidad de la aventura política se empequeñece y se banaliza como mecanismo de adhesión a un líder, elegido personalmente de persona entre unos pocos posibles, todos ellos, desde luego, provistos de reconocimiento público y marchamo de garantía. El icono definitivo de esta adhesión al líder sería, también, el envío por facebook al grupo de amigos de un selfie: yo con Pablo, yo con Íñigo.
Una discusión banal acerca de la disyuntiva entre “asustar” y “seducir” a porciones de electorado queda, por ese camino, tipificada como un terremoto interno que amenaza el equilibrio de poderes en el seno de una opción política: un vuelco eventual susceptible de priorizar al iñiguismo frente al pablismo como forma preferencial de liderazgo.
O así me ha parecido entenderlo a partir de lo leído, desde las lejanías griegas, en nuestra siempre objetiva, sagaz y mirífica prensa digital.
 

miércoles, 21 de septiembre de 2016

DESPIDOS CON CAUSA


El gobierno de un lado, y la oposición más los sindicatos por otro, discrepan sobre el sentido y el alcance de una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) sobre una cuestión prejudicial que fue sometida a su dictamen por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Se preguntaba por la diferencia de trato indemnizatorio en el despido de un trabajador interino, cuando cesa la situación que dio origen a su contratación, y en el de un trabajador temporal en las mismas circunstancias. Pero la sentencia europea ha ido mucho más allá, al sentar el principio de la igualdad de las condiciones de trabajo entre indefinidos y temporales siempre que se dé el requisito de realizar un trabajo “idéntico o similar”.
Los recovecos jurídicos a los que conduce la plasmación de tal igualdad de principios en un ordenamiento como el español, lacerado por distintas reformas laborales tendentes a devaluar la mercancía “trabajo” en un mercado cada vez más asimétrico, han sido magistralmente desmenuzados por el magistrado Miquel Falguera en un artículo cuya única pega es la dificultad que las personas que cojeamos en el recorrido por un terreno jurídico tan especializado podemos tener para seguir el hilo de su razonamiento (1). Lo que parece evidente, en todo caso, es que, descontado el primer aluvión de reclamaciones y recursos que va a producirse por parte de los perjudicados cuyas causas aún no han prescrito, va a ser precisa a medio plazo una armonización entre la ley española y los principios generales de la normativa europea. Esa armonización pendiente podrá tener muy diversos formatos y contenidos, y ser beneficiosa para los asalariados, o más bien lo contrario. El gobierno en funciones lo ve de una manera; la oposición, o una parte cuando menos de la oposición, lo ve de otra diferente.
«Hablar de despido es, sustancialmente, hablar de poder en la empresa», señala Falguera. En el ordenamiento jurídico laboral español se ha exigido siempre una causalidad concreta como justificación del despido: bien motivos disciplinarios, o bien “causas objetivas” en cuyo pormenor no entro porque no siempre se encuentra en ellas rigor ni coherencia. El principio es claro, sin embargo: para rescindir un contrato, el dador de empleo debe alegar una causa concreta de rescisión ante el tribunal laboral. No puede acogerse a un desistimiento unilateral, por más que las “reformas” han establecido algunos baipases en este terreno, y propiciado de los estamentos más elevados, y en consecuencia más controlables políticamente, de la judicatura, algunos pronunciamientos acomodaticios basados en el desiderátum del “fomento del empleo”, signifique dicha muletilla lo que signifique.
Entiendo, en coincidencia con lo que apunta Falguera en el artículo citado, que existe aquí un campo de batalla político importante; porque la armonización con la ley europea va a tener que hacerse; no podrá dejarse de lado, como tantas otras cosas, para que pase el tiempo sobre ellas, porque en este caso el tiempo que pasa lleva incorporado taxímetro, y cuanto más se tarde en reaccionar, la factura a abonar será más voluminosa.
La querencia de PP + C’s va a ser, ya ha sido sobradamente anunciado, la promoción del “contrato único”. El contrato único supone la equiparación administrativa de asalariados fijos, fijos discontinuos, temporales, tempoparciales, eventuales, en formación, en prácticas, interinos y lo que se tercie: todos en el mismo saco, todos con derechos (muy pocos) equivalentes. Sería una forma plausible de ajustarse a la normativa europea; para tener todos los mismos derechos se puede pasar el rasero por encima o por debajo.
El contrato único viene a consagrar el poder omnímodo del empresario sobre sus asalariados, reducidos estos a un pelotón anónimo que se mueve al compás de una orden de mando. El recambio de una u otra pieza del engranaje (o de todo el engranaje en su conjunto) por razones que el dador de empleo aprecia subjetivamente, se produce con agilidad y sin interferencias inoportunas. Puede objetarse que no ocurriría así porque hay empresas, grandes empresas sobre todo, modélicas en el trato a los asalariados y en el ejercicio de la responsabilidad social a todos los niveles; pero eso es desconocer que no existe un solo capitalismo, un gran sistema coordinado e isócrono, sino varios capitalismos jerarquizados e imbricados en parte entre ellos, en los diversos eslabones de una cadena de valor. Hay un capitalismo ilustrado y casi casi benefactor que se proyecta en los sectores punta de la economía, y hay simultáneamente un capitalismo extractivo sacamantecas, que arranca su libra de carne fresca a partir de la sobreexplotación de una masa humana convertida en ejército de reserva y mantenida indefinidamente en condiciones de infravida.
La publicitada lucha de los de abajo contra los de arriba tiene que tener en cuenta estos matices esenciales. Lo mismo ocurre con la necesidad de empoderamiento de los que nada pueden (¿por qué, me pregunto como eco a una reflexión reciente de José Luis López Bulla, una palabra como “empoderamiento”, de moda hace pocos meses, ha desaparecido sin dejar rastro en los discursos de la nueva política?)
La cuestión jurídica de las indemnizaciones por despido implica toda una serie de problemas que abarcan todos los aspectos de la prestación del trabajo por cuenta ajena. La causalidad, y no el arbitrio, debe estar en la base de dicha prestación, y no solo en el momento de su extinción sino también en el de la creación o conformación. No puede haber contrato único donde hay pluralidad de necesidades; a cada necesidad específica de trabajo debe corresponderle el contrato adecuado, con las condiciones establecidas para el caso. No vale aquí tampoco mezclar las churras con las merinas. Considerar la fuerza de trabajo como un gran contenedor del que el dador de empleo saca a puñados lo que necesita en cada momento, y vuelve a arrojar a puñados lo que tomó cuando deja de necesitarlo, es del todo inaceptable. No puede ser esa la filosofía que presida las relaciones laborales. La oposición a los modos neoliberales del PP puede encontrar, en este asunto, algunos de los mimbres que las diferentes opciones opositoras están echando de menos para componer el cesto de un gobierno de progreso.  
Todo porque la enésima reforma laboral no sea de nuevo la enésima derrota de los trabajadores, de los “de abajo”, de las izquierdas.
 


