Aldo Zanardo
Nota preliminar.- El texto que se ofrece
a continuación necesita una presentación y, en cierta medida, una
justificación. Se trata de un capitulillo del libro «Gramsci. Le sue idee nel
nostro tempo», editado por l’Unità en 1987 para rendir homenaje a Antonio
Gramsci en el cincuentenario de su muerte. Ahora que estamos en vena de
cincuentenarios en Catalunya (la
CONC, o su primer núcleo, se fundó el 20 de noviembre de 1964
en una sala de la parroquia de Sant Medir, en Sants), llevo algún tiempo
releyéndolo despacio. La impresión que me produce es la de un doble túnel del
tiempo: los artículos se refieren al pensamiento político de un hombre entre
los años 1920 y 1935, más o menos; los comentarios fueron escritos en 1987, y
yo los leo a finales de 2014, después de tanta agua como ha corrido bajo los
puentes a lo largo de todo ese tiempo. Con todo, en mi opinión, sin duda
parcial, algunas de las “lecciones de cosas” de que trata el libro mantienen en
líneas generales su frescura y su vigencia. Otras, en cambio, no hay modo de encajarlas
en los perfiles de la realidad actual. El texto que sigue es quizás el más
significado de ese segundo grupo. Ya inspiraba dudas y objeciones en el
comentarista del año ochenta y siete y hoy, casi treinta años después, nos
aparece marchito y desvaído como aquellas flores que nuestras abuelas prensaban
entre las páginas de un libro de poemas de Bécquer; es solo el recuerdo de una
forma, un perfume y un color. A pesar de todo, la visita del monumento me
parece de algún interés, siquiera sea para coleccionistas.
Tiene la palabra Aldo Zanardo. Era en 1987 docente de filosofía
moral en la Universidad
de Florencia, y entre sus obras figuran una “Teoría del materialismo histórico”
y “Filosofía y socialismo”.
Aldo Zanardo
Hablamos aquí de política en su sentido más específico, tal y
como, por lo demás, lo precisó con frecuencia el mismo Gramsci: como una
actividad que se explica a partir de la «realidad fáctica» y que retorna para
aplicarse de nuevo a esa realidad; como la voluntad coordinada y consciente que
se expresa en el quehacer del Estado y de los partidos, es decir, una voluntad
colectiva que no se limita ya solo a la defensa de sí misma y tampoco busca
únicamente la primacía en la sociedad civil, sino que gobierna o aspira a
gobernar. Ahora bien, en medio de las múltiples posibilidades de transformación
que tiene ante sí una sociedad, ¿qué debe hacer la política? En la reflexión de
Gramsci al respecto, aparecen esencialmente dos niveles.
Está, escribe en 1932-34, la «gran política»: aquella que «abarca
las cuestiones relacionadas con la fundación de nuevos Estados, con la lucha
para la destrucción, la defensa, la conservación de determinadas estructuras
orgánicas económico-sociales.» Y está la «política pequeña»: la política no
«creativa» sino de «equilibrio», la «política del día a día».
No es posible practicar solo la gran política: los temas
cotidianos de la sociedad interpelan de forma continuada a la política; también
los revolucionarios, anota Gramsci en 1919, tienen que saber hacer funcionar
los ferrocarriles. Pero sobre todo, la política no puede agotarse en el pequeño
quehacer, en una gestión que no se refiera a finalidades «grandes», es decir,
las que superan el «empirismo inmediato». El hombre de Estado no debe ceñirse a
un «excesivo realismo político», sino tener «perspectivas» amplias; su tarea no
es la de «conservar un equilibrio existente», sino crear «nuevas relaciones de
fuerza, y para ello no puede dejar de ocuparse del deber ser». Bien entendido,
no de un deber ser arbitrario: está obligado a «moverse siempre en el terreno
de la realidad fáctica», pero ha de intentar desequilibrarla y reequilibrarla
de nuevo en un estadio más avanzado; en una palabra, a «dominarla y superarla».
