martes, 19 de septiembre de 2023

EL INGENIERO Y EL GORILA



Un artículo de Eduardo Bayona en CTXT (1) muestra las cortapisas a las que está sujeta aún la igualdad de género en el terreno laboral: menor ocupación, más precariedad, mayor exclusión. Una carrera de obstáculos para las que entran en el mercado laboral por abajo, es decir la inmensa mayoría de las mujeres. No es que los varones lo tengan mucho mejor, pero todos los porcentajes mensurables están a su favor si se los compara con los de sus compañeras.

Seguramente, considerar que el culpable de este maldito embrollo fue el ingeniero Taylor sea simplificar en exceso el problema, pero aquel cabronazo ideó algo que llamó “organización científica del trabajo”, insostenible ya en la época del maquinismo y pestilente en el paradigma tecnológico en el que nos movemos hoy; pero que sigue siendo un axioma indiscutido en el mundo de las relaciones laborales, mientras el patrón no decida otra cosa.

El invento consiste en que los ingenieros (antes; hoy, han sido sustituidos por los algoritmos, y se han proletarizado) piensan en cuál es el mejor método para realizar las tareas de la producción de bienes y de servicios, y los trabajadores sometidos a riguroso control ejecutan lo ordenado al pie de la letra y sin pensar ni un solo momento por su cuenta. Para el ingeniero Frederic Winslow Taylor, el obrero industrial ideal era un gorila amaestrado. Nunca ni en ningún lugar, ni siquiera con la intención obscena de cubrir un renglón del Libro Guinness de los Récords, se ha intentado hacer trabajar en una cadena de montaje a uno o más gorilas. Nadie ha soñado con amaestrar gorilas para hacerse de oro ofreciéndolos a unos dadores de empleo ávidos por utilizarlos sin más salario que un puñado de cacahuetes. La única persona que ha cantado al gorila con talento y convicción ha sido Georges Brassens (2), y no estaría mal que el mundo atendiera su mensaje alto y claro.

Pero el neotaylorismo sigue vigente en el mundo de la economía, pese a todos los argumentos que se han ido acumulando en su contra. Hubo un derrumbe del fordismo, o del maquinismo, llámenlo como quieran, pero el taylorismo salió intacto del desastre. El taylorismo gusta a los emprendedores, que, ellos sí, colectivamente considerados forman parte de la subespecie zoológica de los gorilas amaestrados.

A falta de gorila, el dador de trabajo pondrá en la medida de lo posible un varón antes que una mujer en cualquier puesto de trabajo que necesite (porque el trabajo, según la moderna doctrina, no tiene ningún valor cotizable en bolsa; pero lo que es necesitarse, se necesita). Hay excepciones a esta regla general, y Bayona las enumera en su artículo. El principal sector con mano de obra femenina preponderante es la función pública, donde no hay un patrón privado y las mujeres obtienen plaza sometiéndose a un examen de aptitud imparcial. Las otras son la educación y la sanidad privadas, el comercio al por menor, la hostelería, las actividades administrativas y los servicios del hogar. En todos los casos los niveles de precariedad, tiempo parcial, intermitencia y baja remuneración castigan en particular a las mujeres, no según los Estatutos, pero sí según las estadísticas.

Es una de las que he dado en llamar dislocaciones más marcadas que se dan en el mundo en que vivimos, y correctamente resuelta abriría el paso a una gran bonanza en saberes, prácticas y cooperación positiva en la economía real.

 

(1)  https://www.publico.es/mujer/cara-b-femenino-menor-ocupacion-precariedad-mayor-exclusion-masculino.html?utm_source=whatsapp&utm_medium=social

(2)  Gare au gorille!

 

viernes, 15 de septiembre de 2023

"ESPLÉNDIDO MUNDO NUEVO". (DISLOCADO)



Leyendo uno de los capítulos sueltos del libro. Las palabras “Espléndido mundo nuevo” (Brave New World) son de Miranda, personaje de la comedia “La Tempestad” de William Shakespeare, y Aldous Huxley las utilizó para titular una obra de anticipación social aplastantemente negativa (entre nosotros, "Un Mundo Feliz"). Yo las empleo con una intención mucho más positiva aunque, ojo, crítica.

 

El próximo día 28, jueves, a las 18 horas tendrá lugar en el Espai Assemblea de las CCOO de Catalunya (Vía Layetana 16, Barcelona), la presentación de mi libro “Un mundo dislocado” (Ed. Bomarzo 2022). Me ayudarán en este trascendental rito de paso Maria Dolors Llobet, secretaria de Cultura de CCOO de Catalunya; Cristina Faciaben, secretaria confederal de Internacional, y Rosa Fabián, economista del sindicato y compañera durante muchos años de tareas y de luchas. Entre las cuatro intentaremos situar, con brevedad y sin abusar del rollo, las coordenadas principales de este nuevo mundo del posfordismo y la cuarta revolución industrial, que representa un nuevo paradigma y un desafío diferenciado al movimiento obrero. Porque, como avisó Gramsci respecto de una época anterior, hay una pelea empeñada entre lo nuevo que nace y lo viejo que se resiste a morir. Y en el calor de esa pelea, surgen monstruos.