 

lunes, 19 de septiembre de 2016

CHALECOS SALVAVIDAS JUNTO AL PUENTE DE BROOKLYN


Las campanas doblan hoy por los refugiados, y nosotros no somos refugiados. Da lo mismo. Las campanas son perseverantes. En un mundo marcado por el egoísmo, la avaricia y la desigualdad, llegará el día en el que doblarán precisamente por nosotros.
La manifestación de chalecos salvavidas junto al puente de Brooklyn compone una imagen impresionante. Muchos de ellos venían de Grecia y habían atravesado los estrechos, procedentes de Siria vía Turquía. Son el icono visual de un drama que se agrava de día en día, entre otras razones porque una ola de insolidaridad de características globales está rompiendo los diques que algunos se esfuerzan en construir para atajarlo.
Existen en el mundo 65,3 millones de personas desplazadas. Serían muchas más, de no desaparecer tantas por ahogamiento, enfermedades, agotamiento, asesinato, etc., en el proceso de desplazamiento.
De las definitivamente censadas como desplazadas, 40,8 millones son consideradas migrantes, y 21,3, refugiadas estrictas. Ignoro las categorías utilizadas para ubicar el resto, pero sé que las diferencias en muchos casos son meramente administrativas y funcionariales; el hambre y la falta de expectativas de subsistencia pueden llegar a presionar tanto como la persecución política, religiosa o sexual.
Dejemos las particularidades clasificatorias, y vayamos a los números. Un 86% de ese gran colectivo de personas desheredadas de la tierra se asienta hoy, en condiciones deleznables, en países en vías de desarrollo o de niveles bajos de renta; el mundo próspero y desarrollado recibe, mediante un proceso de selección meticuloso y prolijo, tan solo a un 1% de esa marea humana al año. Es una gota de agua en un océano que sigue creciendo de día en día de forma imparable.
La llamada Declaración de Nueva York, adoptada en el inicio de una cumbre de la ONU, apuntaba a soluciones viables y escalonadas para el problema. Quería aportar «un progreso en nuestro esfuerzo colectivo para afrontar el reto de la movilidad humana», en palabras del secretario general Ban Ki Moon. (No se puede dejar pasar por alto el conmovedor eufemismo “movilidad humana” utilizado para describir la realidad concreta de lo que sucede.) Ban propuso elevar el porcentaje de acogida a un 10% anual. Un número considerable de naciones firmantes se negaron a concretar una cifra; ni el 10, ni otra más modesta. La Declaración de Nueva York será, en consecuencia, poco más que papel mojado. Los chalecos manifestantes junto al puente de Brooklyn serán más el año que viene. Donald Trump y sus compinches seguirán proponiendo para preservar su mundo nuevos telones separadores, de acero, de cemento armado o de concertinas.
En el campo de refugiados de Moria, en Lesbos, Grecia, miles de concentrados han huido de unas condiciones de hacinamiento y de carencia de los mínimos vitales dignos de ese nombre, después de producirse un incendio en un grupo de tiendas de campaña, provocado seguramente por los mismos residentes. Es otra llamada de alerta, una más, a los riesgos globales de una situación insostenible.
Riesgos globales, para todos; situación insostenible para todos, también. No solo son los refugiados y los migrantes quienes padecen unas carencias terribles, porque el peso concreto que ellos tienen desestabiliza sin remedio a todo el resto. Si aceptamos un mundo sin derechos humanos para un colectivo determinado de personas, los derechos humanos pierden su carácter normativo y se convierten en una concesión aleatoria distribuida a partir de no se sabe qué poderes en la sombra. Es algo tan grave que nos concierne a todos. Nadie puede mirar a otra parte. Las campanas doblan hoy por los refugiados sirios; mañana doblarán por nosotros, por toda la humanidad.
 

VOLVER DE RODAS


Volver a Rodas para cumplir allí los 72 años ha sido una modesta proeza. Carmen y yo queríamos enseñar la isla a dos amigos, y lo auténticamente portentoso ha sido que casi todo estaba igual a como lo recordábamos. Los cruceros que atracan en el muelle de los molinos son más grandes, las multitudes que invaden las calles, los caminos y las playas, son más numerosas, a pesar de que estamos en las postrimerías de la saison (con el cielo azul impecable y el termómetro rondando los cuarenta grados, hábleme usted de postrimerías). Tan igual nos parecía todo a como lo habíamos conocido, que no me pareció exagerado trepar a la acrópolis de Lindos haciendo uso exclusivo de mis piernas, a pesar de que hay burros a 5 euros a la disposición de las personas como yo. Emulando al Tenorio, a la acrópolis subí y hasta la playa bajé, pero en mis huesos dejé memoria amarga de mí. A mi edad no es conveniente extremar los alardes.
El problema más espinoso con el que me encuentro ahora es el de volver de Rodas. Decía García Márquez que los actuales reactores son tan rápidos que nuestro cuerpo viaja de un lado a otro a velocidades casi supersónicas, pero el alma se nos queda atrás. ¿Y si el alma se me queda en Rodas? Leo en la prensa digital la parálisis política cada vez más acusada que atenaza a España; los sondeos reiterados, los plazos para la investidura recalculados una y otra vez, los procesos judiciales que transitan con parsimonia, las dimisiones obligadas que no llegan «porque no me da la gana», la prepotencia jacarandosa de la señá Rita y otros especímenes de la misma zoología, que esgrimen derechos inalienables que nadie les ha concedido para no apearse jamás, ni por lo civil ni por lo criminal, de la rama del guindo en donde les colocó un aluvión de voto efímero. Mi propuesta de solución sería la taxidermia. Igual que los leones de bronce flanquean la puerta de la cámara de la soberanía, podríamos momificar a estos otros ejemplares del bronce, los marianos y las ritas, y colocarlos en el pináculo del foro que tanto aman, para instrucción y regocijo de los paseantes en corte.
Hubo un tiempo en el que se exponía a ejemplares así a la curiosidad de los forasteros, en las puertas de las grandes ciudades por las que circulaban las caravanas de las rutas de la seda y de las especias. Previamente, sin embargo, las personalidades expuestas a la curiosidad del público menudo habían sido decapitadas. No me parece razonable adoptar una solución tan expeditiva y literalmente tajante en el caso de los marianos y las ritas. Me gustaría verlos allá arriba, en la picota que es como decir el candelero de la fama, con la cabeza bien alta; no descabezados. Aforados para toda la eternidad si lo desean, con bula santificada que les exima de las vicisitudes tormentosas del juicio final y les adjudique un lugar de privilegio en el limbo. No les quiero mal. Son unos hijos de sus madres, pero, como ya dijo un presidente yanqui, son “nuestros” hijos de sus madres.
 

