Imagen actual de la
urbanización Costa Miño, en Miño, A Coruña. Fotografía de Óscar Corral, tomada
de El País
No me digan que el
Miño que yo conocí nunca existió. Pasamos allí los veranos del 74 y el 75, las
familias completas de mi hermana Tere y la nuestra (cinco niños en total, ocho
el segundo verano contando la aportación de otros parientes, que se sumaron
atraídos por nuestra propaganda). El aire era límpido, el paisaje verde, la
playa estaba aceptablemente desierta y propicia a toda clase de juegos, y
enfrente de nosotros, al otro lado de la embocadura de la ría de Betanzos y delante de Sada,
teníamos fondeado permanentemente el Azor,
por si acaso le apetecía embarcar al Caudillo, que aún tuvo arrestos para
viajar a Meirás los dos veranos (el del 75 sería el último). La rumorología
local hablaba de un quirófano dotado con todos los avances de la ciencia e
instalado en el interior del pazo, quizás con ánimo de intentar como último
recurso una operación a lo doctor Frankenstein, que liberara al monstruo de las
garras de la muerte y lo eternizara.
Desde la casa
alquilada por el señor José, ferroviario jubilado, bajábamos todas las mañanas en
coche (bautizado el Portamonas; el 75 se añadió un segundo coche, la Bastión) hasta el
borde de la playa, alejada unos ochocientos metros del centro urbano. A la
derecha de la carretera se extendían unos prados encharcados donde a veces
pacían algunas vacas. Esa zona es la que aparece en la fotografía de arriba.
En la playa, el
tiempo se hacía corto. Un atardecer, tanto se demoraba en ponerse el sol que nos
pasamos de la hora de cenar, y de vuelta las niñas se quejaban de hambre.
A mediodía los mayores subíamos
a almorzar al pueblo, en una casa de comidas llamada El Submarino, en la que
estábamos a pensión. El menú del día empezaba invariablemente por un caldo
gallego (lo servían en sopera, y si la acabábamos, traían otra), seguía con una
bandeja de jambas, almejas o empanada de mejillones, y concluía con un plato de
carne o de pescado acompañado de cachelos, pimientos y/o grelos.
He escrito adrede
“jambas” y no gambas. Con esa fuerza puntuaba la letra “g” el señor Varela, el patrón,
que presumía de que los domingos venía a comer a su establecimiento incluso gente
de lujo (y eran de Lugo), y acusaba a los miembros de la Juardia de Franco de
acollonar con exigencias a los comerciantes locales y comportarse en todas las
cosas como unos “vajos y maleantes”.
Dedicábamos muchas
tardes a excursiones a lugares vecinos: Puentedeume, con su extraordinario
puente (de camino, en Perbes, mi cuñado José Manuel nos señalaba la entrada a
la residencia veraniega del ex ministro, por entonces embajador en Londres,
Manuel Fraga); el castillo de Andrade, centinela del mar; Betanzos, con sus
tres iglesias románicas bellísimas; el majestuoso monasterio neoclásico, semiabandonado
entonces, de Monfero; San Juan de Caaveiro, dominando la fraga del Eume y con
resonancias siniestras para nosotros, porque en una de sus mazmorras visitábamos
la celda con el orificio en el techo que daba paso a la terrible tortura de la
“jota de ajua”; Ares y Mugardos, al norte, y Ferrol con su enorme puerto; y
naturalmente, visita obligada, Santiago de Compostela y su maravillosa catedral
rodeada de un conjunto monumental y un barrio antiguo tan bellos como pueda
serlo la ciudad más bella del mundo.
Mediado el verano
se celebraba en Betanzos la fiesta fluvial de los Caneiros, con barcas
engalanadas que remontaban el río hasta un prado donde la romería derivaba en
comilona y borrachera para los mayores, y bacanal para los jóvenes. Asistimos
desde lejos a aquellos fastos, un tanto sobrecogidos por la voracidad de los apetitos de los gallegos
de entonces, fuera de toda medida.
De vuelta en Miño,
por la noche, nos recogíamos a veces en la Pousada do Mariñeiro, y cenábamos a
base de raciones muy generosas de berberechos, pimientos de Padrón, chorizo
frito, pan de borona y vino de Ribeiro. A lo largo del verano, cada parroquia
celebraba su fiesta patronal y por lo común se celebraba con sardiñadas épicas
al aire libre. Mi hijo Carlos, de dos años y recién estrenado en el duro oficio
de andar sobre solo dos patas, se especializó en la suerte de acercarse solo y con
cara de pena a mirar a las familias sentadas sobre manteles en la hierba o en
la arena. “¡Mírale el rapaciño, tiene fame!”, decían las matronas con la enorme
empatía y generosidad que, al menos entonces y seguro que ahora también, las
caracterizaba. Y cada cual le daba una o dos sardinas asadas extra, con lo que
al final de la jornada él redondeaba un número extraordinario de capturas.
Miño era en aquel
tiempo un paraíso natural, un lugar de abundancia y de alegría. Arriba queda
constancia de en qué lo ha convertido la especulación urbanística puesta en
marcha por Fadesa y otros consorcios. El alcalde actual arrastra una deuda de
más de 30 millones de euros, que se esfuerza por obviar sin dejar de pagarla.
Pero aquel Miño
existió. Doy fe.