La reflexión de Gramsci, la de un socialista, no podía sin
embargo limitarse a esta tipología relativamente descriptiva sin intentar ir
más allá. No podía dejar de plantearse el siguiente interrogante: ¿qué debe
hacer una política socialista, de progreso? Sin duda «gran política», es decir
política orientada a un deber ser. Pero ¿cuál deber ser? ¿De qué «nuevo
Estado»? Una política de progreso no puede manifiestamente identificarse con
otra cosa que con las finalidades que se propone. Y estas, en último análisis,
deben ser finalidades morales. Ya en 1917 Gramsci observaba: «El socialismo…
posee una moral.»
Para Gramsci las finalidades que debe realizar la política, las
transformaciones o condiciones que debe crear, han de ser, hegelianamente o
marxianamente, no cosas abstractas sino exigencias y posibilidades implícitas
en la «realidad fáctica» y en el tipo de economía y de «técnica civil» que es
posible edificar a partir de aquella. Este arraigo realista de las finalidades
no es, sin embargo, relativismo ni politicismo. Si la política posee un espacio
autónomo, también lo tiene la moral: no existe solo el deber ser realista, no
existen solo las finalidades que la política realiza; también están las
finalidades morales. Son las que atañen a un vivir enteramente humano de los
individuos. Y estas finalidades son la frontera última que la política ha de
tener siempre en cuenta. Ellas son la retaguardia de la que se aprovisionan las
finalidades realistas del frente de la política: Gramsci no podría subrayar con
tanta insistencia el papel del Estado y del partido como educadores de los
individuos en la disciplina de un «consenso social» o «racional», en los
valores colectivos, si no mirase más allá, a las finalidades morales o de
humanización plena. Son estas las que luego se convertirán, al ritmo de los
cambios de la «realidad fáctica», en finalidades apoyadas más directamente o
priorizadas por la política.
Una «realidad fáctica de progreso se concibe a sí misma como
ligada a toda la humanidad». Esa realidad «se plantea como tendente… a unificar
a toda la humanidad… La política se concibe como un proceso que desembocará en
la moral.» Es una tesis que resulta hasta cierto punto discutible, por su
inflexión unificadora. Pero, centrándonos en lo esencial, la praxis de una
política de progreso no puede desvincularse de las finalidades morales; y es
preciso que la política haga avanzar la «realidad fáctica» de modo que tales
finalidades puedan llevarse al terreno de finalidades accesibles a muchos y
practicables con facilidad. Es preciso que se conviertan en exigencias y
posibilidades internas a la «realidad fáctica» finalidades tales como, para
emplear algunas formulaciones de Gramsci, la humanidad unificada, la «humanidad
pura», la «plenitud de vida y de libertad», la «forma superior y total de
civilización moderna», la necesidad para el porvenir, la responsabilidad para
la posteridad.
Se critica de Gramsci, creo que con fundamento, su inclinación a
concebir la política como actividad casi en esencia volcada a la renovación de
la «realidad fáctica». Pero, ¿debemos por ello legitimar una política pequeña o
mínima, de mero equilibrio? Desde una visión pluralista de renovación de una
sociedad resulta claro, sin embargo, que para esa renovación se necesita una
política «grande», una política que busque construir historia, un «Estado
nuevo».
Se critica también de Gramsci el hecho de que tiende a situar la
frontera de las finalidades morales por detrás de las finalidades políticas. Lo
cierto es precisamente lo contrario. Gramsci propugna la necesidad de que el
hacer político se apoye con firmeza en finalidades morales. Es cierto que no
capta de una forma precisa la tensión, verosímilmente inagotable, entre una
realidad ya humanizada y las finalidades morales o de humanización plena. Pero
estas se sitúan de forma inequívoca en el centro de su reflexión. Gramsci, en
síntesis, apunta en esencia no a politizar el vivir moral, sino a dar
universalidad moral al vivir político. De ahí la inactualidad de Gramsci, si
atendemos al comportamiento de buena parte de la política y la cultura política
de hoy; y en cambio su actualidad extraordinaria, si queremos recuperar y
tematizar de la política, no aquello que hace, sino lo que debe hacer.
(Por la
traducción, Paco Rodríguez de Lecea