jueves, 15 de septiembre de 2016

REBUS EL OBLICUO


Ian Rankin ha ganado el premio RBA de novela negra de este año. El premio es lo de menos, sabemos bien la carga publicitaria de dudosa ley que acarrean los premios literarios muchas veces; la buena noticia es que John Rebus, el policía jubilado oficialmente por su autor en 2007, cabalga de nuevo en una aventura titulada “Perros salvajes”. Es la vigésima aparición de Rebus en las librerías. Yo habré leído seis o siete de sus historias, y correré a comprar la nueva, cuando aparezca. También he leído dos novelas de Rankin sin Rebus: buenas historias, bien construidas, bien contadas. Solo un defecto: Rebus no está en ellas.
Les pasó a Doyle con Holmes y a Simenon con Maigret; los personajes podían más que sus creadores. Agatha Christie decidió publicar la última aventura de Poirot después de su propia muerte, para no tener que arrepentirse luego de haberlo matado. Sucede con estos autores que, cuando no está el personaje para sostener la historia, la historia deja de tener la misma autenticidad. No es que no nos guste la trama, pero…
Rebus tiene una leyenda detrás: la de un policía oscuro, violento en sus métodos, poco escrupuloso en la diferenciación de los campos de la ley y el orden de un lado, y del otro en la utilización de métodos extralegales para combatir el crimen o bien en ocasiones extraordinarias, ¿por qué no?, llegar a soluciones pactadas con los criminales. El ciudadano honrado sale ganando de todos modos, ¿no es así?
En una institución policial, la de Edimburgo y alrededores, acomplejada por la urgencia de depurar sus métodos y someter a un control riguroso a unos efectivos propios muy maleados, Rebus es un incordio, un elemento cuya actividad en un caso criminal es necesario supervisar con todo cuidado. Pero también es una mina de información, un veterano con contactos preciosos en el mundo del hampa debidos al roce prolongado con algunos de los principales capos de bandas criminales que mantienen sus propias guerras intestinas. Y en último lugar, pero no el menor, es un hombre que conoce los secretos de la “casa”, las historias que solo se airean en voz baja en los pasillos; en consecuencia, potencialmente peligroso. Si se añade a ello su condición de gran bebedor y su fama de bronquista irredento, resulta que cada nuevo caso obliga a Rebus a moverse con diligencia en dos frentes: el principal, que es el caso a resolver, y el colateral debido a los palos en las ruedas puestos por sus propios superiores. Para moverse con cierta soltura en ese terreno incierto, Rebus utiliza procedimientos oblicuos, tendentes a evitar los choques directos y las trayectorias de colisión con las dos partes enfrentadas implicadas en la trama.
Siobhan Clarke, una bella agente que empieza por ser subordinada suya, y de ahí pasa a compañera y luego a jefa directa o indirecta, le ayuda a soslayar las minas ocultas en campo propio. Es inteligente, irónica, cómplice angelical de sus inspiraciones más diabólicas, protectora eficaz en las numerosas ocasiones en las que Rebus necesita protección. Entre los dos, resuelven casos notablemente complejos. La hoja de servicios de Clarke suele salir beneficiada de ellos, mientras que la de Rebus, no. El resultado a efectos de escalafón no les importa gran cosa a ninguno de los dos, de todos modos.
Rankin quiso en cierto momento de su carrera literaria dar el papel protagonista de sus historias a un tercer personaje, Malcolm Fox, el controlador, el espía de las altas esferas, el profesional intachable que sin embargo tiene también su lado oscuro. Pero el experimento no salió bien, y Rebus, jubilado oficialmente por su autor en 2007, ha vuelto a lidiar con nuevos casos imposibles, a través de diversos pretextos y con funciones nunca especificadas con una claridad cristalina. Su carácter de investigador oblicuo se ha reforzado por esa vía. Bienvenido sea su nuevo caso, y bienvenido, aunque el asunto sea accesorio, el premio concedido a esta última novela.
 