Amigas y amigos, o simplemente interesados, considerad estas líneas como una invitación calurosa a asistir al acto, en la medida en que podáis hacer un hueco en vuestros trabajos y ocupaciones habituales. Un abrazo a todas/os.

Paco Rodríguez de Lecea

  

miércoles, 6 de septiembre de 2023

MIRABAN A OTRA PARTE

 


Jorge Vilda ha sido sustituido como seleccionador nacional femenino de fútbol, después de un trabajoso ejercicio de aceptación del principio de realidad por parte de unas instancias federativas que se empeñaban en mirar obstinadamente a otra parte, y cuya cabeza visible está ahora mismo, de forma aún provisional, al pie de los caballos.

Todo el recorrido del asunto desde la primera carta “de las 15” díscolas, incluida la obtención del título mundial por la selección española, ha sido un forcejeo entre la razón colectiva, esgrimida desde el lado de las futbolistas, y el disparate individual ofrecido por las jerarquías atrincheradas en los despachos del fútbol. No es inútil constatar que, mientras las chicas progresaban de forma acelerada en los campos de deporte, en los despachos las jerarquías no solo mantenían su actitud, sino que se enfrascaban en alambicadas maniobras impulsadas por una larga experiencia en el campo de los intereses creados y en el intercambio de favores entre élites federativas.

Jenny Hermoso no ha sido una heroína que se ha levantado por encima de las demás para llamar a la lucha. Ha tenido la suerte o la mala suerte de la visibilidad extrema en una situación no deseada por ella, y en la que ha recibido el pleno respaldo de sus compañeras. El tema del conflicto no ha sido un “Jenny versus Rubiales”; ha sido más bien el “#se acabó”. Las chicas han respondido como un bloque sin fisuras (apunten este término, “sororidad”) a las maniobras de fragmentación y de individualización promovidas desde los diferentes cuerpos federativos, y en particular desde una asamblea que se autojaleó en exceso al estilo del cervantino Retablo de las Maravillas, sin darse cuenta de que estaba dejando sus vergüenzas a la vista de todos los espectadores convocados a la función.

Veremos si la nueva seleccionadora, Montse Tomé, consigue restañar heridas muy dolorosas, pero ya está claro que la victoria del “#se acabó” no llegará a los extremos de rotundidad que sí ha tenido la victoria deportiva.

Con todo, la victoria deportiva ha sido un hito insoslayable. Sin la Copa Mundial, el enfrentamiento se habría estancado y todo seguiría igual que antes, con unos cuantos insultos añadidos a costa de las protagonistas. De nuevo se les habría mandado oficiosamente a la cocina, y a fregar suelos. El macho ibérico es un animal corto de alcances, pero pertinaz.

Vamos, muy al contrario, hacia un cambio progresivo de las estructuras. Si es cierto que no todo ha cambiado, también lo es que nada volverá a ser igual que antes.

Estamos en el siglo de las mujeres. Bienvenidas, todas vosotras, a vuestro terreno.

   

martes, 5 de septiembre de 2023

AQUELLOS VERANOS

 


Carmen y Paco de excursión familiar. El lugar no es Núria, pero la edad es más o menos la correspondiente. Tal vez la foto se tomó el mismo verano.

 

Debió de ser en agosto del año 1954; para entonces yo estaba en vísperas de cumplir los diez años, y Carmen tenía solo ocho. Las dos familias veraneábamos en La Garriga, y desde allí hicimos una excursión conjunta a Núria. Era necesario madrugar para coger el tren, que nos dejaba en Ribes de Fresser, y allí enlazar con el cremallera que por Caralps (ahora Queralbs) nos dejaba en el valle de Núria. Los vagones del tren de Ribes eran de madera con plataformas metálicas en los extremos, como los de los Hermanos Marx en el Oeste. Era un subidón instalarse en la plataforma, disfrutar del traqueteo y los decibelios, y ver el paisaje desde allí.

Las dos familias llevábamos a hombros todo lo necesario para la excursión. Cuando digo todo, quiero decir “todo”. A mí, como mayor de los chicos, me tocó cargar con la sandía, y para la ocasión (era una excursión larga, al límite de nuestras posibilidades para una ida y vuelta el mismo día), también con un rollo de papel de wáter marca “El Elefante” destinado a prevenir cualquier contingencia.

El desayuno tuvo lugar en el bar de la estación de Núria: un tazón grande de leche y un bocadillo de provisión casera, envuelto en papel de plata. Después de recontados niños y enseres, el grupo en perfecto orden de campaña dejó el valle por el camino de la Font Negra, que ascendía hacia poniente.

Era la Font Negra, creo. También pudo ser la Font Alba, que en mi recuerdo estaba más lejos y siguiendo un camino más empinado. Como íbamos mamás y niños pequeños, además de los jefes de familia al mando, mi idea es que en aquella ocasión se optó por lo práctico y el objetivo señalado fue la Font Negra, un afloramiento de agua en una ladera muy pina, a una distancia asumible para todas las edades.