martes, 13 de septiembre de 2016

EL TIOVIVO DE LA MEMORIA


Mi avión aterrizó en el aeródromo de Rodas, apropiadamente situado junto a un pueblo de nombre Paradisi, de buena mañana, casi sin duda antes, dada la diferencia horaria, de que mi primo Ignasi emprendiera una excursión por las montañas de Montserrat en la que de forma súbita se derrumbó, víctima de un infarto o de un accidente cerebral.
Años atrás, Ignasi ejercía de “capellán de crucero” en una ocasión en que, estando yo también en la isla de Rodas, tuve ocasión de llevarle al lugar que él me indicó: el monasterio de Filérimos (porque sentía curiosidad por la vida conventual ortodoxa) y el vía crucis que discurre por la arista del monte, entre pinos y ruinas de la antigua acrópolis de Yalisos, con estaciones provistas de artísticas lápidas en relieve firmadas por un escultor italiano de época mussoliniana. La vía dolorosa concluye en una gran cruz alzada frente a la llanura central de la isla. Ignasi comió ese día en la casa de mi familia rodia, en el pueblo de Soroní, y luego lo reintegramos en coche a su crucero, en el muelle de los molinos.
Rodas capital se mantiene sensiblemente igual a como estaba aquel día; dos grandes naves de crucero – una de ellas enorme – ancladas en el puerto, cruceristas abarrotando el cogollito comercial de la calle Sokratous, un sol implacable que abre todos los poros de la piel y empapa las ropas de sudor, y visitantes culturales derretidos de calor delante de las piedras centenarias o milenarias de muros micénicos, romanos, bizantinos o medievales que trazan  perfiles exactos de una memoria de siglos ofrecida sin alarde y casi con indiferencia: la tomas o la dejas. De noche, bajo la luna llena que Ignasi ya no verá, las luces de los barcos reflejadas en el agua del puerto, las murallas iluminadas por baterías de focos, el olor a carne asada y especias que sale de las tabernas, el bullicio interminable.
Rodas y el tiovivo de la memoria. Me viene a la mente una canción de Edith Piaf que yo dedicaría a la isla mágica: «Tu me fais tourner la tête, / Mon manège à moi c'est toi / Je suis toujours à la fête / Quand tu me tiens dans tes bras» (“Haces que la cabeza me dé vueltas, eres mi tiovivo, siempre estoy de fiesta cuando me tienes en tus brazos”).
Ignasi ocupa un lugar preciso en el carrusel en continuo movimiento de mi memoria personal: Ignasi en Rodas, en Barcelona, en otros lugares. Vivir es una fiesta, y las fiestas son motivo de alegría por más que sepamos que siempre tienen un final. El final está implícito en el mecanismo de la vida; el tiovivo se detiene después de un número indeterminado de vueltas.
No encuentro más que decir. Habría querido que las cosas fueran de otra manera, claro está. Como en tantas cosas. Que estas líneas no demasiado tristes y nada resignadas sirvan como despedida de un hombre combativo, depresivo a veces, siempre de buena fe, algo de lo que le gustaba presumir. Una persona entrañable para mí.
 

domingo, 11 de septiembre de 2016

WALKING DEAD RAJOY


Hace algunos días titulé un post en estas páginas de la siguiente manera: «Rajoy tiene los días contados». Ayer llegaba desde Metiendo Bulla un “eco discordante” de mi afirmación: «¿Rajoy tiene los siglos contados?» (1)
Pongo entre comillas lo del eco discordante, aclaro, porque se trata de un término musical. Vivaldi compuso conciertos para violín con eco, y su genio musical condujo las discordancias sabiamente enlazadas a una concordancia de orden superior. Bulla no objeta mi predicción “científica” de la extinción inminente del Marianosaurius praesidens por falta de adaptación a los cambios climáticos ocurridos en el paisaje de la política, sino que critica los tabúes y las cautelas de quienes se postulan como sus herederos, pero hasta el momento prefieren reducirse a la navegación de bajura alrededor del escollo bien identificado en todas las cartas marinas, en lugar de navegar sin complejos por aguas abiertas.
Fue ese “miedo a volar” el que abocó al país a unas segundas elecciones, y el que podría llevarnos en derechura a las terceras. Según la biblia de Arriola, los comicios navideños darán al PP unos 150 diputados, por el cansancio, la abstención y el desengaño de parcelas del electorado respecto de las capacidades de la “nueva política” para tirar del carro. No serían entonces los méritos del candidato sino el cansancio, la abstención y el desengaño los fautores de un nuevo/viejo gobierno.
Dicho con claridad, los distintos segmentos de la oposición prefieren seguir siendo oposición. En las palabras de José Luis: «Nos falta memoria para recordar cuándo la oposición desperdició tantas ocasiones como desde hace un año.»
Hay distintas razones para ello: el soberanismo catalán prefiere sin la menor duda la hostilidad paralítica de Mariano a cualquier otra actitud de un gobierno central, sea o no razonable, sea o no amigable. La proposición se demuestra por activa y por pasiva: por activa, el nuevo PDC ha llevado a cabo repetidos intentos de llegar a algún pacto de mínimos con el PP, que le asegure, no la vía del procès, sino tan solo una situación un poco más confortable en el entorno parlamentario y en el manejo de las cosas catalanas ahora que las cañas de los votos empiezan a tornarse lanzas. Mientras, ERC sigue voceando que la “oferta” actual   ajo y agua – es la mejor que los catalanes pueden esperar de “España”, así en montón, sin distinguir; y no está en absoluto por la labor de tejer un acuerdo de varios partidos en varios niveles de la acción de gobierno.
Si se suma a ese dato la actitud prudente del PNV, que de revalidar su posición en Euskadi estaría interesado en la “estabilidad” (Carlos Arenas le ha sacado punta a esta palabra en un agudo artículo En Campo Abierto [2]) de las instituciones centrales, en el sentido del “hacer y dejar hacer”; el hecho de que Núñez Feijoo podría estar en condiciones de renovar su mayoría en Galicia; la pesada cadena de condicionantes “familiares” que atenaza las propuestas de Pedro Sánchez, y la certeza de que Podemos prefiere asentarse en terrenos de la oposición más propicios a la propaganda que a la acción política, la alerta de Bulla está plenamente justificada. La especie de los marianosaurios estará en extinción, pero un ejemplar cuando menos puede tener por delante una larga existencia. Será una existencia vicaria se se quiere, tolerada y amparada por el resto de los agentes del ecosistema. El marianosaurio en cuestión será un zombi, un muerto viviente, pero por las películas sabemos todo lo que puede incordiar un muerto viviente. Un walking dead Rajoy.
 



 