Pusimos las bebidas y la sandía a refrescar en la corriente, buscamos asiento cómodo sobre la hierba, se repartieron los platos y los vasos de plástico, y empezaron a circular la tortilla de patatas, los filetes empanados y las grandes rebanadas de pan pringado con tomate. Los niños pequeños alborotaron para hacerse notar, y los mayores nos situamos al acecho de cualquier ocasión favorable para reengancharnos a un trozo de tortilla o un filete más.

Luego, los papás se tumbaron a dormitar con un pañuelo tapándoles la cara, y las mamás se juntaron a cuchichear informaciones inaudibles. La siguiente generación, la nuestra, había sido conminada con severidad a guardar un silencio profundo y continuado, cosa imposible dada la naturaleza de las cosas.

Antes de que la paciencia de los papás durmientes diera paso a una ira jupiterina, el sentido práctico de las mamás les sugirió la idea de mandarnos por parejas a recoger ramitas con las que hacer un refugio para aves. También hubo una recogida escrupulosa de “basura”, es decir de papeles de envolver, platos sucios y corteza y semillas de sandía. Todo se guardó en un gran paquete, dejando limpio el paraje.

Acabada la siesta, emprendimos todos la vuelta hacia el valle y el tren. Libre de la sandía, yo llevaba ahora una bolsa con el paquete de la basura y el rollo de papel higiénico, más una vara de avellano como bastón.

Carmen me pidió el rollo por una urgencia. “Busca un sitio escondido, no hay problema, yo vigilo”, le dije, solos los dos frente a la naturaleza. Yo tenía hermanas, sabía cómo funcionaban aquellas incidencias en las circunstancias, siempre complejas, propias del otro género.

Hubo un fallo. Pensamos que sería cosa de un momento, no pasamos parte de incidencias a la superioridad por el breve receso, y se produjo un desajuste en el plan de campaña. Caminamos un rato sin ver a nadie delante, y ni siquiera seguros de que no quedara nadie detrás. Incluso esperamos un rato prudencial por si aparecía a nuestras espaldas alguna compañía.

Nadie apareció. Caminamos más deprisa, pero tampoco estábamos seguros del camino, y no se oían voces. Sabríamos luego que los papás habían dado la consigna de acelerar, para llegar a la estación con tiempo suficiente para coger asientos en el cremallera, siempre lleno.

La solución apareció de pronto, en una revuelta vimos aparecer el monasterio, inconfundible, a lo lejos. Había una tartera en aquel lugar, en una ladera en fuerte pendiente de más de cien metros, y abajo se veía un camino más ancho y mejor trazado, junto a un arroyo de montaña.

“Creo que por aquí podemos atajar”, propuse. “Si no tienes miedo”. Carmen no tenía miedo a nada. Las piedras sueltas apenas representaron un problema, y la tartera fue un atajo maravilloso. El camino ancho y el arroyo nos llevaron en poco tiempo hasta la explanada principal del monasterio.

Cuando llegamos, estábamos seguros de que éramos los últimos, pero el lugar estaba desierto de familia. Ahora no sabíamos si habíamos caminado delante o detrás del grupo. Paciencia, para volver al tren había que pasar exactamente por ahí.

Lo que de verdad había ocurrido, fue que en algún momento las familias se dieron cuenta de la ausencia de dos unidades en el efectivo de la expedición. Dieron marcha atrás, vocearon por los valles, no encontraron a nadie. Se efectuaron marchas y contramarchas, alguien se asomó con cuidado a los puntos peligrosos del camino en los que podía haberse producido una caída, y por fin se optó por seguir a toda prisa hasta el valle y dar parte a la guardia civil para organizar una búsqueda con más medios. Los niños pequeños pedían brazos, los mayores callaban, todos estaban nerviosos y desanimados.

Y al llegar a Núria, allí estábamos esperándoles Carmen y yo, contentísimos de verles. Agitamos los brazos, revoleamos los jerséis, y conseguimos que nos vieran desde bastante distancia.

Se adelantaron al resto del grupo la mamá de Carmen y mi papá. Ella le dio un abrazo muy fuerte, y muchos besos. Papá me pegó una bofetada, por incumplir órdenes y tomar iniciativas indeseadas. “Pero si no ha hecho nada malo”, le protestó Carmen, cándida.

No puedo decir que la bofetada me extrañara. No es que mi padre fuera ningún monstruo, pero por lo común prefería tensar la cuerda. Siempre tuve la sensación de que, a la larga, yo acabaría por decepcionar las expectativas que había puesto en mí; y los años confirmaron ese presentimiento.

Enseguida llegó mi mamá, y yo también tuve, como Carmen, mi ración de besos y caricias. A la hora de las explicaciones, se aceptó que yo había tomado una decisión adecuada e incluso brillante, habida cuenta de que no podía conocer todas las circunstancias del caso.

Por fortuna, había asientos libres suficientes en el cremallera, y todos estábamos muy cansados. Luego, durante el interminable viaje hasta La Garriga en el tren del Far West, cada cual intentó dormir y reinó el silencio.

Hasta ahí, mi recuerdo. El día estuvo cargado de premoniciones para el futuro, pero nunca me di por aludido. Para ser del todo sincero, no creo en las premoniciones.