sábado, 10 de septiembre de 2016

ECOS DE LA DIADA


La última salida de Carmen y mía en Barcelona antes de tomar el avión para venirnos a Grecia, a una de tantas citas con nuestros nietos, fue la asistencia en el Saló de Cent a una conferencia de la doctora Carme Molinero sobre el doble sentimiento de clase y nacional que impregnó las grandes luchas obreras en los años de agonía de la dictadura franquista.
No he encontrado en la prensa digital informaciones sobre la conferencia; a pesar de que se situaba como un acto oficial en la celebración del 11 de Septiembre, y de que el Saló de Cent no es cualquier cosa; su rastro histórico abarca varios siglos, sus piedras centenarias y sus ornamentos imponen un respeto profundo; más aún, es una institución catalana que fue cercenada, como otras, en el marco de supresión generalizada de libertades que supuso la victoria borbónica.
Nada de ello importa a efectos de marketing. Hoy se recuerdan a todo trapo las palabras del recientemente fallecido Jordi Carbonell en Sant Boi 1976 (adonde no acudió solo), «que la prudencia no nos convierta en traidores», y tiende a olvidarse la combatividad, la imprudencia y el arrojo con los que una masa numerosa y consistente de trabajadores de la industria y los servicios conquistó la calle en aquel mismo año, en un momento crítico para una Cataluña inmersa en una España que forcejeaba para liberarse de los lazos de una dictadura que había querido dejarla atada y bien atada.
Los datos demográficos son elocuentes, y la doctora Molinero los recordó. Desde los años cincuenta la población catalana había crecido en más de un 70% (cito la cifra de memoria, pido excusas si el dato no es preciso) y la mayor parte del incremento respondía a población nueva inmigrada. La cifra de huelguistas en Cataluña aquel año superó la de toda España en los años anteriores. Hubo una lucha machacona en las fábricas que no se limitó a las reivindicaciones salariales sino que insistió en los tres principios assambleistes de la “llibertat, amnistía i estatut d’autonomia”, a los que se añadía un cuarto, lleno de sentido: la solidaridad activa con las luchas de todos los pueblos de España.
En aquella Assemblea de Catalunya estuvieron presentes de pleno derecho, con voz y voto por así decirlo, los sindicatos; yo mismo puedo dar fe, si faltaran tantos otros testimonios, porque asistí a alguna de sus sesiones, mandatado por la coordinadora local de Barcelona de CCOO.
La trascendencia ciudadana de las luchas obreras de aquellos años era inmensa. Carles Navales nos dejó páginas reveladoras sobre cómo la lucha obrera en la fábrica Elsa de Cornellà creó redes sociales “predigitales” muy espesas en las parroquias, en las asociaciones de vecinos, en los medios de comunicación locales, en el pequeño comercio de las barriadas obreras y en general en todo el tejido urbano. No fue la lucha aislada de una plantilla asalariada, sino la lucha común de toda una ciudad; la de un entorno de ciudadanía.
Quiero detenerme en esta cuestión. Algunos años después, Jordi Pujol – que debió en buena parte su libertad después de los actos del Palau, y la posición emblemática que tuvo siempre en la lucha antifranquista, a la actitud poco prudente y en nada traidora de personas inmigradas y de una clase social diferente a la suya, por ejemplo Cipriano García, según recordó con un gran sentido de la oportunidad la doctora Molinero – definiría como catalanes a todas las personas «que viven y trabajan en Cataluña». El doble ticket de inclusión no es baladí: no ya la vida, sino además el trabajo (el trabajo subordinado y heterodirigido, incluso; el trabajo no remunerado de las tareas del hogar y la atención a los familiares y las personas discapacitadas, también) fue considerado entonces timbre de pertenencia a una sociedad abierta y progresista.
Hoy ya no ocurre así. El trabajo ha perdido en el trasiego de las identidades y los maximalismos su vínculo íntimo con la ciudadanía y con los derechos que apareja.
Y sin embargo, fue ese mecanismo inclusivo el que fortaleció el catalanismo popular, el que lo arrebató a los cenáculos de puristas y lo plantó en la calle. Quienes veníamos de fuera en aquellos años lo hacíamos con el deseo de “pertenecer”, de formar parte de un país, de una tradición, de una sociedad; y con la intención de llevarlos adelante, tan adelante como fuera posible, sin prudencias desfasadas y sin traicionarnos tampoco a nosotros mismos, incluidos en ese “nosotros” los sentimientos y las tradiciones que habíamos incorporado en nuestros lugares de origen. El secreto de aquella intensa explosión de ciudadanía fue su novedad (se podía ser diferente en una España que había dejado de ser monótona y previsible) y su radical compatibilidad con las lenguas, las creencias, las culturas y los modos de vida de cada cual. Ciudadanía como crisol. Ciudadanía enmarcada en un concepto más elevado y solemne: la libertad.
 

jueves, 8 de septiembre de 2016

HAN VUELTO A ABUSAR DE LA CONFIANZA DE MARIANO


Ha vuelto a suceder. Los hechos se repiten con la reiteración y la regularidad de un metrónomo; con las agravantes de nocturnidad, alevosía y ensañamiento, o con las atenuantes de diurnidad, estancia en Babia y trámite de urgencia. Mariano creyó de buena fe que Soria López era el único candidato viable para esa plaza “administrativa” en la dirección del Banco Mundial y resulta que no, por ahí andaba un Jiménez Latorre también idóneo, y en el que nadie había reparado antes. La culpa ha sido de Guindos. Mariano no puede tener en la cabeza todos los detalles.
Cristina Cifuentes ha adjudicado en agosto a la empresa alemana Siemens un contrato de 41 millones de euros para la señalización de la Línea 5 del Metro de Madrid. Lo ha hecho sin publicidad ni concurrencia, y con quebrantamiento flagrante del punto 109 (sobre transparencia) del acuerdo alcanzado por la lideresa con Ciudadanos para el gobierno de la Comunidad.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que existía un acuerdo informal con la empresa ya desde antes del pacto con Ciudadanos. Siemens ha recibido entre julio y agosto un total de 120 millones por obras de señalización no publicitadas ni concursadas. O sea, habrá que esperar para la transparencia en los contratos de la Comunidad a la previa conclusión feliz de todos los chanchullos pendientes; de ninguna manera va a entrar antes en vigor el punto 109.
Uno de estos días Mariano se enterará de lo ocurrido, por los periódicos, naturalmente. Si hemos interpretado con justeza los protocolos evenemenciales vigentes en Moncloa, lo primero que hará entonces será ratificar su plena confianza en Cristina: “si ella lo ha hecho así, estará bien hecho, faltaría más”. Lo siguiente, a la pregunta “¿a usted le parece bien?”, será un “mire usted, yo de esto no entiendo, doctores tiene la iglesia”. Si el runrún crece, vendrá lo de “esos que nos acusan pretenden echar por la borda todo el ingente sacrificio realizado por los españoles en los últimos años”. Es posible que finalmente alguna fuente desvele ante los tribunales una práctica corrupta, un tres por ciento o similar (tal como se ha planteado la adjudicación, el asunto atufa a chamusquina), y entonces Mariano se rasgará sin complejos y con rostro afligido las vestiduras. Habrán abusado de su confianza, una vez más. La culpa será de Cristina, quién podía suponer una cosa así.
 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

AJEDREZ Y PENSAMIENTO COMPLEJO


Dana Reizniece-Ozola, una especie de superwoman, ha asaltado las portadas de los medios debido a la siguiente performance: letona, de 34 años, casada con cuatro hijos, ministra de Finanzas, defiende el primer tablero de su país en la Olimpiada del Ajedrez, y acaba de derrotar a la campeona del mundo, la china Yifán Hou.
He estado mirando la partida: no hay un error claro de la china, un descuido, un mal cálculo. Jugando las negras se ve abocada a una posición algo inferior, y sus intentos de reacción son refutados con contundencia. Una partida limpia, de tono estratégico. Doña Dana no ganó de chiripa; se lo curró.
Dicho lo cual, es necesario seguramente añadir que no existe ninguna relación de causa a efecto entre el ajedrez y los saberes financieros, o para el caso cualesquiera otros. Doña Dana predica la introducción masiva del estudio del ajedrez en la educación de los jóvenes, “porque estructura muy bien el cerebro”. Es cierto, y también que ayuda en la evaluación correcta de situaciones complejas, pero vamos a dejarlo ahí. Los ajedrecistas más eminentes han sido en unas ocasiones grandes talentos en las ciencias teóricas o aplicadas, y en otras, nulidades asociales reconcomidas por obsesiones y fantasmas particulares. No existe ninguna correspondencia precisa apreciable entre una y otra clase de talento. El ajedrez puede ser una buena herramienta para la formación intelectual de una persona, pero es perfectamente inservible en el estudio concreto de cualquier otra disciplina. Quien estudia ajedrez aprende ajedrez, no de rebote matemáticas o teoría económica.
Yo entré en el ajedrez por un portillo lateral. Padecí a mis trece años una meningitis vírica, que me tuvo durante algunos meses para el arrastre. En cama durante muchas horas, y otras apoltronado en un sillón, me aburría mucho, y leía las páginas de deportes de los periódicos de cabo a rabo, hasta la última letra. Coincidió que disputaban en Moscú el campeonato mundial el titular Mijail Botvinnik, ingeniero ruso y finísimo estratega, y el aspirante Mijail Tal, otra maravilla letona como doña Dana, conocido como el “dinamitero” por su arrollador talento táctico y su facilidad para sacrificar exitosamente piezas de manera inesperada. Román Torán, un maestro español de cierta fuerza, publicaba y comentaba cada partida en varios diarios.
Pedí a mi tío Pepe que me enseñara a “leer” la transcripción de las jugadas y, con tiempo por delante, me puse a reproducir las partidas. Yo conocía de antes la mecánica del juego, pero me asombró el hecho de que, lo que parecía un tablero sencillo, plano y cuadrado, por el que las piezas se movían mediante reglas estereotipadas, escondiera tantas sorpresas, tantas posibilidades subterráneas, tal cantidad inagotable de matices.
Mi afición al ajedrez se mantiene intacta desde entonces. Un amigo me aconsejó en una ocasión inscribirme en un club y disputar partidas de competición, asegurándome que mi fuerza ajedrecística crecería en poco tiempo de forma exponencial. Todo tiene su pro y su contra, y no me pareció que el tiempo dedicado a incrementar mi fuerza ajedrecística tuviese prioridad sobre mis restantes ocupaciones.
Tampoco, debo reconocerlo, he llegado a ministro de Finanzas de mi país. Mi admiración por doña Dana Reizniece-Ozola es tanto mayor debido a ambas circunstancias de mi biografía personal.